Y EL MUERTO NADÓ TRES DÍAS, Rafael Barrett

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RAFAEL BARRETT, Y el muerto nadó tres días, Libros de Ítaca, Madrid, 2014, 218 páginas.

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Francisco Corral, editor también de las obras completas de Barrett, en Rafael Barrett, «espíritu libre y audaz» (pp. 9-22) relata la novelesca vida del, considerado por Maeztu o Valle-Inclán, el joven más brillante de su generación; su evolución, «desde un individualismo rebelde y egotista, insolidario y de corte nietzcheano, hasta un individualismo altruista y solidario y hacia una creciente conciencia social». Tanto en la obra de Barrett como en su militante vida late uno de sus admirables pensamientos: «Todos tenemos la obligación de vaciarnos, antes de desvanecernos».
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LA ROSA

   La ancha rosa abierta empieza a deshojarse. Inclinada lánguidamente al borde del vaso, deshace con lento frenesí sus entrañas purísimas, y uno a uno, en el largo silencio de la estancia, van cayendo sus pétalos temblando. Aquella en quien se mezclaron los jugos tenebrosos de la tierra y el llanto cristalino del firmamento, yace aquí arrancada a su patria misteriosa; yace prisionera y moribunda, resplandeciente como un trofeo y bañada en los perfumes de su agonía.
   Se muere, es decir, se desnuda. Van cayendo sus pétalos temblando; van cayendo las túnicas en torno de su alma invisible. Ni el sol mismo con tanto esplendor sucumbe. En las cien alas de rosa que despacio se vuelcan y se abaten, palpita la nieve inaccesible de la luna, y el rubor del alba, y el incendio magnífico de la aurora boreal. Por las heridas de la flor sangra belleza.
   Esta rosa, más bella aún al morir que al nacer, nos ofrece con su aparición discreta una suave enseñanza. Sólo ha vivido un día; un día le ha bastado para ocupar la más noble cumbre de las cosas. Nosotros, los privados de belleza, vivimos, ¡ay!, largo tiempo. Nos conceden años y años para que nos busquemos a tientas y avancemos un paso. Y confiemos siquiera en que la muerte nos dará un poco más de lo que nos dio la vida. ¿A qué prolongaría la belleza su visita a este mundo extraño? No podemos soportar el espectáculo de la belleza sino breves momentos.
   Los seres bellos son los que nos hablan de nuestro destino. La flor se despide; me habla de lo que importa, porque es bella. Se va y no la he comprendido. Desnuda al fin, su alma se desvanece y huye. El crepúsculo se entretiene en borrar las figuras y en añadir la soledad al silencio. Entre mis dedos cansados se desgarran los pétalos difuntos. Ya no son un trofeo resplandeciente, sino los despojos de un sueño inútil.

CÓMO SE HACE UN POEMA, Alejandro Duque Amusco

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ALEJANDRO DUQUE AMUSCO, Cómo se hace un poema, Pre-Textos, Valencia, 2002, 232 páginas.

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En Poesía, poetas, poemas (pp. 9-14) explica el origen de este proyecto subtitulado El testimonio de 52 poetas: 52 poetas (desde Elena Martín Vivaldi (1907) a Bruno Mesa (1976) responden a la solicitud de la revista El ciervo acerca de su poética.
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CLARA JANES 
Barcelona [1940]

A ULISES, IN MEMORIAM

   El desengaño respecto a las relaciones humanas y a la existencia domina en mi primera poesía, expresión del sentir de aquellos años en que despertábamos al existencialismo. El Ser y el Existir, la finitud y la nada eran los elementos obsesivos que poblaban mi mente y mis poemas, llevándome hacia un punto involutivo. De este peligro salí, por usar las palabras de Tillich, mediante una «autoafirmación del ser a pesar de la nada», que se concretó en una reconciliación con la naturaleza a la que me llevó la contemplación de un animal, un gato, pues se trataba de la aceptación absoluta de su ser, sin preguntas, reducida a certeza. Pocos días antes de morir ese gato, Ulises, se despidió de mí de un modo que constituyó una de las experiencias más intensas e impresionantes de mi vida. Quise entonces escribirle una elegía que expresara todo esto. Desde un principio tuve claro que el lema eran dos versos de Omar Jayyam y cuál era la conclusión y la idea general, pero en lograr una primera versión que me pareciera aceptable. Algo, sin embargo, aun conseguida ésta, se me resistía, y pasado un mes la modifiqué. Hay, pues, dos versiones del poema, la primera más explícita, más clara, la segunda más perfecta, aunque en ella he renunciado a puntos concretos que me interesaban mucho, la palabra ritmo, por ejemplo, y la idea del sentir de la muerte como fértil al ser. Quizá lo mejor es publicar las dos versiones.


LA TIERRA QUE ESTÁS TOCANDO

puede haber sido / rostro...
Omar Jayyam

Con obstinado ritmo, tu tacto
alumbró un día aquel silencio de fusión
que celara la entraña
conocedora de la muerte,
y en nimbo se trocaron, fértil al ser.
Cumplido ya tu tiempo,
¿qué flor coronará la tierra
que tus mejillas fueron,
qué ave acudirá a olerla,
qué embelesado cántico
podrá arrancar el viento
al mutismo irrevocable de tu ausencia?

[Primera versión] 

LA TIERRA QUE ESTÁS TOCANDO

puede haber sido / rostro...
Omar Jayyam


El intenso silencio de fusión
que alumbrara tu entraña
conocedora de la muerte
y tu obstinado tacto
ya en aire se disipan
y sólo el cuerpo queda
en tierra transmudado.
 ¿A qué flor dará aliento
y se elevará en tersara,
que ave acudirá a olerla,
qué embelesado cárnico
podrá arrancar el aura
a un mutismo en apariencia irrevocable?

[Segunda versión]

OBRA ESENCIAL, José Bergamín

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JOSÉ BERGAMÍN, Obra esencial, Turner, Madrid, 2005, 460 páginas.

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Nigel Dennis selecciona una antología de este «intelectual vencido, desterrado y ninguneado». Además de a sus ensayos, poemas o dramas, conviene prestar interés a sus aforismos.
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Una sola cosa importa para que puedan importar todas.
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Se puede vacilar antes de decidir, pero no una vez decidido.
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La belleza es la fermentación ideal de los elementos que la componen.
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La sensualidad sin amor es pecado; el amor sin sensualidad es peor que pecado.
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Existir es pensar; y pensar es comprometerse.
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El arte verdadero procura no llamar la atención, para que se fijen en él.
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Limitarse no es renunciar, es conseguir.
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Sé apasionado hasta la inteligencia.


CASI SIN QUERER, Defreds

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DEFREDS, Casi sin querer, Frida, Madrid, 2016, 160 páginas.

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 HERIDAS Y TIRITAS

   Hay personas que pasan por nuestra vida, que son heridas.
   Algunas desde el principio y hasta el final. Otras aparecen para salvarte y terminan matando.
   Lo intentamos todo: desinfectar, tomar calmantes para el dolor... y terminamos poniendo una tirita.
   El problema es que siempre quitamos la tirita poco a poco, con dolor en cada tirón, y algunas veces es mejor tirar de golpe, arrancando la piel sólo por una vez.
   Cicatriz nos va a quedar igual, pero sólo una y más bonita. Y aunque esté curada siempre escuece.

APILADOS CRÁNEOS DE MAMUT DE PIEDRA, Armando Gutiérrez Méndez

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ARMANDO GUTIÉRREZ MÉNDEZ, Apilados cráneos de mamut de piedra, Ediciones La Rana,  Guanajuato, 2006, 112 páginas.

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EL ALQUIMISTA

   Luego de ahorcar al médico Basilio Valentín, la impetuosa turba saqueó su casa y sólo encontró, oculta en el sótano y cubierta de polvo y telarañas, una ampolla de vidrio en forma de cráneo, herméticamente cerrada y llena de un líquido cerúleo, en cuyo fondo arenoso reposaban los huesos desarticulados de un diminuto esqueleto humano. Pero nunca, ni aún después de escudriñar los muros y los cimientos, hallaron el oro.

