LOS REINOS DE PAPEL, Jesús Marchamalo
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JESÚS MARCHAMALO, Los reinos de papel, Siruela, Madrid, 2016, 222 páginas.
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Ignacio Martínez de Pisón: Libros y ventanales
Relata Marchamalo en En Vivir los libros (pp. 13-15) el origen de estas visitas a las bibliotecas de veinte autores, (de la A de Bernardo Atxaga a la V de Manuel Vicent pasando por la L de Elvira Lindo o la S de Marta Sanz) propiciadas por la Fundación Miguel Delibes y publicadas en El Norte de Castilla. Gustavo Martín Garzo en La biblioteca de Sherezade (pp. 17-19) nos recuerda que la historia de la biblioteca personal se confunde con la «propia vida».
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Recuerda, no sin cierta añoranza, que durante años imperó en su biblioteca un cierto caos apacible y desorganizado en el que los libros campaban a sus anchas y encajaban al azar en los estantes, sin más orden que ese imprevisible, caprichoso y accidental dictado por la sucesión de las lecturas.
Cada libro quedaba así al lado del que se había leído antes, mezclados el ensayo y la novela, la poesía y la historia, en una suerte de escaparate, de biografía lectora expuesta al escrutinio —curioso, indagador— de las visitas.
Pero un día, su mujer, María José, hizo un curso de biblioteconomía y decidió someter a aquellos libros, un poco cimarrones, al rigor del orden alfabético. Y fue cuando sobrevino la catástrofe, cuenta.
Porque los libros, es sabido, se resisten empecinadamente a ser clasificados con esa laxitud desesperante, y a cada uno que llega hay que buscarle un hueco que no existe, en su sitio preciso, moviendo los demás como se mueven, infructuosamente, las seis caras de los cubos de Rubik.
Así, hay ahora en su biblioteca una zona ordenada, impoluta, intachable. Y otra que anda un poco todavía sin hacer, diríase que en construcción, deconstruida, esperando un turno que no llega.
Junto a la pared, unas cajas. Porque en una obra reciente se recuperaron dos amplios ventanales, luminosos como una revelación, justo en el mismo sitio que ocupaban sendas estanterías: los libros de la o, la pe y la ese —Shakespeare y Saramago, por ejemplo, Orwell y Saint-Exupéry, los pobres—, que andan hoy expatriados y están ahí en las cajas, pacientes, a la espera.
Comenta, y es verdad, la artística belleza, casi decorativa, de las casas con libros. Un telón de lomos coloristas alineados con esa estética apacible de los estancos.
Y allí, a la vista, dibujada con rastros de papel y de pintura, la frontera precisa entre ambos mundos: las estanterías nuevas, modelo Billy, de Ikea, regulables, de un blanco nuclear casi arrogante, justo al lado de los viejos estantes de pino, que han ido oscureciendo con el tiempo y en los que ha encontrado refugio, siquiera provisional, ese ejército sutil de cachivaches —fundas de gafas, mecheros, cables de ordenador, inhaladores— que van posándose, al acaso, delante de los libros.
Cuenta Martínez de Pisón (Zaragoza, 1960), y es cierto, que las estanterías, al menos esas Billy, regulables, tienen mucho más fondo del que precisa el lomo de los libros y se acaban llenando de una quincallería emocional indefinible: piedras, fotos, postales y pequeños objetos que llegan de los viajes, o regalos, y que andan por allí como en suspenso. Porque prevalece en la casa, confiesa, la voluntad tal vez inexpresada de preservar las cosas, mantenerlas, dejarlas que encuentren su acomodo. «El problema, cuando decides deshacerte de algo, es que es irremediable», comenta. «De modo que muchas veces dilatar la decisión, aplazarla, te permite quedarte con cosas que, de otro modo, ya no estarían en casa».
Así, quedan en esta biblioteca rastros de eso que denomina, muy gráfico, «el testimonio de la época analógica»: viejas enciclopedias —la Británica, la del cine, heredada de casa de sus padres— y los coleccionables de los Beatles, el de la Transición, o los atlas que regalaban en fascículos los periódicos, y que guarda desde hace años sin encuadernar siquiera, esperando el momento de tirarlos.
