MISCELÁNEAS PRIMAVERALES, Natsume Sōseki

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NATSUME SŌSEKI, Misceláneas primaverales, Satori, Gijón, 2013, 162 páginas.

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25 relatos y 10 narraciones de sueños componen esta atractiva muestra de la riqueza y profundidad del mundo interior de Soseki, expresado a través de un lenguaje que hunde sus raíces en una tierra de fertilidad onírica y simbólica.

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EL INCENDIO

   Sin aliento, me detuve y miré hacia arriba. Las chispas del incendio revoloteaban sobre mi cabeza. Desde un cielo limpio y helado, llegaban centenares de pequeñas virutas de fuego que, de repente, se desvanecían. Pero al instante eran sustituídas por otras chispas aún más rojas y vivas que las anteriores. Por todo el cielo, diminutos puntos rojos volaban, revoloteaban y se perseguían para de pronto desaparecer. Busqué de dónde provenía el fuego y pude ver como un chorro de luz se dispersaba por el cielo, alumbrando toda esa parte. A unos cuantos metros se hallaba un templo bastante grande con una escalera de piedra. A la mitad de la escalera se erguía un abeto de tronco grueso que, serenamente, extendía sus ramas hacia la noche. Se veía mucho más alto que el muro de adobe. El fuego surgía de atrás; por tanto, el tronco negro y las ramas inmóviles del abeto parecían ennegrecerse aún más, mientras que el resto era de un rojo intenso. Pensé que seguramente el foco del incendio estaría por arriba del muro de adobe. Si avanzaba unos cien metros y luego, doblando a la izquierda, subía la pendiente, podría llegar al lugar del incendio.
   Volví a caminar, ahora con más prisa. Pero mucha gente hacía lo mismo; me alcanzaban y gritaban algo al sobrepasarme. La calle oscura se había animado de pronto. Al llegar al pie de la pendiente, me di cuenta de que era muy empinada y además ahora estaba invadida de curiosos. Las llamas se elevaban con fuerza en la cima de la rampa. Si me metía en la corriente, sin duda alguna me arrastraría hacia arriba, y seguramente, antes de que pudiera dar marcha atrás, quedaría achicharrado por las brasas.
   Unos cincuenta metros más allá había otra cuesta más grande que también doblaba a la izquierda. Pensé que sería mucho más fácil y seguro subir por ella. Me dirigí hacia allá esquivando a la gente que iba en esa dirección. Cuando, al fin, pude llegar a la esquina, escuché las frenéticas campanadas del carro de bomberos de tracción animal que había irrumpido por el otro lado. Amenazando con atropellar a quien no se apartara de su camino, el coche avanzó a toda carrera entre la muchedumbre. En un momento dado, el sonido de los cascos sonó fuertemente, y el pescuezo del caballo dobló hacia la cuesta. El caballo echaba espuma por la boca; inclinó hacia adelante las puntiagudas orejas, y emparejando las patas delanteras dio un tirón y arrancó cuesta arriba. Su cuerpo pasó rozando el farol que sostenía un hombre con una túnica corta. El pelaje del caballo brilló como si fuera de terciopelo. Las gruesas ruedas de color bermellón pasaron casi pisándome la punta de los pies. El carro siguió su camino cuesta arriba a toda velocidad.
   Al llegar a la mitad de la cuesta, vi que las llamas ahora se inclinaban hacia atrás, en diagonal. Cuando llegara a la cima tendría que avanzar hacia la izquierda. Busqué un callejón por ese lado y encontré una calle estrecha. La gente me empujó hacia dentro y me di cuenta de que en esa calle ya no cabía ni una persona más. Todos gritaban a voz en cuello. Sin duda alguna el incendio estaba para ese lado.
   Al cabo de unos diez minutos, pude salir del callejón a una calle relativamente más ancha, que tambien estaba abarrotada de gente. Al salir del callejón, me encontré con el carro de bomberos que momentos antes se había lanzado cuesta arriba. Estaba allí inmóvil delante de mis ojos. El caballo lo había traído hasta aquí, pero la esquina de enfrente le cerraba el paso. No podía acercarse más, y no le quedaba más remedio que quedarse allí mirando las llamas que ardían frente a sus narices.
   La gente que llegaba preguntaba a gritos: «¿Dónde es? ¿Dónde es?». Los otros le respondían: «¡Allá, para allá!». Pero ni los unos ni los otros podían llegar al lugar del incendio. Las llamas habían crecido aún más y ahora parecían querer lamer el cielo entero.
   Al día siguiente, a mediodía, salí a dar una vuelta y, de pasada, por curiosidad, quise ver como había quedado el barrio después del incendio. Subí la cuesta, entré por la angosta calle y desemboqué en la esquina donde había quedado el coche de bomberos la noche anterior. Doblé la esquina y caminé un buen trecho mirando los alrededores. Para mi sorpresa, las casas de aquella zona parecían estar pasando el invierno muy tranquilas y silenciosas. No había ningún espacio hecho cenizas. Donde parecia que las llamas deberían haber causado estragos, solo se veía una hilera de hermosos cedros. Y del otro lado del seto se escuchaba el sonido tenue de un arpa japonesa.

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