LOST IN TRASLATION— AGAIN—, Ella Frances Sanders

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ELLA FRANCES SANDERS, Lost in translation —again—, Libros del Zorro Rojo, Barcelona, 2017, 120 páginas.
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¿Queríamos más...? ¡Gracias, Ella! ¡Gracias, Libros del zorro rojo, por estos 52 regalos (que nos siguen sabiendo a poco)!
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Va aspirando nubes con la nariz

[serbio]

Si te dicen que vas aspirando nubes con la nariz, ¡ojo!, te están llamando engreído, petulante, incluso egoísta o necio. La suposición aquí es la siguiente: uno, paseas con tu nariz apuntando al cielo, y dos, piensas tanto en ti mismo que has acabado por elevarte a la altura de las nubes. Mirar de cerca un modismo en otro idioma es una experiencia a la par sorprendente y cautivadora y el serbio tiene algunos muy interesantes, como nisam pao s kurske (no me caí de un peral), que es una expresión análoga al dicho español «no me he caído de un guindo». También su versión de «cuando los cerdos vuelen», refiriéndose a la posibilidad de que suceda lo imposible, deja un regusto frutal: «kad na vrbi grozde» (cuando las uvas crezcan en los sauces).

JARDINES EFÍMEROS, Javier Serrano

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JAVIER SERRANO SÁNCHEZ, Jardines efímeros. Me acuerdo, Libros de Ítaca, Madrid, 2017, 102 páginas.
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Leemos en la contraportada: «Jardines efímeros es un cajón de sastre de reminiscencias individuales y a menudo colectivas». Javier Serrano consigue enhebrar, en el hilo que comenzaron a tensar Joe Brainard o Georges Perec, una colección de fogonazos que iluminan el viaje hacia Ítaca de un lector felizmente perplejo.
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...me acuerdo de que cuando era pequeño mi madre siempre me decía que debía llevar puestos calzonzillos limpios, por si me atropellaba un coche y me tenían que llevar a un hospital...
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...me acuerdo de una foto de Robert Wlaser muerto sobre la nieve en las afueras del psiquiátrico donde residía...
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...me acuerdo de que las únicas flores que nacían en el parque de Los Pinos eran fácidos condones con semen y jeringuillas con restos de sangre...
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...me acuerdo de la atracción que producían en mí los imanes...
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...me acuerdo de que en el año 2000 estuvo a punto de acabarse el mundo...
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...me acuerdo de un tipo de mi barrrio que dormía en un Peugeot 306 blanco...
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...me acuerdo de una frase de mi padre: «A ver quién te va a limpira el culo cuando seas viejo»...

LA VENTANA INVERTIDA, Miguel Catalán

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MIGUEL CATALÁN, La ventana invertida y 130 paradojas más, Trea, Gijón, 2015, 48 páginas.
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Hace quinientos años que no creemos en los milagros, trescientos que no creemos en las brujas y cien que no creemos en los fantasmas. Sólo nos faltan cien años más para dejar de creer en los expertos.
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Uno se come más a gusto la pata de un conejo cuando piensa que es una pierna irracional.
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El escaparate es una ventana invertida.
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Al dictar aquella conferencia, la vista se me iba una y otra vez al único espectador distraído. Aunque los otros atendían con interés, siempre terminaba dirigiéndome a él. Quería ganármelo aun a costa de perder al resto.
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La corona de espinas es una corona de rosas dejado pasar el tiempo.
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La quemante luz de la verdad.
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La identidad no existe en el tiempo y el espacio, sino sólo en el fabuloso reino de la lógica. En el mundo de la experiencia sólo existen las grandes y pequeñas diferencias.
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Las malas imitaciones son ridículas. Las buenas, siniestras.
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Libros que hay que sacarse de encima como si fueran una muela.
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Siendo la doxa la opinión común, todo pensamiento original tiende a ser paradójico.

DESCENDENCIA IMAGINARIA, Alexandr Zchymczyk

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ALEXANDR ZCHYMCZYK, Descendencia imaginaria, BUAP, Puebla, 2014.

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DESPEDIDA DEVASTADORA

   En el andén de una estación de ferrocarril una dama se despide. Agita con fuerza su pañuelo mientras el tren se aleja sobre los rieles. Cuando el último vagón desaparece sus lágrimas comienzan a caer; luego cae su sonrisa, después los brazos, sus senos, las piernas… hasta que sólo queda un montón de tristeza sobre las vías y en el aire un tembloroso pañuelo blanco.

EL SONIDO DE LAS HOJAS, Cristina Rascón

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CRISTINA RASCÓN, El sonido de las hojas, Cuadrivio, México D.F., 2014, 98 páginas.
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AVISO

   El fantasma cruzó las piernas y encendió un cigarrillo. Vos estás muerta, dije yo, con el miedo temblando en los dientes. Vos también, rió con sadismo. 

INVENTARIO DEL CRIMEN, Gerardo Farías

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GERARDO FARÍAS, Inventario del crimen, Diablura Ediciones, Toluca, 2016.

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CONSEJO PARA TURISTAS


   Si los turistas acercan sus oídos a los muros de los templos, podrán escuchar el latido de su corazón rebotando. El eco de ese sonido arrastrará los gritos atrapados de la gente sacrificada en otros tiempos. Toda víctima, para estar en paz, necesita que su tragedia sea escuchada. Peguen bien la oreja y déjenlos quejarse un buen rato, después pueden irse a tomar las fotos que quieran.

CUENTOS POPIULARES DEL RIF, Zoubida Boudhaba Maleem

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ZOUBIDA BOUDHABA MALEEM, Cuentos populares del Rif contados por mujeres cuentacuentos, Miraguano, Madrid, 2007, 236 páginas.

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Daniela Merolla en El arte de contar cuentos en el Rif señala la significación de las producciones orales bereberes que evidencian la «influencia de la tradición árabe».
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YUSSUF

   Este era un hombre que tenía varios hijos y que amaba especialmente al más pequeño, que era Yussef, a quien quería y mimaba mucho. Un buen día, se fueron todos los hermanos a pescar y, a la vuelta, al pequeño le entró tanta sed que les pidió a sus hermanos mayores que le llevaran a beber al pozo más próximo. Uno de los dos hermanos le contestó:
   —Espera un poco, Yussef, que enseguida vas a beber agua.
   Cuando llegaron al pozo, lo ayudaron entre todos a bajar, pero lo dejaron allí, pues le tenían envidia por el trato que le daba el padre y estaban deseando quitárselo de en medio. Así que Yussef empezó a gritar desde el fondo del pozo, aunque ninguno le hizo caso, y todos se fueron de allí. Cuando llegaron a su casa, lo primero que hizo el padre fue preguntar por él:
   —Y vuestro hermano, ¿dónde se ha quedado?
   Uno de los hermanos dijo:
   —No sabemos dónde se ha quedado, cuando nos dimos cuenta ya no estaba con nosotros.
   Pasó el tiempo, y Yussef aprendió a sobrevivir dentro del pozo, alimentándose de las raíces y del verdín que crecía en sus paredes. Y para dormir usaba trozos de cañas de bambú con los que se hizo una cama que flotaba en el agua.
   Mientras tanto, el padre perdía la esperanza de encontrar a Yussef con vida. Aunque ya no creía que le fuera a encontrar, salía todas las mañanas a buscarlo por todas partes canturreando para ver si le escuchaba. Y así y así, al no encontrarle, le entró tanta pena que se quedó ciego. 
   Un día fueron a buscar agua al pozo los criados del rey, y se llevaron una gran sorpresa al encontrar a Yussef medio moribundo dentro del pozo. Lo sacaron rápidamente y se lo llevaron al palacio para cuidarlo. Y le cayó tan bien al rey que decidió darle trabajo y dejarlo vivir con sus criados.
   Un día, como necesitaban trigo en el palacio, fueron a una de las plantaciones a comprarlo y casualmente la cosecha pertenecía al padre de Yussef. Yussef se dio cuenta desde el principio, pero se cuidó de pasar desapercibido delante de los hermanos. No dejaba de buscar al padre con la mirada: mientras hacía su trabajo, de vez en cuando alzaba los ojos y miraba a ver si localizaba al padre. Pero terminaron de cargar el trigo y el padre no había aparecido por ningún lado.
   Sin embargo se las ingenió para volver al día siguiente por su cuenta a buscarlo: se olvidó adrede la balanza del peso y así tuvo una excusa para volver. Y eso es lo que hizo, y cuando volvió al día siguiente, llamó directamente a la puerta de su casa, se tapó con su chilaba, le abrieron y le hicieron pasar sin saber quién era. Buscó desesperado al padre y se lo encontró sentado en una esquina lleno de tristeza, se acercó a él, se sacó su pañuelo del bolsillo y le pidió a su padre que se lo pasara por la cara. Al oler el padre el pañuelo empezó a ver y gritó:
   —Eres Yussef, mi hijo… ¡estás aquí!
   —Sí papá, por fin estoy contigo.
   Le contó todo lo que había pasado y el padre castigó muy duramente a todos los hermanos.
   Y después de andar por aquí y por allí, me puse el calzado y se me rompió. 

