ALEBRIJE DE PALABRAS, José Manuel Ortiz Soto & Fernando Sánchez Clelo
0
JOSÉ MANUEL ORTIZ SOTO & FERNANDO SÁNCHEZ CLELO, Alebrije de palabras. Escritores mexicanos en breve, Puebla, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2013, 202 páginas.
**********
Recoge esta antología un muestrario de microrrelatos de la fecunda comunidad literaria mexicana. Junto a los de Agustín Monsreal, Alberto Chimal, Guillermo Samperio, José de la Colina o Javier Perucho, aparecen textos de una cincuentena de autores que merecen ser reconocidos en España. En la portada, un alebrije: ese animal imaginario que es feliz compendio de lo diverso.
**********
CRISTINA POR LA MAÑANA
Llegamos a la carrera y nos aventamos y nos acomodamos para espiar a Cristina mientras se bañaba. No la fisgoneábamos por la grieta de la puerta del baño como lo hace el abuelo de la vecindad. Subíamos a la azotea para verla desde ahí, ya que la ventana era larga y ancha y ella no la cerraba. A veces yo suponía que ella nos veía de reojo, como para enterarse de quién subía, quién miraba y quién estaba. Seguramente se divertía mirándonos cómo se nos caía la baba cuando se enjabonaba los senos, para mí unos perales, jugosos y azucarados —así me supieron la única vez que me dejó embrocarme con la boca a ellos, pero entonces desconocía que había que succionar, lamber, barrerlos con los labios y hablarles en susurros—. Aquella tarde me enseñó. Con nadie más se dejó tocar. Sí nos permitió que la contempláramos durante su baño matutino.
Todos tumbados sobre el piso, la mano en la barbilla, en silencio, arrobados por su cuerpo húmedo, en cuyas cordilleras soñábamos cada noche. Nada me perturbaba más que verla enjuagar su cabello, que se entallaba a la silueta de su cuerpo de tan largo, negro y liso. Como serpiente se le enrollaba desde la nuca, los senos y hasta el vientre y ahí se fundía en la abertura de sus piernas, donde resplandecía de tan negro.
Al terminar de bañarse, se barría el agua de su cuerpo con las palmas de las manos, luego se secaba con una toalla, que enredaba a su cabellera, con cuyo extremo después se limpiaba la cara. A punto de vestirse, se dirigía a la ventana para cerrarla, desde ahí miraba hacia nosotros por un segundo. Más tarde salía en bata, con sus útiles de baño en una cubetita. Y en lo que trazaba el siguiente paso —sus sandalias repetían plas, plas a cada paso— miraba de nuevo a la azotea, hacia esos niños que le mendigaban una sonrisa. Ahí nos dejaba pellizcándonos entre nosotros, respirando agitadamente, la cara al sol y la mano en la bragueta.
Llegamos a la carrera y nos aventamos y nos acomodamos para espiar a Cristina mientras se bañaba. No la fisgoneábamos por la grieta de la puerta del baño como lo hace el abuelo de la vecindad. Subíamos a la azotea para verla desde ahí, ya que la ventana era larga y ancha y ella no la cerraba. A veces yo suponía que ella nos veía de reojo, como para enterarse de quién subía, quién miraba y quién estaba. Seguramente se divertía mirándonos cómo se nos caía la baba cuando se enjabonaba los senos, para mí unos perales, jugosos y azucarados —así me supieron la única vez que me dejó embrocarme con la boca a ellos, pero entonces desconocía que había que succionar, lamber, barrerlos con los labios y hablarles en susurros—. Aquella tarde me enseñó. Con nadie más se dejó tocar. Sí nos permitió que la contempláramos durante su baño matutino.
Todos tumbados sobre el piso, la mano en la barbilla, en silencio, arrobados por su cuerpo húmedo, en cuyas cordilleras soñábamos cada noche. Nada me perturbaba más que verla enjuagar su cabello, que se entallaba a la silueta de su cuerpo de tan largo, negro y liso. Como serpiente se le enrollaba desde la nuca, los senos y hasta el vientre y ahí se fundía en la abertura de sus piernas, donde resplandecía de tan negro.
Al terminar de bañarse, se barría el agua de su cuerpo con las palmas de las manos, luego se secaba con una toalla, que enredaba a su cabellera, con cuyo extremo después se limpiaba la cara. A punto de vestirse, se dirigía a la ventana para cerrarla, desde ahí miraba hacia nosotros por un segundo. Más tarde salía en bata, con sus útiles de baño en una cubetita. Y en lo que trazaba el siguiente paso —sus sandalias repetían plas, plas a cada paso— miraba de nuevo a la azotea, hacia esos niños que le mendigaban una sonrisa. Ahí nos dejaba pellizcándonos entre nosotros, respirando agitadamente, la cara al sol y la mano en la bragueta.
0 comentarios en "ALEBRIJE DE PALABRAS, José Manuel Ortiz Soto & Fernando Sánchez Clelo"
Publicar un comentario