HISTORIAS DE MARRAKECH, Mahi Binebine

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MAHI BINEBINE, Historias de Marrakech, Abada, Madrid, 2005, 105 páginas.

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Los quince relatos de Binebine están acompañados por las evocadoras fotografías en blanco y negro de Luis Asín.
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EL CÁNTARO AGUJEREADO

   ¿Cómo escribir un libro sobre Marrakech sin evocar la historia del cántaro agujereado?
   Por si no lo sabe, Cántaro agujereado soy yo. Un mote del género sioux que me había puesto mi abuela y que me siguió como una sombra durante muchísimo tiempo. La historia de la que nació este apodo era, según se mire, halagadora para mí, o bien degradante. Pues el utensilio en cuestión no podía servir para transportar agua más que en distancias cortas, ya que era viejo, ennegrecido de hollín, agrietado por varios sitios, y se salía a la menor sacudida. Una mala nota en la escuela, y mi nombre cobraba pleno sentido. Es muy normal que el cántaro no retenga nada: su memoria se escapa por todas partes. Una cita fallida, una moneda perdida, un olvido cualquiera, y resurgía como la miseria el desdichado sobrenombre. Sin embargo, bien mirado, podían encontrarse similitudes sorprendentes entre el cántaro y yo sin forzar la comparación. Comenzando por mi talla de retaco, el color mate de mi piel, mi panza inflada y sobre todo la rara floración de mis orejas separadas. Por mucho que mi abuela fuera medio ciega, su hallazgo tuvo una resonancia inmediata. Produjo el efecto de un chiste, una de esas golosinas que se pueden saborear sin moderación. Evidentemente, habría podido rebelarmey no responder al molesto apodo. Pero me había acostumbrado a él. Era parte de mí, como las garrapatas de los perros. Más aun, ni siquiera oía las risas burlonas que provocaba cuando alguien lo pronunciaba en público. Además ya no me preocupaba mi verdadero nombre, por el cual habían desangrado una oveja en público delante de nuestra buhardilla. Yo era Cántaro agujereado y nada más. Y, para los íntimos, Cántaro a secas.
   Pero volvamos al origen: la historia de la abuela tiene lugar en el cementerio de Bab Doukala, a la salida de las murallas en dirección a la ciudad nueva. En un refugio al fondo del recinto vivía un enterrador cuyos bienes se limitaban a un pequeño huerto robado a las tumbas, un asno tan viejo como él, y dos cántaros, uno de los cuales tenía por decirlo así un parentesco cordial con vuestro humilde servidor. Cada mañana, el enterrador cargaba sobre la albarda de su asno los dos cántaros e iba a llenarlos a la fuente pública. Así podía lavarse, beber y regar su huerto. Como ya he dicho, una de las tinajas no valía más que para desguace. ¡Y con razón! En el camino de vuelta perdía la mitad de su contenido. Sintiéndose inútil, gastada y rindiendo ya muy poco como aguadora, le dijo un día a su propietario: «Hace años que transportas agua en mi vientre, pero ahora estoy vieja y cansada, chorreo por todas partes, ya no sirvo para nada, ¡quizás sea el momento de que te desprendas de mí! Te hace falta un hermoso cántaro nuevo, y en el zoco los hay baratos».
   El enterrador no respondió. Pero al día siguiente, al volver de la fuente, detuvo su asno en medio del cementerio y dijo a su apenado cántaro: «Mira, viejo amigo, mira bien este sendero. Está verde por tu lado y no por el otro. Es el agua que tú crees perder lo que ha reverdecido todas sus tumbas! ¡Estoy seguro de que los muertos que reposan ahí te desean larga vida!».
   El cántaro enrojeció y no volvió a hablar más de jubilación. Sin duda es mi debilidad por esta historia lo que me ha hecho conformarme con el apodo de mi abuela. Desde que soy escritor, pienso a menudo en este sobrenombre que sólo mis viejos amigos conocen. Y, después de todo, creo que me va bien.


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