Alhucemas, 29 de julio de 2002

LA CAJA PÚBLICA, Anna Genovés

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ANNA GENOVÉS, La caja pública, Createspace Independent Pub, 2014, 264 páginas.

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HUEVOS DE MADERA
 Zurze como antaño
zurce sin saber coser
su corazón está afligido
su alma del revés

  Mi madre tenía un huevo de madera para zurcir calcetines. Estaba abollado y cada uno de sus badenes era una historia. Lo había heredado de mi abuela, y ésta, de la suya. Así, hasta llegar a un tiempo perdido en la memoria. Quizás los albores del XIX o en tiempos de Jack, ése que destripaba a los espíritus pútridos que marchaban ondulantes por los callejones de roñas y máculas seminales. Ellas también zurcían: los calcetines agujereados, las bragas que no tenían, los corsés que no usaban y sus cuerpos llenos de cicatrices. Después ese horror pasó. Llegaron otros… Todas las madres tenían huevos zurcidores.
   El de mi madre, estaba oculto en un costurero de mimbre redondo con interior de cuadros azules, anudado por un cordón marrón. Cada mañana, tras recoger la ropa tendida en la terraza, plegaba la colada y revisaba todas y cada una de las prendas. Luego, guardaba cada pieza en su sitio. Por último, abría el nudo que ella misma había hecho horas antes, y recosía los calcetines con boquetes. Los de papá sólo los remendó hasta que cumplí cuatro años. Después permanecieron en el cajón esperando que volviera, pero nunca regresó. Era verano y hacía mucho calor. No me dejaban verlo; jugaba en el balcón con mis amigos imaginarios. Siempre fui solitaria. Un hermoso capullo de cabellos taheños y ojos chispita. Papá, pasó como un fantasma. Sábana al uso de la toga romana y rostro cerúleo. Lo llamé; no contestó. Sus ojos esmeraldinos, goteaban lágrimas alabastrinas bajo las gafas de pasta negra. Pasaron horas, quizás algún día o incluso semanas. Me asomé a la barandilla de forja, vi una furgoneta verde ―¡qué risa! El color de la esperanza―. Era demasiado pequeña para leer. No obstante, escribía cuentos en mi clarividencia. Ese día escribí uno de terror: el primero. El vehículo tenía unas letras melancólicas: “funeraria”. No sabía su significado y, a la vez, lo comprendí todo.
   La enorme casa de pasillos interminables y habitaciones espaciosas, se quedó vacía. Demasiado grande para dos almas desoladas por un calvario perpetuo. En invierno hacía un frío aterrador y no había estufa. Seguimos utilizando calcetines: unos encima de otros. En verano, los lagrimeos de sudor resbalaban por nuestros cuerpos; nunca tuvimos ventilador. El bochorno atenazaba nuestras mentes envueltas en tiempos caducos. Mamá y yo, fuimos una pareja de hecho ―triste y apática― durante muchos años. Ella siguió remendando mis calcetines hasta que utilicé medias. Luego, también las zurció. Empero, no me agradaban. Prefería pantalones. Ambas seguíamos con calcetines de lana y algodón. Nunca había uno desparejado. Los tenía tan controlados como la manduca de la nevera. Guardaba su óvulo como si fuera un tesoro. Antes no lo comprendía. Ahora lo echo de menos. Me enseñó a reforzar las prendas desquebrajadas. Es tiempo de olvidar el pasado y recomponer el presente. Necesitamos salvavidas para seguir en este mundo hundido en un pozo. Mañana, me acercaré a los chinos y compraré un huevo de madera. Es época de zurcir los calcetines que tenemos.

SAINT-EXUPÉRY: EL MALETÍN DE LOS RECUERDOS, Patrick Poivre D´Arvor

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PATRICK POIVRE D'ARVOR, Saint-Exupéry: el maletín de los recuerdos, Plataforma, Barcelona, 2017, 204 páginas.
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En el Prefacio (pp. 7-8) expresa su deseo de que con este breviario sentimental de recuerdos sobre Saint-Exupéry pueda agradecer todas las «enseñanzas que nos ha legado a todos, niños y adultos del mundo entero».
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EL PRIMER VUELO

   Ambérieu. Aquí es donde empezó todo; aquí es donde Antoine voló por primera vez en su vida. Tenía apenas 12 años. Era julio de 1912. Desde hacía tres años, unos apasionados de la aviación organizaban un festival. En 1909, Louis Blériot atravesó por primera vez el canal de La Mancha y despertó un gran entusiasmo por la conquista de los cielos. Un piloto, Louis Mouthier, fundó una escuela de aviación en Ambérieu, a poca distancia de Saint-Maurice-de-Rémens, desde donde Saint-Exupéry se desplazaba a menudo en bicicleta para asistir a las demostraciones de los mejores. A unos cuantos kilómetros, en Bourg-en-Bresse, otro evento aéreo convocaba a miles de espectadores. Y el 15 de julio de 1912 una multitud todavía mayor asistía a la principal atracción: la actuación del mejor piloto en velocidad y altitud, Gastan Olivares. A 70 metros del suelo, el avión de Olivares entra en una turbulencia y se estampa contra el suelo. La muerte de Olivares, sin embargo, no disuadiría a Antoine de probar suerte unos años más tarde. Durante largo tiempo se creyó que el bautismo de aire se lo había ofrecido a Antoine el famoso Jules Védrines, el primero en pasar clandestinamente bajo el Arco de Triunfo y en posar su avión sobre el tejado de las Galerías Lafayette para hacer publicidad a un establecimiento al que nunca le ha faltado imaginación en esta materia. Hace treinta años, no obstante, el mecánico Alfred Thénoz descubrió una postal firmada por Saint-Exupéry en la que aparecen dos hermanos que morirían a bordo de un avión en 1914. Los hermanos Salvez se llamaban en realidad Wroblewski, y uno de ellos, Gabriel, invitó a Antoine a su primer vuelo: dos vueltas al aeródromo. El niño le aseguró que tenía el permiso de sus padres... Fue un momento mágico para el futuro aviador. Hacía ya dos años que Tonio soñaba con comprar un avión para sobrevolar con su hermana Simone el jardín donde jugaban. Ella lo contaría más tarde: 

   Lo que él esperaba, sobre todo, era que abajo la multitud rugiera: 
 «¡Viva Antoine de Saitit-Exupéry!».

DIOS ES UN CHISTE, Juan Abarca

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JUAN ABARCA, Dios es un chiste, Ven y te lo cuento, Barcelona, 2011, 176 páginas.

