MIRAMIENTOS, Javier Marías
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JAVIER MARÍAS, Miramientos, Alfagura, Madrid, 1997, 134 páginas.
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En el Prólogo (pp. 9-15) explica el autor la génesis del proyecto encargado por Luis Revenga para la revista Cuadernos Cervantes: quince retratos verbales, a partir de fofografías, con los glosar a Jorge Luis Borges, Vicente Aleixandre, Juan Benet, Victoria Ocampo, Luis Cernuda...
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RAMÓN MARÍA DEL VALLE-INCLÁN, INVULNERABLE
Aquí está Valle-Inclán con su barba fluvial, lo que más llama la atención en todos sus retratos, también cuando la barba era negra pero sobre todo cuando ya era espumosa y blanca y se iba dispersando o deshilachando según caía. En la primera foto está sentado, con la mano derecha agarrando o cubriendo el brazo de la butaca como una zarpa, una mano tan conspicua y tan tensa que hace olvidar que por el otro lado le faltaba el brazo de carne, el izquierdo, perdido como resultado de una reyerta —qué admirable— literaria: botellazo, bastonazo, su propio gemelo paró el golpe pero sólo para clavársele en la muñeca e infectar la herida (dicen que se lavaba poco). Aquí está casi mirando a la cámara, no le ha dado tiempo a encararse del todo con ella, por eso tiene un aire de muy leve sorpresa o susto, parecen fingidos, como quien simula espantarse ante un niño que se disfrazó de fantasma y se acercó creyendo que no era visto. La mirada es irónica, o aún más, de guasa, las cejas enarcadas arrugando la frente bromista, toda la parte superior de la cabeza viaja hacia atrás confiriéndole velocidad, también el pelo mucho más obediente y liso que la barba escarchada, más también que el bigote con sus guías trabajadas hacia arriba —pero no mucho, como con descuido—. Parece que Valle-Inclán se hubiera interrumpido un momento en una tarea grata para dejarse hacer esta foto: ha retirado un segundo la butaca, tomando distancias con la carpeta y la mesa, entre displicente y halagado, como si no le resultara posible estar a la vez a dos cosas. Parece que haya dicho: “Bueno, venga, me dejo de historias, pero acabemos pronto.” Es un hombre capacitado para divertirse en cualquier instante, se ve en los ojos juveniles y vivos; está contento consigo mismo, parece casi invulnerable. Nadie diría que al hablar ceceaba.
En la segunda foto se lo ve más modoso y venerable, hoy nos recuerda a un rabino con su sombrero blando, pero en su día esa imagen era la de un dandy en regla. Tampoco aquí se echa en falta su inexistente brazo, figura que los dos estén a la espalda. Llaman la atención sus botines con el empeine blanco, la raya del pantalón bien planchada y los pies pequeños, como de bailarín retirado, o acaso es efecto de su calzado de dos colores. Camina satisfecho, mira de reojo —vigila— a la cámara que lo está retratando. La chaqueta está abrochada en ambas imágenes, sobre todo el botón más alto, algo propio de los frioleros. Podría estar paseando por Recoletos o la Castellana, donde hoy tiene una estatua. Ya no está vigente su aserto: los españoles nos dividimos en dos grandes bandos: uno, don Ramón María del Valle-Inclán, y el otro, todos los demás. Seguramente así de despreocupado andaba también aquel día en que se le cruzaron por un camino de El Pardo un pastor y su rebaño exigiéndole paso. Si mal no recuerdo, alzó el bastón al cielo y se plantó, gritando: “Apártate tú, vaquero, y deja paso a los hidalgos.”
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