LECTURAS DE JUVENTUD, Michel Tournier
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El 4 de julio de 1862 debiera figurar entre las grandes fechas de la literatura universal. Fue ese día cuando Lewis Carroll, navegando en barca por el río Isis con las pequeñas Liddell, les contó las aventuras de Alicia bajo tierra. Esta historia daría lugar a Alicia en el país de las maravillas, que se publicaría en 1865 entre un tratado de geometría euclidiana y una selección de fórmulas de trigonometría plana.
¡Qué extraño personaje este clergyman, profesor de matemáticas en la universidad de Oxford! Nació el 27 de enero de 1832 en Daresbury en el condado de Lancashire. Su padre era pastor de la parroquia y un apasionado de las matemáticas. Dio a Lewis dos hermanos y ocho hermanas. Todos tenían en común dos particularidades: eran tartamudos y zurdos. La tartamudez impedía a Lewis predicar en el templo. Es posible —si se quiere— ver en este rasgo el origen de un tema recurrente en su obra, la inversión, la transposición izquierda-derecha, antes-después, causa-efecto, así como la del espejo que reproduce el mundo al revés.
Conviene señalar que J.-K. Huysmans —que no cita nunca a Carroll— dedicó su obra principal, A contrapelo (1884), a un héroe, Des Esseintes, que adopta la postura del «todo al revés».
Gilles Deleuze analizó con brillantez, en su obra Lógica del sentido, esta actitud de Carroll: «En Alicia, como en Al otro lado del espejo, se presenta una categoría “de cosas muy especiales”: los acontecimientos, los acontecimientos puros. Cuando digo ‘Alicia crece”, quiero decir que se vuelve mayor de lo que era. Pero, por ese mismo motivo, se vuelve más pequeña de lo que es ahora. Por supuesto, ambos estados no ocurren al mismo tiempo: ahora es mayor, era más pequeña antes. Pero sí es al mismo tiempo, en virtud de la misma acción, como uno se vuelve mayor de lo que era y más pequeño de lo que llega a ser. Tal es la simultaneidad de un devenir cuya característica esencial es eludir el presente. En la medida en que elude el presente, el devenir no soporta la separación ni la distinción del antes y el después, del pasado y el futuro. Pertenece a la esencia del devenir el avanzar en los dos sentidos a la vez: Alicia no crece sin menguar, y a la inversa. El sentido adecuado es la afirmación de que en todas las cosas hay un sentido determinable; pero la paradoja es la afirmación de los dos sentidos a la vez».
Es cierto que Alicia es sometida a una serie de pruebas que se asemejan mucho a una dolorosa iniciación. Es arrastrada a un agujero por un conejo, se ahoga en sus propias lágrimas, ve cómo se le alargan desmesuradamente las piernas, etc. Es una cruel ironía denominar todo eso «el país de las maravillas». ¿De qué se trata en realidad?
Debemos recordar aquí la extraña pasión de Lewis Carroll por las niñas. Según una fórmula muy propia de su estilo, declaraba: «Adoro la infancia, a excepción de los muchachitos». Sus mejores horas las pasaba con todo un coro de niñas menores de diez años. A un amigo que le preguntó si no le exasperaba de vez en cuando la multitud de muchachas de que se rodeaba, le respondió: «Son tres cuartas partes de mi vida», mintiendo púdicamente sobre la cuarta parte, que también les correspondía. Siempre preocupado por hacer nuevas conquistas, solía desplazarse con un maletín de juguetes y muñecas destinados a engatusar a la niña de sus sueños, en el supuesto de que se la encontrase en un ómnibus o en un jardín público. Se reunía con sus amiguitas en veladas donde los padres estaban absolutamente excluidos. Con té, cháchara, juegos, historias fantásticas, cajas de música, el tiempo se pasaba muy rápido.
Pero ahí también la barrera de la edad era infranqueable. Carroll lo afirma con todas las letras: «La niña se convierte en un ser tan diferente cuando se transforma en mujer que nuestra amistad también se ve obligada a evolucionar. En general, esta evolución se plasma en el tránsito de una intimidad afectuosa a relaciones de mera cortesía, que consisten en intercambiar una sonrisa y un saludo cuando nos encontramos». Sí, la pubertad constituía una catástrofe que expulsaba a la niña adorada al infierno de la sexualidad y rompía toda relación con ella.
Por ello uno se ve tentado a interpretar las desventuras de Alicia como una caída en las tinieblas del sexo. Denominar este infierno «el país de las maravillas» es una inversión irónica totalmente acorde con el estilo habitual de Carroll.
Afortunadamente, tenemos la fotografía que detiene la evolución fatal y congela a la niña en su verde paraíso. Entre los «juegos» rituales de su corte, Carroll incluía una sesión fotográfica —ardua y pesada por el material de la época—, que constituía en cierto modo el tributo obligatorio de su harén en miniatura. Él mismo, con la mano trémula de alegría, desnudaba a sus aduladas para disfrazarlas de chinas, turcas, griegas o romanas. Las más queridas eran enviadas a una amiga, Miss Thomson, que se encargaba de fotografiarlas desnudas según las instrucciones del reverendo. No es necesario añadir que estos negativos fueron destruidos después de su muerte.