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CENA CHINA A DOMICILIO

   Llama al restaurante chino y pide comida a domicilio. Pide lo que te apetezca y, mientras lo haces, imagina que el hombre que te atiende está siendo amable por inercia, por corrección. Está siendo amable porque le toca ser amable, pero está sometido a una presión enorme. Las circunstancias lo tienen atenazado, asfixiado. Le comen las deudas, la presión social de su entorno y también la del mundo exterior. Mientras apunta los rollitos de primavera y el arroz con gambas, un sudor frío le congela el rostro, y sus piernas se agitan muchas veces con movimientos breves y rápidos, en una convulsión insoportable. Te está atendiendo, pero lo que necesita realmente es colgar sin más explicación y salir a la calle a gritar, a dar golpes a las paredes, a los coches, a asustar a la gente con una mirada por fin sincera. Te van a traer el encargo con puntualidad, pero el tipo que te atiende al teléfono se siente crispado, vacío, violento, desesperado. Se siente como si ya hubiera muerto. Nunca se sintió peor. Quizá luego se calme, se marche a su casa y mañana será otro día, pero quizá no pueda librarse de sí mismo y se trague un frasco de somníferos y una botella entera del licor de hierbas que tiene tan al alcance de la mano. Quizá sea la última vez que hables con él, y nunca lo sabrás porque para ti los chinos son todos iguales. Misma cara, misma voz y misma simpatía detrás de la cual nunca sabrás qué demonios ocultan.

CITAS SOBRE LOS LIBROS, LA ESCRITURA Y LA LECTURA, Bart Van Aken & Gert Dooreman

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BART VAN AKEN & GERT DOOREMAN, Citas sobre los libros, la lectura y la escritura, Editorial Gustavo Gili, Barcelona,2017, 208 páginas.

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Subtitulado Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca, contiene cien citas presentadas con originales grafismos de Dooreman.
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Ein Buch muß die Axt sein für das gefrorene Meer in uns.

   Franz Kafka (1883-1924) fue un escritor de novelas y relatos en lengua alemana. Considerado universafmente como uno de los autores más influyentes del siglo XX, fue fuente de inspiración para creadores como Albert Camus, Jean-Paul Sartre y Gabriel García Márquez. Tras concluir su formación en leyes, Kafka empezó a trabajar para una compañía de seguros.
   En sus ratos libres se dedicaba a escribir relatos. Con el tiempo se dio cuenta de que esta era su verdadera vocación y durante el resto de su vida lamentó tener que dedicar tanto tiempo a su trabajo. Solo unas pocas de sus obras se publicaron en vida del autor. Sus obras más conocidas, El proceso, El castillo y La metamorfosis, vieron la luz póstumamente gracias a la mediación de Max Brod, quien ignoró los deseos de Kafka de destruir todos sus manuscritos.

DESNUDA LUZ DEL TIEMPO, María Ángeles Manzano Romera

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MARÍA ÁNGELES MANZANO ROMERA, Desnuda luz del tiempo, Polibea, Madrid, 2017, 92 páginas.

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Este poemario contiene, en su sección Soledades, un conjunto de textos vertidos sobre el molde métrico del haiku.

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Rincón de nieve.
La tibia flor de marzo
aún no rompe.

EN LOS SENDEROS DEL BOSQUE, Francisco Basallote

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FRANCISCO BASALLOTE, En los senderos del bosque, Sociedad Vejeriega de Amigos del País, Vejer de la Frontera, 2008, 96 páginas.

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El volumen incluye acuarelas realizadas por el autor para acompañar y dialogar con sus propios haiku.

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En el arcén
una mancha violeta,
florece el cardo

CUATRO MENDRUGOS DE PAN, Magda Hollander-Lafon

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MAGDA HOLLANDER-LAFON, Cuatro mendrugos de pan, Periférica, Cáceres, 2017, 116 páginas.

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Los profesores Nathalie Caillibot y Régis Cadiet en Nota histórica (pp. 135-151) relatan brevemente la terrible peripecia vital de Magda Hollander-Lafon de la que surgió el proyecto pedagógico que se concretó en la película L’humanité ou la mémoire d’Auschwitz. El lector recorrerá con la autora el camino que la llevó De las tinieblas a la alegría.
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LOS PIOJOS

   Recuerdo esos minúsculos bichos traicioneros y tenaces que me incordiaron, picaron y devoraron durante meses.
   Son de diferentes tamaños, colores y familias. Los hay negros, bien hermosos, de los que se desplazan con pereza pero que no se detienen si no es para clavar la trompa en el lugar elegido. Los blancos, transparentes y menudos, se apiñan en las costuras de la ropa. Los otros, de cabeza rubia y barriga negra, ágiles y voraces, se acomodan en nuestras heridas y se deleitan sin preocuparse de nosotros.
   Nunca me aburro en su compañía: si uno de los grupos se ha saciado, otro vuelve a tener hambre y toma el relevo. Los piojos están presentes día y noche. Con el tiempo y la costumbre se hacen indiscretos. Llevan su audacia al punto de pasearse por la nariz y la barba de los SS, que no pueden tolerar tal imagen, como almas de élite que son, limpias por excelencia. Se impone una buena sesión de desinfección.
   Desnudas y temblorosas, con los paquetes de efectos personales apretados contra el cuerpo, nos devora un inmenso vientre de cemento. Un tonel para la ropa, una ducha fría para nosotras y luego, a desfilar ante una bomba de bicicleta que escupe una niebla blanca. Un bombazo a la izquierda, otro a la derecha y salimos blancas, rapadas, frías y llorando de despecho ante los espectadores burlones. Cada sesión es, además, un momento de selección lleno de riesgos. Si por desgracia nos dejamos aturdir por el hambre o el olor, los perros están ahí para llamarnos al orden.
   Al final de la sesión nos tiran la ropa por encima de una pequeña barrera. Los trapos no son nunca de nuestra talla. Fuera, mientras esperamos a las demás, intentamos intercambiarlos entre nosotras. Es una operación que comporta riesgos, dadas las miradas de alambre de espino que nos rodean. En alguna ocasión salí victoriosa. Sin embargo, también alguna noche volví con vestido de cola y los pies enfundados en zapatos inmensos. Los organizadores de nuestra estancia se divertían viéndonos con esas pintas.
   En la paja de los barracones nos esperan nuestros pequeños huéspedes negros, blancos o bicolores. Nos guardan rencor por haberlos dejado solos tanto tiempo. Vuelven a nosotros con voluptuosidad.

LOS OJOS DE MEDUSA, Benjamín Barajas

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BENJAMÍN BARAJAS, Los ojos de Medusa, Renacimiento, Sevilla, 2017, 76 páginas.

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Hiram Barrios es el responsable de prologar a uno de los aforistas mexicanos más destacados del presente.
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Quizá Voltaire sea uno de los primeros beatos del ateísmo. Sus obras literarias y de pensamiento nos dejan un hálito de religiosidad pura.
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Bernardo de Balbuena inicia en México el estilo fastuoso, dramático y engolado, de gran prosapia hasta nuestros días.
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La fama de los escritores mexicanos es inversamente proporcional a sus fobias y chovinismos.
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Las obras de arte, grandes o pequeñas, son el vivo testimonio de los defectos de su creador.

GATO SIN DUEÑO, Tan Taigi

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TAN TAIGI, Gato sin dueño, Satori, Gijón, 2017, 160 páginas.

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Tan Taigi, uno de los haijin más destacados de la literatura japonesa, se incorpora con este volumen a la magnífica colección "Maestros del Haiku" de la editorial Satori y su cuidada edición bilingüe: 70 poemas en traducción de Fernando Rodríguez-Izquierdo.
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 太


hakikeru ga tsui ni wa hakazu ochiba kana


Iba a barrerlas
y acabé no barriéndolas:
las hojas secas.

DIECINUEVE O VEINTE LÍNEAS, Nieves Viesca

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NIEVES VIESCA, Diecinueve o veinte líneas, Septem Ediciones, Oviedo, 2009, 68 páginas.