Algún número desparejado de Cuadernos Americanos comprado en el mercado de Sant Antoni, donde los fue encontrando semana tras semana, y que le hicieron concebir la idea insólita de recuperarlos todos y conseguir recomponer la colección; y ahí, también, algunos de la revista Poesía, un libro de Botero, otro sobre los sitios de Zaragoza y un catálogo de Eugeni Forcano, el fotógrafo, del que ha ido sacando las imágenes de cubierta de sus últimos libros: un chaval, traje, corbata y calcetines blancos, con un limpiabotas junto a una boca de metro, para El día de mañana; o esa joven con algo de belleza recatada, devota y luminosa, observada por un rostro perturbador, para El tiempo de las mujeres. España, dice, dejó de ser fotogénica con el desarrollo, y se pregunta mirando la foto: ¿qué habrá sido de esta mujer?, que es la pregunta de la que surge, siempre, la literatura.
Y recuerda lo que llama «el comunismo cristiano» que imperaba en casa de sus padres; segundo de cinco hermanos, allí solo estrenaban el mayor y la pequeña, Natalia, que al ser la única chica disfrutaba también del privilegio. El resto heredaba los libros que, como la ropa, pasaban de un hermano al siguiente: Verne, Tintín, los Cinco, y también Pulgarcito y DDT y Tiovivo. Y ese salto, de repente, sin red, a la literatura de mayores que le arrojó, prácticamente, en brazos de Martín Vigil. «De adolescente piensas mucho en si lo que estás leyendo es o no de mayores y es curioso, La isla del tesoro te parece lectura para niños, y Martín Vigil, por ejemplo, piensas que forma parte de ese vasto mundo de la literatura de adultos. Así que lo leí mucho y me parecía un buen escritor. Luego leí a Valle-Inclán, un libro que me llevé de casa de mi abuelo con el que empecé a vivir la convicción, con catorce o quince años, de que en la literatura de adultos había libros que eran mejores y peores».
Y llegamos a la parte ordenada. Así, en la A, Amis —Martin y Kingsley— y Ajar, Émile, el seudónimo que ideó Romain Gary, por supuesto en la G, y con el que ganó dos veces el Goncourt. En la C, Chandler y Cortázar; en la D, Dos Passos, Doctorow, Durruti, y en la B, Baroja, en esas ediciones, exquisitas, de Caro Raggio, al lado de Barral; dos ejemplares de Figuración y fuga de la misma edición, pero que por esos caprichos editoriales tienen dos camisas distintas. Me cuenta que estaba estudiando y por la radio leyeron un poema de ese libro. Ese que comienza:
Porque conocía el nombre de los peces,
aun de los más raros,
y el de los caladeros, y las señas
de las lejanas rocas submarinas...
Cada libro quedaba así al lado del que se había leído antes, mezclados el ensayo y la novela, la poesía y la historia, en una suerte de escaparate, de biografía lectora expuesta al escrutinio —curioso, indagador— de las visitas.
Pero un día, su mujer, María José, hizo un curso de biblioteconomía y decidió someter a aquellos libros, un poco cimarrones, al rigor del orden alfabético. Y fue cuando sobrevino la catástrofe, cuenta.
Porque los libros, es sabido, se resisten empecinadamente a ser clasificados con esa laxitud desesperante, y a cada uno que llega hay que buscarle un hueco que no existe, en su sitio preciso, moviendo los demás como se mueven, infructuosamente, las seis caras de los cubos de Rubik.
Así, hay ahora en su biblioteca una zona ordenada, impoluta, intachable. Y otra que anda un poco todavía sin hacer, diríase que en construcción, deconstruida, esperando un turno que no llega.
Junto a la pared, unas cajas. Porque en una obra reciente se recuperaron dos amplios ventanales, luminosos como una revelación, justo en el mismo sitio que ocupaban sendas estanterías: los libros de la o, la pe y la ese —Shakespeare y Saramago, por ejemplo, Orwell y Saint-Exupéry, los pobres—, que andan hoy expatriados y están ahí en las cajas, pacientes, a la espera.