¿Erotismo? Sin duda, pero de la más alta especie, erotismo-amor, erotismo-ternura que compromete toda la vida de un hombre de genio y cristaliza en una obra sublime.
¡Qué extraño personaje este clergyman, profesor de matemáticas en la universidad de Oxford! Nació el 27 de enero de 1832 en Daresbury en el condado de Lancashire. Su padre era pastor de la parroquia y un apasionado de las matemáticas. Dio a Lewis dos hermanos y ocho hermanas. Todos tenían en común dos particularidades: eran tartamudos y zurdos. La tartamudez impedía a Lewis predicar en el templo. Es posible —si se quiere— ver en este rasgo el origen de un tema recurrente en su obra, la inversión, la transposición izquierda-derecha, antes-después, causa-efecto, así como la del espejo que reproduce el mundo al revés.
Conviene señalar que J.-K. Huysmans —que no cita nunca a Carroll— dedicó su obra principal, A contrapelo (1884), a un héroe, Des Esseintes, que adopta la postura del «todo al revés».
Gilles Deleuze analizó con brillantez, en su obra Lógica del sentido, esta actitud de Carroll: «En Alicia, como en Al otro lado del espejo, se presenta una categoría “de cosas muy especiales”: los acontecimientos, los acontecimientos puros. Cuando digo ‘Alicia crece”, quiero decir que se vuelve mayor de lo que era. Pero, por ese mismo motivo, se vuelve más pequeña de lo que es ahora. Por supuesto, ambos estados no ocurren al mismo tiempo: ahora es mayor, era más pequeña antes. Pero sí es al mismo tiempo, en virtud de la misma acción, como uno se vuelve mayor de lo que era y más pequeño de lo que llega a ser. Tal es la simultaneidad de un devenir cuya característica esencial es eludir el presente. En la medida en que elude el presente, el devenir no soporta la separación ni la distinción del antes y el después, del pasado y el futuro. Pertenece a la esencia del devenir el avanzar en los dos sentidos a la vez: Alicia no crece sin menguar, y a la inversa. El sentido adecuado es la afirmación de que en todas las cosas hay un sentido determinable; pero la paradoja es la afirmación de los dos sentidos a la vez».
Es cierto que Alicia es sometida a una serie de pruebas que se asemejan mucho a una dolorosa iniciación. Es arrastrada a un agujero por un conejo, se ahoga en sus propias lágrimas, ve cómo se le alargan desmesuradamente las piernas, etc. Es una cruel ironía denominar todo eso «el país de las maravillas». ¿De qué se trata en realidad?
Debemos recordar aquí la extraña pasión de Lewis Carroll por las niñas. Según una fórmula muy propia de su estilo, declaraba: «Adoro la infancia, a excepción de los muchachitos». Sus mejores horas las pasaba con todo un coro de niñas menores de diez años. A un amigo que le preguntó si no le exasperaba de vez en cuando la multitud de muchachas de que se rodeaba, le respondió: «Son tres cuartas partes de mi vida», mintiendo púdicamente sobre la cuarta parte, que también les correspondía. Siempre preocupado por hacer nuevas conquistas, solía desplazarse con un maletín de juguetes y muñecas destinados a engatusar a la niña de sus sueños, en el supuesto de que se la encontrase en un ómnibus o en un jardín público. Se reunía con sus amiguitas en veladas donde los padres estaban absolutamente excluidos. Con té, cháchara, juegos, historias fantásticas, cajas de música, el tiempo se pasaba muy rápido.
Pero ahí también la barrera de la edad era infranqueable. Carroll lo afirma con todas las letras: «La niña se convierte en un ser tan diferente cuando se transforma en mujer que nuestra amistad también se ve obligada a evolucionar. En general, esta evolución se plasma en el tránsito de una intimidad afectuosa a relaciones de mera cortesía, que consisten en intercambiar una sonrisa y un saludo cuando nos encontramos». Sí, la pubertad constituía una catástrofe que expulsaba a la niña adorada al infierno de la sexualidad y rompía toda relación con ella.
Por ello uno se ve tentado a interpretar las desventuras de Alicia como una caída en las tinieblas del sexo. Denominar este infierno «el país de las maravillas» es una inversión irónica totalmente acorde con el estilo habitual de Carroll.
Afortunadamente, tenemos la fotografía que detiene la evolución fatal y congela a la niña en su verde paraíso. Entre los «juegos» rituales de su corte, Carroll incluía una sesión fotográfica —ardua y pesada por el material de la época—, que constituía en cierto modo el tributo obligatorio de su harén en miniatura. Él mismo, con la mano trémula de alegría, desnudaba a sus aduladas para disfrazarlas de chinas, turcas, griegas o romanas. Las más queridas eran enviadas a una amiga, Miss Thomson, que se encargaba de fotografiarlas desnudas según las instrucciones del reverendo. No es necesario añadir que estos negativos fueron destruidos después de su muerte.
¿Erotismo? Sin duda, pero de la más alta especie, erotismo-amor, erotismo-ternura que compromete toda la vida de un hombre de genio y cristaliza en una obra sublime.
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