CAPRICHOS, Ramón Gómez de la Serna
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Predominan los relatos de mayor extensión en esta primera edición de los caprichos que cuenta con las ilustraciones del autor.
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EL ENTE PLÁSTICO
Con el calor de día gris se asoma ese muñeco a los escaparates de objetos de pintura. Se apoya en un caballete o se sienta sobre una de esas paletas de porcelana que son tan odiosas.
Ese maniquí de madera es en verdad un ente, algo que existe, tiene vida propia y es grotesco. Al mismo tiempo ese engendro tiene algo de muerto, de muerto antes de nacer, de tipo de ser en los limbos primitivos, de proyecto abortado, de primer momento de un alma, de larva humana.
Para mí siempre ha tenido una gran fuerza fija ese muñeco de vestir que tienen los artistas en sus estudios y que no se sabe cómo clasificar.
¿De quién es ese monigote? ¿Es muñeco, espectro anatómico o ser vivo? ¿En qué capítulo de la fauna debe figurar? ¿Entre lo monstruoso, entre lo vivo o entre lo muerto?
Está siempre en el acuario de la tienda. Da tipo de pinturas al establecimiento pero tarda mucho en venderse. Parece un niño triste que juega eternamente con los pinceles, las paletas, los lápices de colores y los tarros que son tan simpáticos de apretar. Es el crío infausto que no sale nunca de la convalecencia y que juega a iluminar los paisajes esquemáticos de las cartillas de dibujo.
Tienen cambios de postura en sus escaparates eternos. Unos días al abrir la tienda están sentados en el sillín campestre para los pintores, otros como con una lanza en el tiento en ristre, otros junto a la caja de bombones de la acuarela.
A través de mis paseos por las ciudades, en mis peripatetismos más solitarios he encontrado siempre de cuerpo presente y queriendo ser un juguete del día, a ese muñeco malogrado, juguete ciego, calvo y con hechuras bastante perfectas. ¡Hubiera sido un niño tan bonito!
En los días más desconceptuados de mi vida, en los días de fallecimiento he visto siempre al maniquí híbrido, desustanciado, trivial, que da a los escaparates de las tiendas de pintura tipo de tiendas fúnebres.
Mi mirada hacia el muñeco hospiciano no era la que se dirige a un objeto cualquiera, la que se dirige a los bastidores con lienzo que dan pena porque casi siempre soportaran un cuadro malo, ni a las cartucheras de municiones de los tubos de óleo, ni la mirada que se arroja desesperada sobre ese paisaje en uno de cuyos rincones se lee un “Se vende”, escrito con letra mendicante.
El maniquí de artista tiene un gesto descompuesto de niño que tuvo la meningitis y tiene algo de muñeco de ventrílocuo despintado, embrionario, filosófico.
Parado frente a los escaparates me decía yo siempre: “Es un hombrecito, algo particularmente serio que no podría sufrir las bromas de un niño y que por lo tanto nunca podrá dársele de juguete a un niño... Tiene la melancolía de los cartabones”.
El monigote ortopédico, el bailarín mudo y quieto —al que ha querido echar a perder Pinocho— con el tipo de los seres anatómicos a los que se ha quitado la primera piel. Es algo así como el ser vestido sólo con un traje como de tejido conjuntivo.
En cada población me ha caracterizado para siempre el sitio en que se me apareció. ¡Oh, Montparnás lleno de ellos, como si fuesen las “tenias”, a medio bien formar, del Arte y la Gloria!
Por fin sin ser pintor he comprado uno de esos entes que miran al cielo y lo he observado con repugnancia de su tristeza y con deseo de descubrir su secreto.
Nadie como yo ha dedicado una atención tan intelectual y tan constante a ese ser olvidado, perdido en los rincones de los estudios, tratado como una cosa.
He sido el disecador, el anatomista, el observador científico de ese espantajo de la nostalgia de no se sabe qué.
Me ha dado noches de pesadilla y me ha abrumado con la idea de todo lo que permanecerá informe en el espíritu aunque yo muera por darlo forma. Ha sido colgado de su clavo nº 1898, la emulación para que todo sea divertido en literatura, el remordimiento ostentoso de las cosas inacabadas, de las cosas en ciernes, de aquello en que se pensó lo mejor y se olvidó enseguida.
Pero no encontraba su secreto soporífero e intelectual de ningún modo, aunque puse en ebullición toda mi materia gris.
Hasta que un día la modelo trivial, al verlo en un rincón de mi torreón gritó: “¡Hijo mío!”, y me contó que era hijo de ella y del pintor mediocre de los cabellos rubios, el aborto de los partos que suceden en los divanes de los pintores y que van a parar a las inclusas de las tiendas de pintura para que sirvan de modelo contorsionista a los pintores mediocres. ¡Por eso ya no se encuentra en los estudios de los pintores geniales como no sea como documento arqueológico y sarcástico!