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LA RED SIN PESCADOR

Mis hilos son la muestra del cansancio que destila la pesca del atún. Yo era una más, dentro del maremagno de redes empleadas en la almadraba. Al amanecer, si habían entrado los atunes, la flota se ponía en marcha desde el puerto. El capitán dirigía el laberinto de las faenas, destinadas a acumular a los comestibles peces en el copo. Tras esta ardua labor, todos los brazos eran requeridos para jalar las redes desde los barcos que cercaban a los copos. En cuestión de segundos, ochenta, cien, doscientos atunes, enloquecidos por la levantada, se revolvían sobre sí mismos. Dando aletazos, las víctimas hambrientas de vida luchaban creando un universo de espuma mezclado con el patetismo de un estruendo ensordecedor. Algunos marineros bajaban entonces de los barcos y caminando sobre tirantes redes, enganchaban los atunes con un bichero. Era el momento en que las hebras de mi malla y el agua se teñían de sangre. Atuneros como Boliche o Camarote permanecían pensativos. Semejando la conjunción del mar y las rocas, el horizonte de sus caras se tornaba en pendientes calles con pasadizos en zig-zag. Una quisiera, que las capturas y los pescadores relacionados con nuestros recuerdos fueran igual que yo; una trama hecha de anudados hilos formando un tejido fino y a la vez resistente. Pero desgarra el peso del vacío. Mi existencia, encallada en la arena de Candás, no representa nada sin el vendaje de unas manos como las de Boliche o Camarote. Sin el sustento de esta banda de gasa soy herida por cubrir, miembro, hueso roto. Tejido de sueltas filas transversales escurriéndose en un momento de desmayo.

DE LOS DERROTEROS DE LA PALABRA, Atilano Sevillano

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ATILANO SEVILLANO, De los derroteros de la palabra: microrrelatos, Celya, Salamanca, 2010, 124 páginas.

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SCHEREZADE

   Los cuentos tienen sus falsificaciones. De boca a boca nos ha llegado el rumor de que la joven, bella y astuta Scherezade no relató mil y un cuentos. Tras narrar doscientos ochenta, lamentó estar falta de inspiración, y sólo se le ocurrió un relato hiperbreve.

LEER, André Kertész

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ANDRÉ KERTÉSZ, Leer, Periférica & Errata naturae, Cáceres, 2016, 76 páginas.

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En Palabras preliminares (pp. 5-9) Alberto Manguel predispone sobre el trabajo de Kertész: «Bajo la doble influencia del dadaísmo temprano y del incipiente periodismo documental, la cámara de Kertész encuentra en la realidad objetiva sus límites absurdos». El lector como insolente mirón de la intimidad otros lectores.
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MUJERES DE CIENCIA, Rachel Ignotofsky

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RACHEL IGNOTOFSKY, Mujeres de ciencia, Nórdica / Capitán Swing, Madrid, 2017, 128 páginas.

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«Las mujeres que aparecen en este libro tuvieron que luchar contra los estereotipos para poder desarrollar las carreras que deseaban. Rompieron reglas, publicaron bajo seudónimos y trabajaron por el afán de aprender sin ninguna ayuda.» leemos en la Introducción (pp. 6-7) de este libro divulgativo que presenta semblanzas de estas 50 intrépidas pioneras que cambiaron el mundo: De Ada Lovelace a Wang Zhenyi, pasando por Hipatia, Elisabeth Blackwell, Hedy Lamarr o Marie Curie.

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GERTRUDE ELION [FARMACÓLOGA Y BIOQUÍMICA]

   Gertrude Elion nació en 1918 y creció en el Bronx, en Nueva York. Fue una gran estudiante que adoraba todas las asignaturas del instituto y se graduó pronto, a los quince años. No sabia cuál iba a ser su carrera hasta que su abuelo falleció a causa del cáncer. Decidió dedicar su vida a luchar contra la enfermedad.
   Durante la Gran Depresión, a la hora de contratar a alguien, las universidades dieron prioridad a los hombres. Gertrude se había licenciado con honores en el Hunter College, pero las escuelas superiores no ofrecían ninguna ayuda económica a las mujeres, y los trabajos de química eran escasos. Finalmente, después de muchos trabajos tediosos y de un año de escasez económica, formando parte del programa de posgrado de la Universidad de Nueva York, encontró un lugar en el que poder investigar sobre el cáncer en la compañía farmacéutica Burroughs Wellcome.
   El grupo dejó de utilizar el sistema habitual de ensayo y error para desarrollar fármacos. Junto a George Hitchings, estudió la diferencia existente entre células sanas y células anormales y cómo estas últimas se reproducen, para así poder crear fármacos que destruyan únicamente las células enfermas. Gertrude era la encargada de estudiar los ácidos nucleicos del ADN y de ver cómo podían utilizarse para impedir que los tumores se propagaran.
   Empezó a trabajar mientras estaba acabando su doctorado a tiempo parcial por la noche. Su facultad le pidió que dedicara al doctorado todo su tiempo y que dejara el trabajo, pero éste le gustaba tanto que, en lugar de hacerlo así, lo que abandonó fue el programa de doctorado. Fue la decisión correcta. Gertrude, continuó creando diferentes medicamentos que salvaron miles de vidas. En 1950, creó dos fármacos para tratar la leucemia, con lo que empezó una nueva era en la investigación del cáncer.
   Gertrude continuó trabajando con muchas otras enfermedades. En 1978 se produjo otro gran avance, cuando creó un método mediante el cual los antivirales podían dirigirse con precisión hasta los virus sin dañar células sanas. El fármaco resultante se usa para tratar el herpes y ha sido la base de muchos otros antivirales.
   La investigación farmacológica de Gertrude salvó miles de vidas y logró avances enormes en el tratamiento con fármacos. Cuando se te preguntaba por su éxito favorito, respondía: «No discrimino entre mis hijos».


CUENTOS, Emilia Pardo Bazán

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EMILIA PARDO BAZÁN, Cuentos, Lumen, Barcelona, 2011, 408 páginas.

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Eva Costa, responsable también de la selección, dice en el Prólogo (pp. 9-18) de los relatos de Pardo Bazán: «han resistido bien el paso del tiempo; mejor que algunas de sus novelas y tanto como sus críticas literarias o sus crónicas de opinión o de viajes».  
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MEMENTO

