RE / CUENTOS FAMILIARES, Godofredo Olivares

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GODOFREDO OLIVARES, Re / cuentos familiares, Ficticia, México D.F., 2011, 104 páginas.

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EVERARDO

   Un viejo diván en casa de mis padres aún conserva la silueta larga y profunda de mi abuelo paterno, Everardo. Es un diván tapizado en piel parda, que ahora permanece recluido en un rincón del estudio. En mi niñez, sin embargo, lucía lustroso y nuevo en la recámara de mis abuelos.
   El abuelo Everardo, aunque fue un hombre arisco, duro, obstinado al silencio, a no hablar de sus propósitos o sus penas, ni de sus gustos o sus alegrías, será siempre mi héroe. Luchó en la Revolución Mexicana, sufrió hambre, graves heridas y llegó a sobrevivir recurriendo a lo inconfesable.
   De niño, cuantas veces le pedía que me contara sus hazañas, lo hizo a pesar de su arisca mudez. Son imborrables aquellos momentos: mi abuelo recostado en ese diván parduzco, y yo sentado sobre una pequeña silla de palo y palma, escuchando su vozarrón rasposo y concentrándome en las arrugas que marcaban su rostro, que a ratos parecían hundírsele más o desaparecían cuando le ganaba la emoción.
   Me gustaba oírle cuando se quedo tres semanas atrapado con otro compañero en una mísera y polvorienta trinchera, bebiéndose su propios orines y devorando, al principio, la carne cruda de un perro roñoso y, luego, todo lo que se moviera. O que me narrara, una vez más, su mayor hazaña: el haber sido de los primeros en adentrarse la tarde de junio de 1914, bajo un torrente de metralla, en la sitiada ciudad de Zacatecas.
   Mi abuelo Everardo formó parte de las tropas del general Felipe Ángeles, al que admiró y quiso con mucho respeto, y durante esa batalla, cuando galopaba bajo un fuego granado, un cañonazo federalista le cayó cerca y tres esquirlas de metralla lo alcanzaron de lleno; una le recorrió el vientre de costado a costado, otra se alojó en el muslo izquierdo y la tercera le quedó a una pulgada del corazón. Un médico, en el hospital de campaña, logró sacarle las dos primeras, pero no hubo manera de extraer la tercera; tendría que vivir con ella hasta que algún día le traspasará el corazón.
   Mi abuelo imaginó tener contados los días con esa minúscula bomba de tiempo en el pecho, pero con el correr de los meses y los años se acostumbró a ella. Contra las recomendaciones médicas de no realizar esfuerzos, ni fatigarse, en realidad nada que pudiera acelerar su ritmo cardíaco, él hizo de todo.
   A veces, mientras me relataba sus terribles aventuras, yo veía, una a una, las pocas fotografías de mi abuelo Everardo que se hallaban sobre la cómoda y los burós de su recámara. Y observaba en ellas a un gigante bigotón, de sombrero y botas con espuelas, montado en un alazán oscuro y levantando una carabina 30-30. Luego volteaba hacia el diván y descubría a un hombre diferente: mayor, con gruesos lentes, de escasos cabellos blancos, pero aún con un rostro enérgico y colorado. Una cara muy roja que, cuando se enojaba, se volvía de un tono casi purpúreo.
   Mi gran héroe murió cerca de los 96 años, mientras dormía la siesta en su diván favorito. La abuela Sabina, que estaba a unos pasos de él, aseguró que de pronto se escuchó un estallido seco dentro del pecho de mi abuelo Everardo.

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