NOVATADAS, UNA BELLEZA EN EL CAMINO Y EL ASESINO DEL ASIENTO DE ATRÁS, Jan Harold Brunvand
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JAN HAROLD BRUNVAND, Novatadas, una belleza en el camino y el asesino del asiento de atrás, Alba Editorial, Barcelona, 2009, 96 páginas.
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EL VESTIDO
ENVENENADO
Una de las historias favoritas de los círculos literarios neoyorquinos de hace unos años es sobre una hermosa joven con un vestido de satén blanco. Era una de esas anécdotas que todo el mundo jura que le ha ocurrido de verdad a su primo carnal o al vecino de al lado, y varios de los narradores se molestaron mucho cuando se les informó de que los primos de otras personas confesaban haber pasado por la misma experiencia unas semanas antes.
En cualquier caso, la leyenda aseguraba que una damisela muy bella pero muy pobre había sido invitada a una cena formal. Era su oportunidad para entrar en un mundo completamente diferente. Pudiera ser que algún joven adinerado se enamorara de ella y la liberara de una vida de trabajo en una fábrica de cajas de cartón. El problema era que no tenía un vestido adecuado para tan importante ocasión. «¿Por qué no alquilas un vestido para esa noche?», le sugirió una amiga. Y así lo hizo. Se acercó a una casa de empeños que había cerca de su modesto pisito y, por una cantidad sorprendentemente módica, alquiló un precioso vestido de noche de satén blanco con todos los complementos a juego. Para su sorpresa, le encajaba como un guante, y llegó a la fiesta con un aspecto tan radiante que su entrada causó un pequeño revuelo. La sacaron a bailar una y otra vez y, a medida que giraba feliz por la pista de baile, tuvo la sensación de que efectivamente su suerte había cambiado para siempre.
De repente empezó a sentirse fatigada y a tener náuseas. Trató de resistir aquel creciente malestar todo lo que pudo, pero al final no le quedó más remedio que abandonar la fiesta, y apenas tuvo fuerzas suficientes para meterse en un taxi y subir con gran esfuerzo las escaleras de su casa. Se echó sobre la cama con el corazón destrozado y fue entonces, posiblemente en su delirio, cuando oyó la voz de una mujer que le susurraba al oído. Era una voz áspera y desagradable. «Devuélveme el vestido —decía—. ¡Devuélveme el vestido! Pertenece a los muertos...»
A la mañana siguiente encontraron el cuerpo sin vida de la joven en su cama. Las circunstancias poco claras llevaron a que el forense pidiera la autopsia. La chica había muerto envenenada por líquido de embalsamar, que iba entrando por sus poros según su cuerpo se iba calentando con el baile. Al dueño de la casa de empeños le costó admitir la procedencia del vestido, pero lo contó todo en cuanto supo que el fiscal del distrito estaba decidido a tomar cartas en el asunto. Se lo había vendido el ayudante de un enterrador, quien se lo había quitado al cadáver de una chica inmediatamente antes de que cerraran el féretro definitivamente.
En cualquier caso, la leyenda aseguraba que una damisela muy bella pero muy pobre había sido invitada a una cena formal. Era su oportunidad para entrar en un mundo completamente diferente. Pudiera ser que algún joven adinerado se enamorara de ella y la liberara de una vida de trabajo en una fábrica de cajas de cartón. El problema era que no tenía un vestido adecuado para tan importante ocasión. «¿Por qué no alquilas un vestido para esa noche?», le sugirió una amiga. Y así lo hizo. Se acercó a una casa de empeños que había cerca de su modesto pisito y, por una cantidad sorprendentemente módica, alquiló un precioso vestido de noche de satén blanco con todos los complementos a juego. Para su sorpresa, le encajaba como un guante, y llegó a la fiesta con un aspecto tan radiante que su entrada causó un pequeño revuelo. La sacaron a bailar una y otra vez y, a medida que giraba feliz por la pista de baile, tuvo la sensación de que efectivamente su suerte había cambiado para siempre.
De repente empezó a sentirse fatigada y a tener náuseas. Trató de resistir aquel creciente malestar todo lo que pudo, pero al final no le quedó más remedio que abandonar la fiesta, y apenas tuvo fuerzas suficientes para meterse en un taxi y subir con gran esfuerzo las escaleras de su casa. Se echó sobre la cama con el corazón destrozado y fue entonces, posiblemente en su delirio, cuando oyó la voz de una mujer que le susurraba al oído. Era una voz áspera y desagradable. «Devuélveme el vestido —decía—. ¡Devuélveme el vestido! Pertenece a los muertos...»
A la mañana siguiente encontraron el cuerpo sin vida de la joven en su cama. Las circunstancias poco claras llevaron a que el forense pidiera la autopsia. La chica había muerto envenenada por líquido de embalsamar, que iba entrando por sus poros según su cuerpo se iba calentando con el baile. Al dueño de la casa de empeños le costó admitir la procedencia del vestido, pero lo contó todo en cuanto supo que el fiscal del distrito estaba decidido a tomar cartas en el asunto. Se lo había vendido el ayudante de un enterrador, quien se lo había quitado al cadáver de una chica inmediatamente antes de que cerraran el féretro definitivamente.
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