   El recuerdo más vivaz de mis tiempos estudiantiles —dijo el doctor sonriendo a la evocación— no es el de varios amorcillos y lances parecidos a los que puede contar todo el mundo, ni el de ciertas mejillas bonitas cuyas rosas embalsamaron mis sueños. Lo que no olvido, lo que a cada paso veo con mayor relieve, es..., la tertulia de mi tía Gabriela, doncella machucha, a quien acompañaban todas las tardes otras tres viejas apolilladas, igualmente aspirantes a la palma sobre el ataúd.
   Reuníanse las cuatro, según he dicho, por la tarde —pues de noche las cohibían miedos, achaques y devociones— en el gabinetito, desde cuyas ventanas se divisaban los ricos ajimeces góticos y los altos muros de la catedral; y yo solía abandonar el paseo —a tal hora lleno de muchachas deseosas de escuchar piropos— para encerrarme entre aquellas cuatro paredes vestidas de un papel rameado que fue verde y ya era blancuzco, sentarme en la butaca de fatigados muelles, anchota y blandufa, al cabo también anciana, y recibir de una mano diminuta, seca, cubierta por la rejilla de un mitón negro, palmadita suave en el hombro, mientras una cascada voz murmuraba: «Hola, ¿ya viniste, calamidad? Hoy se muere de gozo Candidita».
   De las solteronas, Candidita era la más joven, pues no había cumplido los sesenta y tres. Según las crónicas de los remotos días en que Candidita lozaneaba, jamás descolló por su belleza. Siempre tuvo el ojo izquierdo algo caído y las espaldas encorvadas en demasía. Lo que en ella pudo agradar fue su seráfica condición. Poseía Candidita, en relación con su nombre de pila, alta dosis de credulidad y buena fe. Cuanta paparrucha inverosímil se me antojase inventar, la tragaba Candidita sin esfuerzo; en cambio no había quien la convenciese de la realidad de picardía ninguna. Su alma rechazaba la maledicencia como se rechaza un elemento extraño, de imposible asimilación. Yo me divertía infinito disputando con Candidita cuando se negaba a dar crédito a maldades notorias...; y al hacerlo, sentía germinar en mi corazón una especie de ternura, un misterioso respeto por la inocente, que sin quitarse su traje de merino negro y sus zapatos de oreja, subiría al cielo al momento menos pensado.
   Mi tía Gabriela, en cambio, era sagaz, lista como una pimienta. Su vida retirada, en una soñolienta ciudad de provincia, le impedía conocer a fondo el mundo, y quizás exageraba las trastadas y gatuperios que en él se cometen, pero acercándose a la realidad y juzgando mil veces con maligno acierto. Preciada de su linaje, con pergaminos y sin talegas, la tía Gabriela era una señora a la vez modesta e imponente, chapada a la antigua, de alma más enhiesta que un lanzón; las otras tres solteronas parecían sus damas de honor, antes que sus amigas.
   Doña Aparición era la curiosidad de aquel museo arqueológico. Hermosa y mundana en sus verdores, conservaba, a los setenta y seis, golpes de coquetería y manías de adorno que hacían fruncir los labios a mí tía Gabriela, tan majestuosa con su liso hábito del Carmen. El peluquín de doña Aparición, con bucles y sortijillas de un rubio angelical; su calzado estrecho; sus guantes claros de ocho botones;, sus trajes de seda a rayas verde y rosa; sus abanicos de gasa azul, y el grupo de flores artificiales que prendía graciosamente su mantilla, nos daban harto que reír.
   Como estaba semiciega y casi sorda y la vestía su fámula, a lo mejor traía la peluca del revés, o en la nariz el toque de carmín de las mejillas, o los guantes uno lila y otro pajizo; y como padecía de gota, el cepo de las botitas prietas llegaba a mortificarla tanto que mi tía le prestaba unas holgadas pantuflas. En caso tal exclamaba infaliblemente doña Aparición: «Jesús! Nunca me pasó cosa igual. Un pliegue de la media me desolló el talón... Es un fastidio tener tan fino el cutis».
   No sería doña Peregrina, la cuarta solterona, la que se impusiese torturas para presumir de pie. Al contrario: se declaraba sans façon. Reducida a mezquina orfandad, compraba en los ropavejeros sus manteletas color de ala de mosca. Por lo demás, era mujer de empuje y brío, alta, gruesa, de una frescura rancia —si es licito expresarse así—, viva de ojos y arrebatada de color, amiga de la broma, pero gazmoña a ratos, siempre dentro de la nota del buen humor y la marcialidad.
   ¡Cómo me festejaban aquellas cuatro señoras! Hay sitios adonde vamos atraídos, no por nuestro gusto, sino por el que damos a los demás. Diez años haría tal vez que las solteronas no veían de cerca un semblante juvenil, Mi presencia y mi asiduidad eran un rasgo de galantería de incalculable precio, que halagaba la nunca extinguida vanidad sentimental de la mujer. El mozo que quiera ganar buen nombre, sea amable con las viejecitas, con las desechadas, con las retiradas del juego. Las muchachas nada agradecen. Aquellas cuatro inválidas, con su manso charloteo, me crearon una reputación fabulosa de discreto, de galán, de simpático, de estudioso. A su manera, me allanaban el camino de una lucida posición y de una boda brillante. En los exámenes yo podía contestar mal o bien, que segura tenía la nota: tal labor subterránea hacían mis solteronas con los catedráticos. En mi salud no cesaban de pensar. «Vienes descolorido, Gabriel... ¿Qué tienes? ¡Ojo con las bribonas!» Y me enviaban remedios caseros, y piperetes, y vinos cordiales, y reliquias milagrosas, y hasta sábanas, por si las de la posada no eran «de confianza».
   A fin de animar la tertulia, se me ocurrió leer en alto versos y novelas románticas. Auditorio semejante no lo ha soñado ningún lector. Diríase que, para escuchar, hasta la respiración suspendían. Según avanzaba la lectura, crecía el interés. Una indignación, cómica a fuerza de ser ingenua, contra los traidores; un terror vivísimo cuando los buenos iban a caer en las emboscadas de los malos; un gozo pueril cuando la virtud salía triunfante... Las exclamaciones me interrumpían. «¿Ese pifio se equivoca y toma el veneno? ¡Castigo de Dios!» «¡Ay, que si Gontrán entra en el bosque encuentra al otro con el puñal! Que no entre, que no entre!» «Jesús, al fin le da la puñalada!» «¡Infame!» «¿Ve usted como el niño que robó el titiritero era hijo de la princesa?», etcétera. En los episodios vehementes, cuando los amantes se dicen ternezas al claror de la luna, las solteronas se deshacían. Un leve sonrosado animaba las mejillas amarillentas; se humedecían los áridos ojos; los encogidos pechos anhelaban; aparecíase el bello fantasma de la lejana juventud, y un aura dulce y tibia agitaba un momento aquellos espíritus resignados, como el aire primaveral agita el polvo de una tierra seca y estéril.
   Llegó el plazo en que yo tenía que emprender mi viaje a la corte para cursar el doctorado. Di la noticia a mis solteronas, y aunque no podía sorprenderlas, no fue menor el efecto que produjo. Mi tía Gabriela, sin perder el compás de la dignidad, se puso temblona y me advirtió, en frases que revelaban ternura, que era preciso excusar a los viejos si se afectaban en las despedidas, porque no estaban seguros de volver a ver a los que partían. Doña Peregrina manoteó, protestó, bufó, me insultó, y al fin se echó a llorar como una fuente. Doña Aparición suspiró, alzó la vista al cielo y dijo haciendo monerías; «Un joven de estas prendas..., naturalmente, ¡va a lucir en la corte! Mañana recibirá usted un alfiler de esmeraldas..., que fue de mi papá». Por su parte, Candidita guardó silencio y a poco se levantó, asegurando que tenía que hacer una visita urgente. Aproveché el pretexto para abreviar la escena; salí con ella, la ayudé a ponerse el mantón y le ofrecí el brazo por la escalera de peldaños carcomidos.
   De repente, en el primer descanso, escuché un ahogado sollozo; unos brazos endebles me rodearon el cuello, y una cara fría como la nieve se pegó a mis barbas. Comprendí de súbito..., y, créanlo ustedes, me quedé más volado y más compadecido que si viese a mi propia madre de rodillas ante mí! Noté que Candidita pesaba como pesan los cuerpos inertes; la supuse desmayada y la arrimé al balaustre, tartamudeando lleno de piedad: «Adiós, adiós, ya sabe que se la quiere». Mas como no me soltaba, me encontré ridículo y la rechacé... Al hacerlo, me pareció que estaba degollando a una ovejuela enferma, y la lástima me obligó a volver atrás y corresponder al abrazo de Candidita con una caricia rápida y violenta, filial y santa en la intención, Después eché a correr y salí a la calle, resuelto a no volver por la tertulia. ¡Ah, eso sí! La caridad tiene sus límites... Y ahora, que también soy viejo yo, suelo acordarme de Candidita... ¡Pobre mujer!

HORAS EN UNA BIBLIOTECA, Virginia Woolf

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VIRGINIA WOOLF, Horas en una biblioteca, Seix Barral, Barcelona, 2005, 368 páginas.

