QUERIDO MIEDO, Jesús Zomeño
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JESÚS ZOMEÑO, Querido miedo, Sloper, Palma, 2016, 198 páginas.
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LA MOMIA
Cubro las heridas con vendas de papel donde he escrito el nombre de las mujeres que me han hecho daño:
La niña rubia que a los cinco años me empujó en el columpio para que cayese al suelo, la misma que después lo negó para burlarse de mi torpeza, mientras todos se reían.
La chiquilla que una tarde fingió tener solo tres caramelos para no darme ninguno cuando éramos cuatro los que estábamos en su casa. Desde entonces pienso que la gente cruza el estrecho en pateras que fabrican con los envoltorios vacíos de los caramelos que les niegan.
Aquella extraña cría que, a los ocho años, me escupía en la chaqueta cuando pasaba por debajo de su balcón camino del colegio, en un extraño episodio de montescos y capuletos, donde ni ella ni yo estábamos dispuestos a morir de amor.
A pesar de todo, tuve una infancia feliz aunque una estúpida me llamara en clase cada día: «gafitas cuatro ojos, capitán de los piojos», como si las raíces de sus trenzas fuesen dos puños que le estrujasen el cerebro. Pero la mujer que más me hizo sufrir de niño fue mi madre, por tanto como me obsesionaba la idea de que ella pudiera morirse y yo quedarme solo.
Tampoco olvido a una que en la panadería fingió haber llegado antes que yo, cuando todos vieron que era mentira, aunque nadie evitó que la despacharan antes que a mí.
O a la que se enfadó cuando me senté en una butaca vacía donde ella había dejado su abrigo en el cine. John Wayne acariciaba el gatillo en la pantalla, su calma me contuvo el llanto mientras mi madre me acariciaba la cabeza.
A los nueve años me regalaron La isla del tesoro y me alegró descubrir que, a pesar de tanto pirata, la madre del protagonista era la única mujer.
Pero duró poco mi escondite en la posada del Almirante Benbow porque una amiga maldijo mi infancia con la «mancha negra», contándome que los Reyes Magos son los padres, que no existe el Ratoncito Pérez y que son los padres quienes cambian los dientes por dinero; que son ellos, nuestros padres, quienes todo lo fastidian, a pesar de tanto esfuerzo.
Y ya sin inocencia, llegaría aquella chica a la que yo me acerqué, porque era mi cumpleaños y me sentía capaz de todo, pero que me contestó que estaba cansada para bailar conmigo, muy cansada; aunque después la sonrisa de otro le aliviase el dolor de los pies.
La risa de Julia, que escondía sus bragas viejas entre mis libros, para que saltasen delante de todos cuando abriera la cartera. En el fondo ella quería que yo aprendiese a apartarlas con la mano para ir abriendo camino a sus verdaderas intenciones, pero a mí no me excitaba tanta humillación.
Entre todas: La mujer pantera, la mujer con escamas, la mujer araña... cualquiera con superpoderes, entonces cualquiera.
La mujer, Irene Adler.
La que dijo que estaba lloviendo cuando la invité a ir en bicicleta; la que dijo que era alérgica a las fresas cuando vimos Retorno a Brideshead; la que contestó que prefería a Neruda cuando yo le hablaba de Borges.
La que iba metiendo el dedo en cada una de las rejillas de sus medias de red por contar en ellas cuantas veces el amor puede escaparse en una noche.
La que hizo del milagro de su desnudo un pez entre todos los panes.
La misma que luego hizo del amor un plato de caldo frío sobre la mesa; esa que me reprochaba, gritándome al oído, que nosotros no teníamos brazos ni cucharas.
La mujer que escribía amor y la otra que leía amor, los dos extremos de una misma servilleta que nunca llegaba a los labios del hombre que se devoraba a sí mismo con el estómago vacío.
La que dijo que me quería, cuando no estábamos de acuerdo en lo que significaba querer. Toda esa venda que culpaba detrás de mí y que fui cortando para que nadie me siguiera cuando quise estar solo.
Mis dos hijas, que lloraban en su cuarto.
La doctora que entró para decirnos que mi madre se moría, apagando las velas de todas las tartas de cumpleaños del resto de mi vida.
La conductora que no respetó el semáforo en rojo pero que convenció al juez de que la verdad era blanda, curva y doble, una a cada lado del escote.
La mujer que se convirtió en hombre e hizo de la amistad un pacto de amor imposible.
La voz suave, al otro lado del auricular, que esta noche me insiste para que contrate con una nueva compañía de teléfono, mientras a mí me viene al caso hablarle de la incomunicación existencial de los personajes de Hopper, y ella me contesta que esas personas se beneficiarían también cambiando a otra compañía, la suya, con más cobertura para que nunca queden incomunicados; pero a eso yo no le digo que sí y tampoco le digo que no, porque lo que quiero es seguir hablando con ella.
La vecina que cuando baja la basura me pregunta la hora y a la que yo le contesto siempre que son las nueve y media de la noche, como si no viera ella misma que está bajando la basura y que yo vuelvo del trabajo.
La enfermera que no entiende el chiste del electrocardiograma que, cuando pasa el papel, dibuja corazones porque está sordo.
La dependienta del supermercado que engaña con el peso a los ancianos y que hoy me ha mirado fijamente, como si tuviéramos una cita pendiente.
Y la mujer-objeto: La que se convertirá en zapatillas, en peine, en un espejo pequeño y en bufanda de lana gris; la mujer-objeto que atenderá mi tos, la fatiga y el gotero, la que cubrirá conmigo los últimos pasos por el parque; la mujer desconocida, la que habré olvidado, la que vendrá con prisa; la extraña mujer que controlará el reloj y el teléfono, que me llamará «padre» y a la que yo llamaré «mamá».
La mujer que, con suerte, encontraré sentada en un sillón a un lado de mi cama.
La paciencia con la que espero tomarme mi muerte, mientras ella, cualquiera de mis hijas, siga jugando al lado con su teléfono móvil.
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