Comenta, y es verdad, la artística belleza, casi decorativa, de las casas con libros. Un telón de lomos coloristas alineados con esa estética apacible de los estancos.
Y allí, a la vista, dibujada con rastros de papel y de pintura, la frontera precisa entre ambos mundos: las estanterías nuevas, modelo Billy, de Ikea, regulables, de un blanco nuclear casi arrogante, justo al lado de los viejos estantes de pino, que han ido oscureciendo con el tiempo y en los que ha encontrado refugio, siquiera provisional, ese ejército sutil de cachivaches —fundas de gafas, mecheros, cables de ordenador, inhaladores— que van posándose, al acaso, delante de los libros.
Cuenta Martínez de Pisón (Zaragoza, 1960), y es cierto, que las estanterías, al menos esas Billy, regulables, tienen mucho más fondo del que precisa el lomo de los libros y se acaban llenando de una quincallería emocional indefinible: piedras, fotos, postales y pequeños objetos que llegan de los viajes, o regalos, y que andan por allí como en suspenso. Porque prevalece en la casa, confiesa, la voluntad tal vez inexpresada de preservar las cosas, mantenerlas, dejarlas que encuentren su acomodo. «El problema, cuando decides deshacerte de algo, es que es irremediable», comenta. «De modo que muchas veces dilatar la decisión, aplazarla, te permite quedarte con cosas que, de otro modo, ya no estarían en casa».
Así, quedan en esta biblioteca rastros de eso que denomina, muy gráfico, «el testimonio de la época analógica»: viejas enciclopedias —la Británica, la del cine, heredada de casa de sus padres— y los coleccionables de los Beatles, el de la Transición, o los atlas que regalaban en fascículos los periódicos, y que guarda desde hace años sin encuadernar siquiera, esperando el momento de tirarlos.
Algún número desparejado de Cuadernos Americanos comprado en el mercado de Sant Antoni, donde los fue encontrando semana tras semana, y que le hicieron concebir la idea insólita de recuperarlos todos y conseguir recomponer la colección; y ahí, también, algunos de la revista Poesía, un libro de Botero, otro sobre los sitios de Zaragoza y un catálogo de Eugeni Forcano, el fotógrafo, del que ha ido sacando las imágenes de cubierta de sus últimos libros: un chaval, traje, corbata y calcetines blancos, con un limpiabotas junto a una boca de metro, para El día de mañana; o esa joven con algo de belleza recatada, devota y luminosa, observada por un rostro perturbador, para El tiempo de las mujeres. España, dice, dejó de ser fotogénica con el desarrollo, y se pregunta mirando la foto: ¿qué habrá sido de esta mujer?, que es la pregunta de la que surge, siempre, la literatura.
Y recuerda lo que llama «el comunismo cristiano» que imperaba en casa de sus padres; segundo de cinco hermanos, allí solo estrenaban el mayor y la pequeña, Natalia, que al ser la única chica disfrutaba también del privilegio. El resto heredaba los libros que, como la ropa, pasaban de un hermano al siguiente: Verne, Tintín, los Cinco, y también Pulgarcito y DDT y Tiovivo. Y ese salto, de repente, sin red, a la literatura de mayores que le arrojó, prácticamente, en brazos de Martín Vigil. «De adolescente piensas mucho en si lo que estás leyendo es o no de mayores y es curioso, La isla del tesoro te parece lectura para niños, y Martín Vigil, por ejemplo, piensas que forma parte de ese vasto mundo de la literatura de adultos. Así que lo leí mucho y me parecía un buen escritor. Luego leí a Valle-Inclán, un libro que me llevé de casa de mi abuelo con el que empecé a vivir la convicción, con catorce o quince años, de que en la literatura de adultos había libros que eran mejores y peores».
Y llegamos a la parte ordenada. Así, en la A, Amis —Martin y Kingsley— y Ajar, Émile, el seudónimo que ideó Romain Gary, por supuesto en la G, y con el que ganó dos veces el Goncourt. En la C, Chandler y Cortázar; en la D, Dos Passos, Doctorow, Durruti, y en la B, Baroja, en esas ediciones, exquisitas, de Caro Raggio, al lado de Barral; dos ejemplares de Figuración y fuga de la misma edición, pero que por esos caprichos editoriales tienen dos camisas distintas. Me cuenta que estaba estudiando y por la radio leyeron un poema de ese libro. Ese que comienza:
Porque conocía el nombre de los peces,
aun de los más raros,
y el de los caladeros, y las señas
de las lejanas rocas submarinas...