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El traductor y editor Manuel Martínez-Lage recuerda que Woolf sólo editó en vida dos libros de ensayos. Esta recopilación completa esa tarea.
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SHELLEY Y ELIZABETH HITCHENER

   Los amantes de la literatura una vez más han de dar las gracias al señor Dobell por el cumplimiento de uno de esos servicios humildes y llenos de paciencia que solo con auténtica devoción puede alguien tomarse la infinita molestia de llevar a buen fin. Las cartas de Shelley a Miss Hitchener ya estaban impresas, desde luego, pero en una edición privada. Ahora las encontramos publicadas con una hechura deliciosa y enriquecidas con una introducción y abundantes notas del propio Dobell, con todo lo cual otro capítulo más en la vida de Shelley resulta más sencillo de conocer y con más enjundia que paladear. Tampoco cabe objetar que la piedad en este ejemplo sea excesiva, pues si bien las cartas son notables sobre todo porque ilustran la naturaleza de un muchacho que, cinco o seis años después de serlo, iba a escribir una poesía requintada, el carácter de Shelley siempre es asombroso. Y a pesar de la verbosidad y de las perogrulladas de su estilo en 1811, es imposible leer esta colección de cartas sin que al punto se tenga una exquisita percepción de escenas difusas, pero revividas de nuevo, y de personajes más o menos tediosos que vuelven a conversar, y de todas las casas de campo y las muy respetables vicarías de Sussex, que vuelven a cobrar vida y a llenarse de damas y caballeros que exclaman «¡Cómo, si un Shelley es ateo!», y que añaden su peso a la intensa comedia, a la intensa tragedia de su vida.
   Elizabeth Hitchener era una maestra de escuela de Hurstpierpoint. Shelley la conoció en 1811, cuando tenía diecinueve años y ella veintiocho. Era hija de un hombre que regentaba una taberna y que era o había sido contrabandista. Toda su educación se la debía a una tal Mrs. Adams, a la que, en el lenguaje de las cartas, llama «la madre de mi alma». Miss Hitchener era delgada, alta, morena, una mujer austera e intelectual, imbuida por el deseo de que las cosas fuesen mejores que las que la sociedad de una provincia pudo proporcionarle, si bien no era, como Shelley se interesó en asegurarle, ni una deísta ni una republicana. Pero probablemente sí era la primera mujer inteligente a la que conoció el poeta; era una mujer oprimida, solitaria, incomprendida y necesitada de alguien con quien pudiera hablar de las placenteras agitaciones de su alma. Shelley entró en la correspondencia con verdadero entusiasmo; ella, no cabe duda, aunque un tanto perpleja y desmañada en su huida, se sintió conmovida y ansiosa por resultar tan apasionada, tan filantrópica y casi tan revolucionaria como él. La primera carta de Shelley es buen indicio de la naturaleza de la amistad; le habla de ciertos libros que, como era natural en los jóvenes ardientes de su calibre, le había prestado: La maldición de Kehama, de Locke, y Sobre la educación nacional, de Ensor. Pasa a atacar su fe cristiana, exclama que «La verdad es mi único Dios» y termina por decir «Pero vea lo que dice Ensor sobre la poesía». Sería delicioso que tuviéramos además las respuestas de Miss Hitchener, ya que algunas alusiones en las réplicas de Shelley muestran de qué modo, en algunas ocasiones, trató ella de poner coto a sus especulaciones. «Toda la naturaleza, salvo la de los caballos —escribió ella—, es armónica, y nace en la desdicha quien ha nacido siendo caballo.» Una «Oda a los derechos de las mujeres» comenzaba diciendo:
   
   ¡Todos, todos somos hombres, las mujeres y todos!
   
   Pero parece que está bastante claro, sin las réplicas de ella, que Shelley no estaba particularmente preocupado por el estado de ánimo que ella tuviera. Dio por sentado con toda tranquilidad que era de un temperameto más exaltado que él, de modo que no iba a ser necesario investigar los detalles, pues podría destinarle a ella, como si se tratara de una deidad impersonal, todos los descubrimientos sorprendentes, todas las ardientes conlvicciones que se le ocurriesen con extraordinaria, asombrosa rapidez, cuando por vez primera el mundo formulase una pregunta concreta y la literatura aportara un gran variedad de respuestas. La pobre maestra de escuela cabe deducir, se alarmó un tanto cuando descubrió con qué corresponsal se había vinculado, a qué especulaciones iba a llevarla, qué opiniones tendría que respaldar con todo y con eso, en todo ello no pudo dejar de percibir un extraño, si no risible alborozo, que le servía de acicate. Por si fuera poco, la relación pronto quedó justificada a raíz del matrimonio de Shelley con Harriet Westbrook. quien dio su visto bueno a la correspondencia. Iba a tratarse de un compañerismo espiritual, de ningún modo inspirado en el amor carnal de ese «bulto de materia organizada que hace de relicario de tu alma». Para colmo, preciso es tener en cuenta el cebo insidioso que tendió Shelley, con su curiosa falta de humanidad, en la carta en la que le explicó el porqué de su boda con Harriet. Rogaba a su «hermana del alma» que le ayudase a educar a su esposa. «Cúlpame [por el matrimonio] si así lo deseas, mi queridísima amiga, pues todavía sigues siéndome mucho más querida; apiádate si quieres de este error, caso de que de él hayas de culparme.» Miss Hitchener, es evidente, era sumamente susceptible a todo elogio de su intelecto, que sutilmente entrañaba un vínculo más estrecho. Sus cartas se fueron tornando más voluminosas, además de mostrar, según declaración de Shelley, «el embrión de un poderoso intelecto». Ahora bien, la profetisa no dejó de tener muy en cuenta la tierra que pisaba, y lo hizo con un ojo astuto, sensato y, debe añadirse, honorable. Era muy consciente de que Harriet podría ponerse celosa, y tampoco quiso pasar por alto las maliciosas chácharas de Cuckfield y atender solamente, como le pidiera Shelley, a la majestuosa aprobación de su propia conciencia. La tragedia, de un tipo tan sórdido como sustancioso, a la fuerza tenía que producirse tarde o temprano, para disolver esta incongruente alianza entre el poeta tempestuoso, cuyas alas eran más fuertes a cada día que pasaba, y la mujer meticulosa pero estrechamente maniatada. La ilusión se sostuvo solo mientras Shelley estuvo en Gales o en Cumbria o en Irlanda, mientras la dama permaneciera en Hurstpierpoint ganándose la vida con sus clases, lo cual ya era noble de por sí, enseñando a los niños chicos, lo cual era más noble si cabe, no en vano enseñar es «propagar el intelecto... domeñar todo error, esclarecer toda mentalidad, y así es mucho lo que se aporta al progreso de la perfectibilidad humana». Así quedó terriblemente destruida la primera de las ilusiones del poeta; se descubrió la traición de Hogg, y el pobre Shelley, más necesitado que nunca de comprensión, recurrió por completo «a quien es prácticamente mi única amiga», como la llama en la que le refiere el duro golpe sufrido.
   Su deseo, reiterado con un énfasis machacón, era que Elizabeth se sumara sin más dilación a su errante grupo doméstico. Harriet, en algunas de las cartas más interesantes del volumen, añadió su encarecida petición a la de su esposo, en un tono que trata, no sin cierto patetismo de imitar su entusiasmo y su generosidad, pero que fácilmente recae, como era de esperar, en mero sentido común más bien quejumbroso tan pronto él deja de oírla. Miss Hitchener rechazó el ofrecimiento durante mucho tiempo, amparándose en variadas razones. Tendría que abandonar la escuela, que era su único medio de subsistencia; pasaría a depender por entero de Shelley; tendría que desafiar a su padre y, además, la gente hablaría mucho y mal. Pero todos estos argumentos, añadidos a la apasionada y nutrida retórica, iban a ser inadmisibles. «El odio del mundo —declara Shelley— es para ti despreciable. Ven, ven y comparte con nosotros el más noble de 1os éxitos, o bien el más glorioso de los martirios. Reafirma tu libertad... Tu pluma... debiera trazar los caracteres que traza para que la nación entera pueda examinarlos.» Fuera cual fuese la razón, ella terminó por ceder, y en julio de 1812 emprendió una desastrosa expedición al condado de Devon. Durante un tiempo todos actuaron a la altura de sus encumbradas misiones. Portia (pues «Elizabeth» ya era un nombre consagrado a la hermana de Harriet) hablaba con Shelley de «pasiones innatas, de Dios, del cristianismo, etc.»; salía a pasear con él, y condescendió hasta el extremo de cambiarse el nombre de Portia, que a Harrier no le gustaba —«pensé que habría resultado más corriente y más plácido de oír»—, por Bessy. El profesor Dowden nos ofrece un singular retrato de época. Shelley y la mujer alta y morena, que no pocos toman por una sirvienta, caminan juntos por la orilla del mar, y lanzan botellas y arquetas llenas de panfletos revolucionarios con la esperanza de que lleguen a una orilla acogedora, pronunciando extáticas profecías en ese ritual. De puertas adentro, ella escribía al dictado de él y leía lo que él indicaba. Pero el declive de esta artificiosa virtud era ineludible; las mujeres fueron las primeras en descubrir que todos los demás eran unos impostores; el propio Shelley no tardó en virar en redondo, presa de una pasión infantil. La hermana espiritual, la profetisa, pasó a ser simplemente «el demonio moreno», «una mujer de planteamientos desesperados y de pasiones horribles», de la que era preciso deshacerse a toda costa, incluso si costara una pensión anual de un centenar de libras. No se sabe si alguna vez llegó a recibir el estipendio; hay una tradición muy verosímil en el sentido de que recobró la cordura tras su asombrosa caída en desgracia, y de que llevó una vida respetable y laboriosa en Edmonton, endulzada por la lectura de los poetas y el recuerdo de sus románticas indiscreciones con el más poeta de todos ellos.