Con el calor de día gris se asoma ese muñeco a los escaparates de objetos de pintura. Se apoya en un caballete o se sienta sobre una de esas paletas de porcelana que son tan odiosas.
Ese maniquí de madera es en verdad un ente, algo que existe, tiene vida propia y es grotesco. Al mismo tiempo ese engendro tiene algo de muerto, de muerto antes de nacer, de tipo de ser en los limbos primitivos, de proyecto abortado, de primer momento de un alma, de larva humana.
Para mí siempre ha tenido una gran fuerza fija ese muñeco de vestir que tienen los artistas en sus estudios y que no se sabe cómo clasificar.
¿De quién es ese monigote? ¿Es muñeco, espectro anatómico o ser vivo? ¿En qué capítulo de la fauna debe figurar? ¿Entre lo monstruoso, entre lo vivo o entre lo muerto?
Está siempre en el acuario de la tienda. Da tipo de pinturas al establecimiento pero tarda mucho en venderse. Parece un niño triste que juega eternamente con los pinceles, las paletas, los lápices de colores y los tarros que son tan simpáticos de apretar. Es el crío infausto que no sale nunca de la convalecencia y que juega a iluminar los paisajes esquemáticos de las cartillas de dibujo.
Tienen cambios de postura en sus escaparates eternos. Unos días al abrir la tienda están sentados en el sillín campestre para los pintores, otros como con una lanza en el tiento en ristre, otros junto a la caja de bombones de la acuarela.
A través de mis paseos por las ciudades, en mis peripatetismos más solitarios he encontrado siempre de cuerpo presente y queriendo ser un juguete del día, a ese muñeco malogrado, juguete ciego, calvo y con hechuras bastante perfectas. ¡Hubiera sido un niño tan bonito!
En los días más desconceptuados de mi vida, en los días de fallecimiento he visto siempre al maniquí híbrido, desustanciado, trivial, que da a los escaparates de las tiendas de pintura tipo de tiendas fúnebres.
Mi mirada hacia el muñeco hospiciano no era la que se dirige a un objeto cualquiera, la que se dirige a los bastidores con lienzo que dan pena porque casi siempre soportaran un cuadro malo, ni a las cartucheras de municiones de los tubos de óleo, ni la mirada que se arroja desesperada sobre ese paisaje en uno de cuyos rincones se lee un “Se vende”, escrito con letra mendicante.
El maniquí de artista tiene un gesto descompuesto de niño que tuvo la meningitis y tiene algo de muñeco de ventrílocuo despintado, embrionario, filosófico.
Parado frente a los escaparates me decía yo siempre: “Es un hombrecito, algo particularmente serio que no podría sufrir las bromas de un niño y que por lo tanto nunca podrá dársele de juguete a un niño... Tiene la melancolía de los cartabones”.
El monigote ortopédico, el bailarín mudo y quieto —al que ha querido echar a perder Pinocho— con el tipo de los seres anatómicos a los que se ha quitado la primera piel. Es algo así como el ser vestido sólo con un traje como de tejido conjuntivo.
En cada población me ha caracterizado para siempre el sitio en que se me apareció. ¡Oh, Montparnás lleno de ellos, como si fuesen las “tenias”, a medio bien formar, del Arte y la Gloria!
Por fin sin ser pintor he comprado uno de esos entes que miran al cielo y lo he observado con repugnancia de su tristeza y con deseo de descubrir su secreto.
Nadie como yo ha dedicado una atención tan intelectual y tan constante a ese ser olvidado, perdido en los rincones de los estudios, tratado como una cosa.
He sido el disecador, el anatomista, el observador científico de ese espantajo de la nostalgia de no se sabe qué.
Me ha dado noches de pesadilla y me ha abrumado con la idea de todo lo que permanecerá informe en el espíritu aunque yo muera por darlo forma. Ha sido colgado de su clavo nº 1898, la emulación para que todo sea divertido en literatura, el remordimiento ostentoso de las cosas inacabadas, de las cosas en ciernes, de aquello en que se pensó lo mejor y se olvidó enseguida.
Pero no encontraba su secreto soporífero e intelectual de ningún modo, aunque puse en ebullición toda mi materia gris.
Hasta que un día la modelo trivial, al verlo en un rincón de mi torreón gritó: “¡Hijo mío!”, y me contó que era hijo de ella y del pintor mediocre de los cabellos rubios, el aborto de los partos que suceden en los divanes de los pintores y que van a parar a las inclusas de las tiendas de pintura para que sirvan de modelo contorsionista a los pintores mediocres. ¡Por eso ya no se encuentra en los estudios de los pintores geniales como no sea como documento arqueológico y sarcástico!
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