HORAS EN UNA BIBLIOTECA, Virginia Woolf
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VIRGINIA WOOLF, Horas en una biblioteca, Seix Barral, Barcelona, 2005, 368 páginas.
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El traductor y editor Manuel Martínez-Lage recuerda que Woolf sólo editó en vida dos libros de ensayos. Esta recopilación completa esa tarea.
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SHELLEY Y ELIZABETH HITCHENER
Los amantes de la literatura una vez más han de dar las gracias al señor Dobell por el cumplimiento de uno de esos servicios humildes y llenos de paciencia que solo con auténtica devoción puede alguien tomarse la infinita molestia de llevar a buen fin. Las cartas de Shelley a Miss Hitchener ya estaban impresas, desde luego, pero en una edición privada. Ahora las encontramos publicadas con una hechura deliciosa y enriquecidas con una introducción y abundantes notas del propio Dobell, con todo lo cual otro capítulo más en la vida de Shelley resulta más sencillo de conocer y con más enjundia que paladear. Tampoco cabe objetar que la piedad en este ejemplo sea excesiva, pues si bien las cartas son notables sobre todo porque ilustran la naturaleza de un muchacho que, cinco o seis años después de serlo, iba a escribir una poesía requintada, el carácter de Shelley siempre es asombroso. Y a pesar de la verbosidad y de las perogrulladas de su estilo en 1811, es imposible leer esta colección de cartas sin que al punto se tenga una exquisita percepción de escenas difusas, pero revividas de nuevo, y de personajes más o menos tediosos que vuelven a conversar, y de todas las casas de campo y las muy respetables vicarías de Sussex, que vuelven a cobrar vida y a llenarse de damas y caballeros que exclaman «¡Cómo, si un Shelley es ateo!», y que añaden su peso a la intensa comedia, a la intensa tragedia de su vida.
Elizabeth Hitchener era una maestra de escuela de Hurstpierpoint. Shelley la conoció en 1811, cuando tenía diecinueve años y ella veintiocho. Era hija de un hombre que regentaba una taberna y que era o había sido contrabandista. Toda su educación se la debía a una tal Mrs. Adams, a la que, en el lenguaje de las cartas, llama «la madre de mi alma». Miss Hitchener era delgada, alta, morena, una mujer austera e intelectual, imbuida por el deseo de que las cosas fuesen mejores que las que la sociedad de una provincia pudo proporcionarle, si bien no era, como Shelley se interesó en asegurarle, ni una deísta ni una republicana. Pero probablemente sí era la primera mujer inteligente a la que conoció el poeta; era una mujer oprimida, solitaria, incomprendida y necesitada de alguien con quien pudiera hablar de las placenteras agitaciones de su alma. Shelley entró en la correspondencia con verdadero entusiasmo; ella, no cabe duda, aunque un tanto perpleja y desmañada en su huida, se sintió conmovida y ansiosa por resultar tan apasionada, tan filantrópica y casi tan revolucionaria como él. La primera carta de Shelley es buen indicio de la naturaleza de la amistad; le habla de ciertos libros que, como era natural en los jóvenes ardientes de su calibre, le había prestado: La maldición de Kehama, de Locke, y Sobre la educación nacional, de Ensor. Pasa a atacar su fe cristiana, exclama que «La verdad es mi único Dios» y termina por decir «Pero vea lo que dice Ensor sobre la poesía». Sería delicioso que tuviéramos además las respuestas de Miss Hitchener, ya que algunas alusiones en las réplicas de Shelley muestran de qué modo, en algunas ocasiones, trató ella de poner coto a sus especulaciones. «Toda la naturaleza, salvo la de los caballos —escribió ella—, es armónica, y nace en la desdicha quien ha nacido siendo caballo.» Una «Oda a los derechos de las mujeres» comenzaba diciendo:
¡Todos, todos somos hombres, las mujeres y todos!