LOS AÑOS AURORALES, Fernando del Val

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FERNANDO DEL VAL, Los años aurorales, Difácil, Valladolid, 2017,

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Recientemente distinguido con el premio Ojo Crítico de Poesía de RNE, Los años difíciles destaca, según consta en el fallo del jurado, por cómo "hondura y originalidad se dan la mano, sirviéndose de un lenguaje sustentado en una musicalidad que, muchas veces, se consigue a través de los silencios".

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hay necrológicas en las incubadoras

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aguas tristes
como prosas de estación y circunstancia

TEXTOS SEDIENTOS Y OTROS RELATOS, León Febres-Cordero

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LEÓN FEBRES-CORDERO, Textos sedientos y otros relatos, Verbum, Madrid, 2012, 80 páginas.
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CRUZAR

   Tras haber estado vagando por encharcadas planicies, temeroso de caer en el lodo y mancillarme, arribé al fin a una primera encrucijada. Al ver cómo se bifurcaba en caminos contrarios a los que no atinaba a encontrar sentido y dirección, sentí que me mareaba y que perdía las pocas fuerzas que aún me mantenían en pie. Entonces, cuando estaba a punto de caer de boca sobre el lodo oprobioso, recordé las palabras de Sócrates en el Fedón que hacen referencia a las muchas ramificaciones y encrucijadas que tiene el camino al Hades. Esas palabras impidieron que terminara de caerme, pues aquello significaba que no había perdido del todo la memoria que había tenido en vida. “Es cierto que el camino a la bien construida mansión es tortuoso y difícil de seguir”, me dije y ello me animó. Me detuve a contemplar la que era mi primera encrucijada. Los caminos no seguían una línea recta sino que se volvían sobre sí mismos, como los largos tubos que me encontré apenas llegado a la planicie y que entrelazados se separaban para succionar la poca sangre que traíamos las almas. Entonces observé hacia el lado de una de las bifurcaciones una agrietada gruta de barro cocido. Era una abertura informe, pero se me asemejó a uno de esos templitos que a veces encontramos al borde de las carreteras. Quizá por eso me llamó la atención y me quedé mirándola. De su interior surgió la imperiosa voz de una mujer que, como un canto, me ordenó: “¡Cruza!”, “¡Cruza!”. Era una voz rubia, ensortijada, sinuosa, fresca. Levanté un pie y una mezcla de terror y de fatiga me lo detuvo en el aire. “¡Cruza!, ¡Cruza!”, seguía entonando la voz que provenía del fondo de aquella tosca abertura. “No puedo cruzar”, dije en voz alta. “Aún no me siento con las fuerzas suficientes para tomar uno de los tantos caminos.” Entonces la voz me respondió: “Cruza y verás que si tomas uno de los más despejados, te llevará hacia bosques tupidos en los que te hundirás y de los que te costará desenmarañarte; y si tomas uno de los más turbios, tras mucho andar te regresará a donde estás. Ciertamente no es fácil el camino al Hades puesto que sus vías son tortuosas, pero has de cruzar para empezar a perderte.” Cuando escuché aquellas desalentadoras y desconcertantes palabras sentí que no había llegado hasta allí para quedarme con el pie alzado, indefinidamente, privándome de mi último destino. Y crucé.

EL HILO DE LA FICCIÓN, José Ángel Barrueco

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JOSÉ ÁNGEL BARRUECO, El hilo de la ficción, Celya, Toledo, 2004, 64 páginas.
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EL FONDO 

   He visto cosas muy extrañas tras la barra de un bar, pero nunca nada tan asombroso como aquel marinero de patillas blancas que un día apareció por mi bodega pidiendo una jarra de vino. Cuando la tuvo entre las manos, se sentó a una de las mesas y, al tiempo que se arremangaba los brazos, fue hundiendo las manos en el fondo del recipiente. Algún parroquiano audaz le preguntó qué intentaba. El marinero fue extrayendo las palmas vacías y turbias de vino, y luego dijo que todo pozo, todo lago, todo fondeadero y todo mar guardaban tesoros imposibles y cadáveres de naufragios. Debo apuntar que mis clientes esbozaron algunas sonrisas maliciosas. El viejo marinero terminó de remover el fondo y, tras el pago, desapareció por la puerta. Al día siguiente, repitió el mismo ritual, remangándose los antebrazos para buscar tesoros inventados en las profundidades mínimas de la jarra. 
   Tres días después, y cuando ya lo considerábamos un loco habitual que pagaba para remojarse las manos, rompió el silencio de la taberna con una exclamación: para nuestra sorpresa, sus dedos comenzaron a extraer puñados de oro en monedas viejas del interior del recipiente de vino que no parecía tener fondo. Reunida una cantidad de riquezas suficiente para retirarse unos años a vaguear a una isla, colocó el dinero sobre la barra y dijo que me compraría la taberna. La vendí, por supuesto, y entonces comenzaron mis penurias: dediqué lo ganado a recorrer otros bares y bodegas, adquiriendo jarras de vino en las que introduje los brazos buscando tesoros, tal y como había visto hacer a aquel marinero. Cuando estaba perdiendo ya mi fortuna en vino derramado, unos tipos con bata blanca me pusieron una chaqueta Y me trajeron a este lugar, donde, pese a la medicación, sigo en la quimera de rastrear tesoros de otros naufragios.

NO IMPORTA, Agota Kristof

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AGOTA KRISTOF, No importa, El Aleph, Barcelona, 2008, 102 páginas.

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EL ESCRITOR

   Me he retirado para escribir la obra de mi vida.
   Soy un gran escritor. Nadie lo sabe aún puesto que todavía no he escrito nada. Pero cuando lo haga, cuando escriba mi libro, mi novela…
   Por eso me he retirado de mi trabajo de funcionario y de… ¿de qué más? De nada más. Porque amigos nunca he tenido y amigas aún menos. No obstante, me he retirado del mundo para escribir una gran novela.
   El problema es que no sé cuál será el tema de mi novela. Se ha escrito ya tanto sobre todo y sobre cualquier cosa…
   Intuyo, siento que soy un gran escritor, pero ningún tema me parece suficientemente bueno, importante, interesante para mi talento.
   Por lo tanto espero. Y, mientras espero, sufro evidentemente la soledad, y el hambre también, a veces, pero confío en que con ese sufrimiento tal vez llegue a un estado de ánimo que me permita descubrir un tema digno de mi talento.
   Por desgracia el tema tarda en aparecer y la soledad me pesa cada vez más, el silencio me rodea, el vacío se propaga, y eso que mi casa no es muy grande.
   Pero esas tres cosas horribles —la soledad, el silencio y el vacío— revientan el techo, estallan hasta las estrellas, se extienden hasta el infinito y ya no sé si es lluvia o nieve, foehn o monzón.
   Y grito:
   —Lo escribiré todo, todo lo que se puede escribir.
   Y una voz me responde, irónica, aunque por fin hay una voz:
   —De acuerdo, chaval. Todo, pero nada más, ¿eh?