Lo aprendió de memoria y tuvo ese deslumbramiento, la impresión prodigiosa de descubrir en las palabras de siempre nuevos significados, nuevas maneras de nombrar, de decir.
En la A, también, su amigo Atxaga, tapado por una vieja foto que salió en El Periódico en la que Pisón posa junto a su hijo Diego y que a lo largo del tiempo se ha ido poniendo reiterada y fatalmente azul.
Y también Vila-Matas y Mendoza y Melville, y la pila de libros de lecturas urgentes, inmediatas, escondida detrás de la puerta, donde están, no se puede decir desde cuándo, James Salter, Némirovsky, Harpo Marx y Mi infancia y juventud, de Ramón y Cajal, en Austral, y dos tomos, en inglés, arriba, tal vez recién llegados, de Alice Munro.
Faltan sus propios libros. Apenas media balda en una pequeña estantería en su cuarto. «Al final ocupas un huequecito así», afirma. «Tanto trabajo y tanto darle vueltas pan escribir este puñadito de libros, no mucho más de una esquina», dice con esa lúcida, tal vez inevitable melancolía, mientras Charly, el perro con el que casi no se habla, y que es única y exclusivamente de su hijo (recalca), le mira a medias con indiferencia, a medias también un poco con desdén. Ese de los perros que han decidido que tampoco quieren hablar con uno.
«Es uno de los libros que más me ha impresionado, la historia de una mujer que cambia su biografía por la de una de sus hermanas; una familia cuya historia se sustenta en la mentira».
En la A, también, su amigo Atxaga, tapado por una vieja foto que salió en El Periódico en la que Pisón posa junto a su hijo Diego y que a lo largo del tiempo se ha ido poniendo reiterada y fatalmente azul.
Y también Vila-Matas y Mendoza y Melville, y la pila de libros de lecturas urgentes, inmediatas, escondida detrás de la puerta, donde están, no se puede decir desde cuándo, James Salter, Némirovsky, Harpo Marx y Mi infancia y juventud, de Ramón y Cajal, en Austral, y dos tomos, en inglés, arriba, tal vez recién llegados, de Alice Munro.
Faltan sus propios libros. Apenas media balda en una pequeña estantería en su cuarto. «Al final ocupas un huequecito así», afirma. «Tanto trabajo y tanto darle vueltas pan escribir este puñadito de libros, no mucho más de una esquina», dice con esa lúcida, tal vez inevitable melancolía, mientras Charly, el perro con el que casi no se habla, y que es única y exclusivamente de su hijo (recalca), le mira a medias con indiferencia, a medias también un poco con desdén. Ese de los perros que han decidido que tampoco quieren hablar con uno.
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JOHN LANCHESTER, Novela familiar, Anagrama.«Es uno de los libros que más me ha impresionado, la historia de una mujer que cambia su biografía por la de una de sus hermanas; una familia cuya historia se sustenta en la mentira».
IGNACIO MARTÍNEZ DE PISÓN, Carreteras secundarias, Anagrama.
«Carreteras secundarias es el libro con el que me hago mayor. Después de madurar como escritor en público con otros libros, esta es la primera novela en la que sabía qué escritor quería ser».
MIGUEL DELIBES, Viejas historias y cuentos completos, Menoscuarto.
«Hay un cuento suyo que siempre me gustó y que recogí en la antología Partes de guerra. Se titula El refugio y aporta la mirada de unos niños que bajan a un refugio durante un bombardeo, y cómo ven la guerra desde su singular, infantil, punto de vista».
«Hay un cuento suyo que siempre me gustó y que recogí en la antología Partes de guerra. Se titula El refugio y aporta la mirada de unos niños que bajan a un refugio durante un bombardeo, y cómo ven la guerra desde su singular, infantil, punto de vista».
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