TENÍA MIL VIDAS Y ELEGÍ UNA SOLA, Cees Nooteboom & Rüdiger Safranski

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CEES NOOTEBOOM & RÜDIGER SAFRANSKI, Tenía mil vidas y elegí una sola, Siruela, Madrid, 2012, 144 páginas.
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El filósofo Safranski bucea en la obra de Nooteboom, de quien dice: «Quien utiliza las ficciones como lo hace Nooteboom habita en lugares reales e imaginarios, es contemporáneo del presente y del pasado y percibe el futuro que comienza en cada instante».
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SANTIAGO

   Ritos de reflexión. Noto que digo para mis adentros estas ridículas palabras anticuadas. A veces las palabras existen antes que la idea, o en todo caso eso es lo que parece. Y, naturalmente, todo se confabula para convocar esa idea, el lugar en donde estoy, el paisaje en la profundidad debajo de mí, el monasterio cisterciense abandonado que ahora contemplo, el frío glacial del viento de febrero que rasga mi ropa, el herraje secular en la puerta por donde entraré. Cataluña, monasterio de Santes Creus, por enésima vez me he dejado desviar del camino planeado por un nombre, una palabra. ¿No había pensado ir al monasterio de Veruela, donde una vez, hace unos diez años, empecé todo este vagabundeo? Yo quería ir a Santiago, pero los caminos se escindían como cuerda, los años se amontonaban, cada vez me apartaba más de mi meta, cada vez me enredaba más en una España que cambiaba y en un paisaje que no cambiaba.
   Reflexión ¿podría ser también que cada vez te estás adentrando más, que —aunque los caminos vayan hacia el sur o el oeste— tienes la sensación de que vas penetrando más en el alma de un país, y que en este país hay algo que no pudiste encontrar jamás en ningún otro, con todo lo que has viajado? Cuarenta años dura esta historia, es la línea más constante de mi vida junto con la escritura. Y es físico, un año sin el vacío de este país, sin los colores de la tierra y las rocas, es un año perdido.
   Hace diez años quise ir a Santiago y estuve allí, naturalmente, no una vez sólo, sino muchas, y al mismo tiempo nunca he estado allí porque no escribí sobre ello. Siempre había algo diferente que debía pensar o escribir, un escritor o un pintor, un paisaje, un camino, un monasterio y, sin embargo, parecía como si todos esos paisajes, todas esas historias de moros y de reyes y de peregrinos, o todos los recuerdos propios y los recuerdos escritos de otros, siguieran señalando hacia un mismo lugar, hacia la región en donde se unen España y el occidente oceánico, y donde yace la ciudad que, en todo su aislamiento gallego, es la auténtica capital de España.
   Quiero hacer otra vez ese viaje, y también sé que ahora tampoco mantendré la línea recta, que la palabra camino en mi caso nunca podrá significar otra cosa más que desvío, el laberinto eterno hecho por el propio viajero que siempre se deja tentar por un camino lateral, y por el camino lateral de ese camino lateral, por el misterio del nombre desconocido en el cartel indicador de la carretera, por la silueta del castillo en la lejanía hacia el que apenas se dirige un camino, por lo que tal vez podrá ver detrás de la próxima colina o cumbre de montaña.
   Quizá sea lo que más se parezca a una historia de amor, con todo lo inexplicable e indescifrable que forma parte de ellas. Y esta amada nunca te abandona, tal es la diferencia. ¿Qué hago cuando estoy aquí? Busco las mismas sensaciones de hace treinta, de hace diez años, y sé que las encontraré. Lo que ha cambiado lo ves la mayoría de las veces en las ciudades: éstas se hallan más pobladas, son más modernas, el campo se ha quedado más vacío. Naturalmente, allí también ves los signos de la nueva época, pero fuera de los pueblos están las llanuras, las mesetas, los valles sin cambios. Ahora estoy todavía en Cataluña, esta noche en Aragón, y conforme vaya separándome de la costa el paisaje irá extendiéndose más amplio y abierto, será más seco, cada vez más intolerable consigo mismo, hasta que el viajero se convierta en un solitario nadador en un océano de tierra que se extiende hasta el horizonte, y esa tierra tendrá los colores de huesos, de arena, de conchas pulverizadas, de hierro oxidado, de madera carcomida, pero incluso sobre los colores más oscuros colgará un brillo luminoso que se vela en la lejanía, como si debiera protegerse contra tanta amplitud y luz. Y en lontananza hay iglesias y monasterios que se corresponden con la invisible infinitud, que quieren contar algo de un pasado impensable que los aires fríos y cálidos de un clima extremo han conservado para aquel que lo busque. Una vez, cuando yo aún no era consciente de esas cosas, debieron de penetrar estos paisajes en mí, una respuesta a una exigencia de eternidad que fuera del océano o del auténtico desierto ya no se encuentra en ningún lugar. Sé que la terminología ya no es de este tiempo, pero no me importa, en este punto me gustaría que se me entendiera al revés. Porque ¿a quién tendrías que hablar de consumación o iluminación?

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