JUEGOS REUNIDOS, Marcos Ordóñez

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MARCOS ORDÓÑEZ, Juegos reunidos, Libros del Asteroide, Barcelona, 2016, 312 páginas. 

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Recoge Juegos reunidos escritos de diversa naturaleza que permiten al lector saltar de uno a otro siguiendo las instrucciones adjuntas del Juego de la oca.
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QUERIDO FRANÇOIS

   Me acuerdo de que, cuando yo era niño, no quería ver la primera película de Truffaut porque pensé que pegaban muchísimo a su protagonista: habían traducido Les quatre cents coups, que quiere decir «hacer las mil y una», por el literal, sádico e irremediable Los cuatrocientos golpes.
   Me acuerdo de que en mi adolescencia todo eran duali­dades irreconciliables: Keaton frente a Chaplin y siem­pre Truffaut antes que Godard. Truffaut era mi her­mano mayor y Godard el listillo de la clase.
   Me acuerdo de cuando dijimos «¡Teníamos razón!» des­pués de leer, en una sola noche, El cine según Hitchcock en la edición de Alianza.
   Me acuerdo de cómo odiamos a Jeanne Moreau en La novia vestida de negro después de habernos enamorado de ella en Jules et Jim.
   Me acuerdo de que en Besos robados descubrimos a Trenet, y aprendimos a untar las tostadas sin que se rompieran, y a hacer una cama lanzándonos sobre ella.
   Me acuerdo de cómo abucheaban en el cine la escena en la que Jean-Pierre Léaud repite incansablemente «An­tome Doinel» ante el espejo.
   Me acuerdo de cuando Truffaut dijo, sonriendo: «Claude Jade y Jean-Pierre Léaud son mis contemporáneos».
   Me acuerdo de cuando Léaud venía a Barcelona y com­praba absenta pura en La Penúltima, la licorería de la Plaça del Padró. O eso decían.
   Me acuerdo de cuando nos saludábamos con la frase que Truffaut utilizaba para encabezar sus cartas: «Ça biche? Ça rababiche?».
   Me acuerdo de que corrimos a ver Le trou porque Truffaut adoraba a Jacques Becker de quien entonces no sabíamos absolutamente nada.
   Me acuerdo de que tú y yo fuimos los únicos que nos reímos en aquel cine de barrio cuando en Tirez sur le pianiste decían «¡Que se muera mi madre si miento!», y en el plano siguiente una anciana caía patas arriba.
   Me acuerdo de que tardé mucho en ver La piel suave porque no soportaba la idea de que Françoise Dorléac se acostara con un hombre tan parecido a una merluza hervida como Jean Desailly.
   Me acuerdo de que, en sus cartas, Truffaut llama­ba «Framboise» a Françoise Dorléac y ella le llamaba «Truffete».
   Me acuerdo de aquella tarde de primavera en que Javier Castro y yo vimos tres veces seguidas La noche ameri­cana en el Coliseum, perdidamente enamorados de Jac­queline Bisset.
   Me acuerdo de cuando vimos Las dos inglesas y el amor y a la salida, subiendo por Rambla de Catalunya, mur­muramos, todavía atontados por el mazazo: «Hacía tiempo que nadie se tomaba la pasión tan en serio», y cómo volvimos a decirlo, veinte años después, cuando al fin llegó la versión completa. (Dijimos lo mismo tras La historia de Adéle H., tras La habitación verde, tras La mujer de al lado.)
   Me acuerdo de que en L’argent de poche salía un chaval que se parecía muchísimo a Jordi Mesalles, muerto como del rayo en su bañera, una helada tarde de otoño. Su cara de caballo loco, su melena «casi de Winnetou», su risa como un relincho al galope.
   Me acuerdo de que cuando vi La historia de Adéle H. pensé que Truffaut («tenía» que adaptar en el acto An­cho mar de los Sargazos, la novela de Jean Rhys, y es­tuve a punto de escribirle.
   Me acuerdo de cuando vimos dos veces Una chica tan decente como yo, incapaces de creer que Truffaut hu­biera hecho «aquello», y recordamos en aquel momento que también habíamos visto dos veces Topaz por la misma razón.
   Me acuerdo de cómo «recuperamos», con rendida ad­miración, a Bernadette Lafont en La Maman et la Pu­tain, de Eustache, después de haberla odiado en Una chica tan decente como yo.
   Me acuerdo de cómo nos maravilló Brigitte Fossey, la niña de Juegos prohibidos, súbitamente (a nuestros ojos) crecida, completa, deslumbrante en El hombre que amaba a las mujeres.
   Me acuerdo de que había una época en que mucha gente sabía quién era Charles Denner como si fuera un miembro de la familia, un pariente lejano pero muy querido.
   Me acuerdo de que empezamos a pensar que Spielberg era «uno de los nuestros» cuando eligió a Truffaut para interpretar al científico humanista de Encuentros en la tercera fase.
   Me acuerdo de Fanny Ardant en su cama de hospital, en La mujer de al lado, diciendo que las canciones de amor siempre dicen la verdad, y cómo deseé en aquel momento que hubiera roto a cantar lo que decía, con música de Michel Legrand, como en un musical de Jacques Demy.
   Me acuerdo de cuando Depardieu, que iba a hacer Nez­de-Cuir con Truffaut, le visitó en el Hospital Americano de Neuilly, donde le habían operado de un tumor cere­bral, y le dijo: «Es perfecto. Nez-de-Cuir tiene un agu­jero en la cara y tú tienes un agujero en la cabeza».
   Me acuerdo de François Truffaut.

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