ALEBRIJE DE PALABRAS, José Manuel Ortiz Soto & Fernando Sánchez Clelo

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JOSÉ MANUEL ORTIZ SOTO & FERNANDO SÁNCHEZ CLELO, Alebrije de palabras. Escritores mexicanos en breve, Puebla, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2013, 202 páginas.

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Recoge esta antología un muestrario de microrrelatos de la fecunda comunidad literaria mexicana. Junto a los de Agustín  Monsreal, Alberto Chimal, Guillermo Samperio, José de la Colina o Javier Perucho, aparecen textos de una cincuentena de autores que merecen ser reconocidos en España. En la portada, un alebrije: ese animal imaginario que es feliz compendio de lo diverso.

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CRISTINA POR LA MAÑANA

   Llegamos  a  la  carrera  y  nos  aventamos  y  nos  acomodamos para  espiar  a  Cristina  mientras  se  bañaba.  No  la  fisgoneábamos por la grieta de la puerta del baño como lo hace el abuelo de la vecindad. Subíamos a la azotea para verla desde ahí, ya que la ventana era larga y ancha y ella no la cerraba. A veces yo suponía que ella nos veía de reojo, como para enterarse de quién subía, quién miraba y quién estaba. Seguramente se  divertía  mirándonos  cómo  se  nos  caía  la  baba  cuando  se enjabonaba los senos, para mí unos perales, jugosos y azucarados —así me supieron la única vez que me dejó embrocarme con la boca a ellos, pero entonces desconocía que había que succionar, lamber, barrerlos con los labios y hablarles en susurros—. Aquella tarde me enseñó. Con nadie más se dejó tocar. Sí nos permitió que la contempláramos durante su baño matutino.
   Todos tumbados sobre el piso, la mano en la barbilla, en silencio, arrobados por su cuerpo húmedo, en cuyas cordilleras  soñábamos  cada  noche.  Nada  me  perturbaba  más  que verla  enjuagar  su  cabello,  que  se  entallaba  a  la  silueta  de  su cuerpo de tan largo, negro y liso. Como serpiente se le enrollaba desde la nuca, los senos y hasta el vientre y ahí se fundía en la abertura de sus piernas, donde resplandecía de tan negro.
   Al terminar de bañarse, se barría el agua de su cuerpo con las palmas de las manos, luego se secaba con una toalla, que enredaba  a  su  cabellera,  con  cuyo  extremo  después  se  limpiaba la cara. A punto de vestirse, se dirigía a la ventana para cerrarla,  desde  ahí  miraba  hacia  nosotros  por  un  segundo. Más tarde salía en bata, con sus útiles de baño en una cubetita.  Y  en  lo  que  trazaba  el  siguiente  paso  —sus  sandalias  repetían plas, plas a cada paso— miraba de nuevo a la azotea, hacia esos niños que le mendigaban una sonrisa. Ahí nos dejaba  pellizcándonos  entre  nosotros,  respirando  agitadamente, la cara al sol y la mano en la bragueta.

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