NO LEER, Alejandro Zambra

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ALEJANDRO ZAMBRA, No leer, Alpha Decay, Barcelona, 2013, 240 páginas.

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LECTURAS OBLIGATORIAS

   Aún recuerdo la tarde en que la profesora de castella­no se volvió a la pizarra y escribió las palabras prueba, próximo, viernes, Madame, Bovary, Gustave, Flau­bert, francés. Con cada palabra crecía el silencio y al final solamente se oía el triste chirrido de la tiza. Por entonces ya habíamos leído novelas largas, casi tan lar­gas como Madame Bovary, pero esta vez el plazo era imposible: teníamos apenas una semana para enfren­tar una novela de cuatrocientas páginas. Comenzába­mos a acostumbrarnos, sin embargo, a esas sorpresas: acabábamos de entrar al Instituto Nacional, teníamos doce o trece años, y ya sabíamos que en adelante todos los libros serían largos.
   Así nos enseñaron a leer: a palos. Todavía pienso que los profesores no querían entusiasmarnos sino di­suadirnos, alejarnos para siempre de los libros. No gas­taban saliva hablando sobre el placer de la lectura, tal vez porque ellos habían perdido ese placer o nunca lo habían experimentado realmente: se supone que eran buenos profesores, pero en ese tiempo ser bueno era poco más que saberse los manuales.
   Como en el poema de Parra, los profesores nos vol­vían locos con preguntas que no iban al caso. Pero al poco tiempo ya conocíamos sus trucos o teníamos tru­cos propios. En todas las pruebas, por ejemplo, había un ítem de identificación de personajes, que incluía puros personajes secundarios: mientras más secunda­rio fuera el personaje era mayor la posibilidad de que nos preguntaran por él, así que memorizábamos los nombres con resignación y también con la alegría de cultivar un puntaje seguro.
   Había cierta belleza en el gesto, pues entonces éra­mos justamente eso, personajes secundarios, centena­res de niños que cruzaban la ciudad equilibrando ape­nas las mochilas de mezclilla. Los vecinos del barrio tomaban el peso y hacían siempre la misma broma: pa­rece que llevaras piedras en la mochila. El centro de Santiago nos recibía con bombas lacrimógenas, pero no llevábamos piedras sino ladrillos de Baldor o de Vi­llee o de Flaubert.
    Madame Bovary era una de las pocas novelas que había en mi casa, así que esa misma noche comencé a leerla, siguiendo el método de urgencia que me ha­bía enseñado mi padre: leer las dos primeras páginas y enseguida las dos últimas, y sólo entonces, sólo des­pués de saber el comienzo y el final de la novela, se­guir leyendo de corrido. Si no alcanzas a terminar, al menos ya sabes quién es el asesino, decía mi padre, que al parecer solamente había leído libros en que ha­bía un asesino.
   La verdad es que no avancé mucho más en la lectu­ra. Me gustaba leer, pero la prosa de Flaubert simple­mente me hacía cabecear. Por suerte encontré, el día anterior a la prueba, una copia de la película en un vi­deoclub de Maipú. Mi mamá intentó oponerse a que la viera, pues pensaba que no era adecuada para mi edad, y yo también pensaba o más bien esperaba eso, pues Madame Bovary me sonaba a porno, todo lo francés me sonaba a porno. La película era, en este sentido, decepcionante, pero la vi dos veces y llené las hojas de oficio por lado y lado. Me saqué un rojo, sin embargo, de manera que durante bastante tiempo asocié Mada­me Bovary a ese rojo y al nombre del director de la pe­lícula, que la profesora escribió entre signos de excla­mación junto a la mala nota: ¡Vincente Minnelli!
   Nunca volví a confiar en las versiones cinemato­gráficas y desde entonces creo que el cine miente y la literatura no (pero no tengo cómo demostrar eso, por supuesto). Leí la novela de Flaubert mucho tiem­po después y suelo releerla más o menos a la altura de la primera gripe del año. No es misterioso el cambio de gustos, pues cosas similares suceden en la vida de cualquier lector. Pero es un milagro que hayamos so­brevivido a esos profesores, que hicieron todo lo posi­ble para demostrarnos que leer era la cosa más aburri­da del mundo.

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