PIRULÍS EN LA HABANA, Enrique Jardiel Poncela

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ENRIQUE JARDIEL PONCELA, Pirulís de La Habana, Biblioteca Nueva, Madrid, 2001, 160 páginas.
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Estas Lecturas para analfabetos están precedidas de una Explicación (p. 9) y un Autointerviú (pp. 11-13) que anticipan el humor sarcástico de Jardiel. Sirva como ejemplo esta respuesta a su consideración sobre el divorcio: "Me parece tan indispensable como los botones de los abrigos".
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LA COCAÍNA
        
   Parece que en Madrid se vende cocaína clandestinamente. Y parece que hay un par de docenas de cocainómanos y diez u once cocainómanas. He comprobado todo esto por mí mismo al leer algunos periódicos. Y no he podido retener, al comprobarlo, un gran suspiro de satisfacción. ¡ Oh! Realmente, ¡ya era hora!
   La venta oculta de cocaína en una ciudad y la existencia de gentes que la consumen como se consumen los pasteles de hojaldre, ensancha el ánimo, porque indica claramente que esa ciudad ha llegado a la categoría de «urbe cosmopolita». (Los novelistas psicológicos lo han afirmado varias veces.)
   Coged un pueblo, Torrejón de Ardoz, por ejemplo; poned en él dos cocainómanos —hombre y mujer— y un puesto de venta clandestina de ese alcaloide, y habréis hecho de Torrejón de Ardoz una urbe tan cosmopolita como Viena, Londres o Berlín.
   La cocaína es la base en que se asientan los paraísos artificiales, del mismo modo que los almohadones son las bases que sirven para edificarnos saloncitos turcos.
   Muy pocas personas, acaso tres o cuatro vendedores de globitos, han llegado a conocer profundamente la cocaína, y para eso estas nobles gentes la han conocido en casa del dentista, al anestesiarles para arrancarles con facilidad un par de huesos de sus mandíbulas. Pero esos ciudadanos siguen —a pesar de todo— ignorando lo que es la cocaína.
   A los cocainómanos les sucede totalmente lo contrario: saben lo que es la cocaína, viven con el pensamiento en ella; pero ninguno ha puesto jamás en contacto su organismo con el famoso alcaloide. Les ocurre exactamente igual que a los barítonos de zarzuela, que desde el escenario dicen siempre a grandes voces —y secundados por la orquesta— que ellos vuelven locos a las mujeres; y en la realidad no se acerca jamás a ellos una mujer, como no sea para ofrecerles un décimo de la Lotería o para preguntarles dónde está la calle de Leganitos.
   Pueblos más sabios que el nuestro han dado al mundo multitud de individuos que consumen la cocaína a toneladas. El ochenta por ciento de ellos muere intoxicado. Es hermoso. Es hermoso como todo cumplimiento del deber.
   A nadie se le oculta que el deber de un mozo de cuerda es llevar bultos. No debe ignorarse tampoco que el deber de un cocainómano es morir intoxicado. Los cocainómanos españoles se resisten a comprenderlo así, y de esta estúpida resistencia nace la triste realidad de que en España haya tanto imbécil y de que a las siete de la tarde, por ejemplo, estén llenos todos los cafés de Madrid. Hay demasiado público en todas partes, aunque algunos empresarios de teatro lo nieguen.
   ¿Y entonces?
   (Lo pondré en francés, que hace más bonito.)
   Et alors?...
   ¿Cómo se explica que casi ningún compatriota muera intoxicado por la cocaína y que, no obstante, la Policía descubra tanta venta clandestina de esa sustancia?
   Todo me lo ha puesto en claro un farmacéutico amigo. Me ha dicho.
   —Era preciso no hacer el ridículo a los ojos del extranjero. Todo el mundo consumía cocaína, menos España. Y ahora, al fin, se consume en grandes cantidades. La vendemos nosotros en sustitución del perborato, para limpiar los dientes.

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