TODO IRÁ BIEN, Matías Candeira

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MATÍAS CANDEIRA, Todo irá bien, Salto de Página, Madrid, 2013, 160 páginas.

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ALGUIEN AL OTRO LADO

   El cuarto de matrimonio tenía una lámpara tubular que emitía luz en intermitencias, como estallidos de sangre. Ella y yo nos quedamos mirando  el ventilador en la espesa oscuridad. Apenas avanzaba ni retrocedía. Ah, lo cierto es que suelo arreglárselos a algunas mujeres de este vecindario apartado. Casi todo el mundo se ha marchado de aquí. Llevo años haciendo lo mismo. Con la excusa de que necesito encontrarme solo para hallar la víscera rota de la máquina, si puedo les robo —siempre cantidades pequeñas que esconden en lugares mullidos— y después husmeo en los cajones de su ropa interior. Huroneo con mi nariz allí dentro, salvajemente, lo juro, como si no hubiera días. Es mi momento especial. Sé muy bien que soy un ingrato con la educación recta que recibí de niño.
   —Hay que hacer algo —le aseguré a esta mujer.
   La luz submarina de la lámpara estalló de nuevo y me acerqué más a la pared, donde me había parecido ver la sombra de otra persona. Justo en aquel instante, es cierto, imaginé algo horrible que se había larvado en aquella casa. Lo único que ella me había dicho era que le aterrorizaba escuchar el ventilador en la oscuridad, mientras dormía. Pero también me dije que aquel ventilador majestuoso no podría deprimir a alguien como yo. Era igual que un niño gordo que acaban de sacar entre una marea negra, intentando vivir. Algo tristísimo. Pronto noté que ella me acercaba una escalera por detrás. Me obligo a decir idioteces cuando estoy nervioso. Mi mente sustituye indebidamente algunas palabras. Casa. Bonita casa.
   —Tiene un ejemplar muy atractivo.
   Hurgué durante unos minutos en el corazón del aparato, pero no encontré aquel error que lo obstruía, quizás una uña enorme o una bola de pelo húmeda. A veces me he imaginado a dos amantes que, en cada uno de sus arrebatos, segundo a segundo, van perdiendo hebras del cabello que ascienden hacia los ventiladores hasta obstruirlos y matarlos silenciosamente.
   Decidí insistir un poco más y, por fin, tiré de algo. Era un pequeño trozo de cuerda blanca muy resistente. Ella se la guardó en el bolsillo con rapidez, como si, por alguna razón, no quisiera que la examinara. El ventilador seguía sin girar y el temblor, me temo, era todavía peor que antes.
   Dije hasta dos veces qué casa tan bonita y su ventilador, lo siento, no creo que se pueda hacer nada.
   De pronto, cuando me disponía a marcharme, la mujer se recogió el pelo —tenía una dignidad desconcertante— y dejó un billete sobre la cómoda. ¿Puede uno notar el definitivo temblor de otra persona sin mirarla? Estoy seguro de que no era una gran cantidad de dinero, pero a mí, por primera vez en muchos años, no me apeteció escarbar a mi manera en sus secretos diminutos.
   —Podría quedarse aquí un rato —dijo ella, y me miró a los ojos—. Está lloviendo bastante.
   Fuera cierto o no, tampoco es que yo tratase de buscar una ventana. No me parecía bien dejar de mirarla en ese momento. Entonces ella sacó aquella botella de vino. O debería decir, más bien, que la extrajo del estómago de un mueble y que, allí dentro, aquella botella estaba esperándola. Era una botella medio vacía y llena de polvo. Alguien había pintado, con la angustia de un niño, a un hombre y una mujer en la etiqueta, sentados muy juntos en el banco de un parque.
   Estaba espeso y con el sabor picado, a encía.
   Tampoco dije nada ni me opuse, porque aunque desconociera sus motivos, ese gesto —llevarnos los vasos lentamente a la boca, acabar aquel rito— era importante para ella. Arreglar un ventilador y arreglar la vida. Eso pensé. Iba a marcharme, claro que iba hacerlo. Pero en ese momento ella se quedó quieta junto a la puerta del cuarto, dejando que la luz rojiza y distante le iluminara las piernas, y yo, bueno, pues la verdad es que no medité bien lo que dije. Otra vez.  ¿Es que eran demasiadas?
   —Vamos a mirarlo de nuevo. Tal vez así funcione. No aparte la vista.
   Y, muy despacio, nos fuimos introduciendo vestidos en la cama. Me detuve a quitarme los zapatos. El izquierdo el primero, dejándolo caer. Fue extraño, porque noté que la forma de hacerlo no era exactamente mía. Ella se asustó mucho. Quizás había reconocido algo en mí.
   No sé cuánto tiempo pasó. Allí tumbados, en completo silencio, vimos de pronto que el ventilador arrancaba un gemido y las aspas se aceleraban desesperadamente, como si alguien muy lejano elevara una queja desde la oscuridad. Y pensé tontamente: ¿quién me iba a mirar a mí, o a ella? Desconozco cuántas veces giró, pero mirábamos la misma aspa, el mismo punto infinito y blanco.
   Ella y yo.
   Era como cazar.
   Estaba seguro de que iba a marcharme, y también, por qué no, que algo me detendría.

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