Pero parece que está bastante claro, sin las réplicas de ella, que Shelley no estaba particularmente preocupado por el estado de ánimo que ella tuviera. Dio por sentado con toda tranquilidad que era de un temperameto más exaltado que él, de modo que no iba a ser necesario investigar los detalles, pues podría destinarle a ella, como si se tratara de una deidad impersonal, todos los descubrimientos sorprendentes, todas las ardientes conlvicciones que se le ocurriesen con extraordinaria, asombrosa rapidez, cuando por vez primera el mundo formulase una pregunta concreta y la literatura aportara un gran variedad de respuestas. La pobre maestra de escuela cabe deducir, se alarmó un tanto cuando descubrió con qué corresponsal se había vinculado, a qué especulaciones iba a llevarla, qué opiniones tendría que respaldar con todo y con eso, en todo ello no pudo dejar de percibir un extraño, si no risible alborozo, que le servía de acicate. Por si fuera poco, la relación pronto quedó justificada a raíz del matrimonio de Shelley con Harriet Westbrook. quien dio su visto bueno a la correspondencia. Iba a tratarse de un compañerismo espiritual, de ningún modo inspirado en el amor carnal de ese «bulto de materia organizada que hace de relicario de tu alma». Para colmo, preciso es tener en cuenta el cebo insidioso que tendió Shelley, con su curiosa falta de humanidad, en la carta en la que le explicó el porqué de su boda con Harriet. Rogaba a su «hermana del alma» que le ayudase a educar a su esposa. «Cúlpame [por el matrimonio] si así lo deseas, mi queridísima amiga, pues todavía sigues siéndome mucho más querida; apiádate si quieres de este error, caso de que de él hayas de culparme.» Miss Hitchener, es evidente, era sumamente susceptible a todo elogio de su intelecto, que sutilmente entrañaba un vínculo más estrecho. Sus cartas se fueron tornando más voluminosas, además de mostrar, según declaración de Shelley, «el embrión de un poderoso intelecto». Ahora bien, la profetisa no dejó de tener muy en cuenta la tierra que pisaba, y lo hizo con un ojo astuto, sensato y, debe añadirse, honorable. Era muy consciente de que Harriet podría ponerse celosa, y tampoco quiso pasar por alto las maliciosas chácharas de Cuckfield y atender solamente, como le pidiera Shelley, a la majestuosa aprobación de su propia conciencia. La tragedia, de un tipo tan sórdido como sustancioso, a la fuerza tenía que producirse tarde o temprano, para disolver esta incongruente alianza entre el poeta tempestuoso, cuyas alas eran más fuertes a cada día que pasaba, y la mujer meticulosa pero estrechamente maniatada. La ilusión se sostuvo solo mientras Shelley estuvo en Gales o en Cumbria o en Irlanda, mientras la dama permaneciera en Hurstpierpoint ganándose la vida con sus clases, lo cual ya era noble de por sí, enseñando a los niños chicos, lo cual era más noble si cabe, no en vano enseñar es «propagar el intelecto... domeñar todo error, esclarecer toda mentalidad, y así es mucho lo que se aporta al progreso de la perfectibilidad humana». Así quedó terriblemente destruida la primera de las ilusiones del poeta; se descubrió la traición de Hogg, y el pobre Shelley, más necesitado que nunca de comprensión, recurrió por completo «a quien es prácticamente mi única amiga», como la llama en la que le refiere el duro golpe sufrido.
Su deseo, reiterado con un énfasis machacón, era que Elizabeth se sumara sin más dilación a su errante grupo doméstico. Harriet, en algunas de las cartas más interesantes del volumen, añadió su encarecida petición a la de su esposo, en un tono que trata, no sin cierto patetismo de imitar su entusiasmo y su generosidad, pero que fácilmente recae, como era de esperar, en mero sentido común más bien quejumbroso tan pronto él deja de oírla. Miss Hitchener rechazó el ofrecimiento durante mucho tiempo, amparándose en variadas razones. Tendría que abandonar la escuela, que era su único medio de subsistencia; pasaría a depender por entero de Shelley; tendría que desafiar a su padre y, además, la gente hablaría mucho y mal. Pero todos estos argumentos, añadidos a la apasionada y nutrida retórica, iban a ser inadmisibles. «El odio del mundo —declara Shelley— es para ti despreciable. Ven, ven y comparte con nosotros el más noble de 1os éxitos, o bien el más glorioso de los martirios. Reafirma tu libertad... Tu pluma... debiera trazar los caracteres que traza para que la nación entera pueda examinarlos.» Fuera cual fuese la razón, ella terminó por ceder, y en julio de 1812 emprendió una desastrosa expedición al condado de Devon. Durante un tiempo todos actuaron a la altura de sus encumbradas misiones. Portia (pues «Elizabeth» ya era un nombre consagrado a la hermana de Harriet) hablaba con Shelley de «pasiones innatas, de Dios, del cristianismo, etc.»; salía a pasear con él, y condescendió hasta el extremo de cambiarse el nombre de Portia, que a Harrier no le gustaba —«pensé que habría resultado más corriente y más plácido de oír»—, por Bessy. El profesor Dowden nos ofrece un singular retrato de época. Shelley y la mujer alta y morena, que no pocos toman por una sirvienta, caminan juntos por la orilla del mar, y lanzan botellas y arquetas llenas de panfletos revolucionarios con la esperanza de que lleguen a una orilla acogedora, pronunciando extáticas profecías en ese ritual. De puertas adentro, ella escribía al dictado de él y leía lo que él indicaba. Pero el declive de esta artificiosa virtud era ineludible; las mujeres fueron las primeras en descubrir que todos los demás eran unos impostores; el propio Shelley no tardó en virar en redondo, presa de una pasión infantil. La hermana espiritual, la profetisa, pasó a ser simplemente «el demonio moreno», «una mujer de planteamientos desesperados y de pasiones horribles», de la que era preciso deshacerse a toda costa, incluso si costara una pensión anual de un centenar de libras. No se sabe si alguna vez llegó a recibir el estipendio; hay una tradición muy verosímil en el sentido de que recobró la cordura tras su asombrosa caída en desgracia, y de que llevó una vida respetable y laboriosa en Edmonton, endulzada por la lectura de los poetas y el recuerdo de sus románticas indiscreciones con el más poeta de todos ellos.
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