CUENTOS PARA NIÑOS NO TAN BUENOS, Jacques Prévert
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Con una nueva traducción de Juan Gabriel López Guix y diseño de Sebastián García Schenetzer, Libros del Zorro Rojo edita de nuevo este libro publicado por Gallimard en 1963. Las ilustraciones, que ya acompañaban al texto en la edición de Alfaguara, son obra de Elsa Henríquez.
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EL JOVEN LEÓN ENJAULADO
Un joven león crecía en cautiverio, y cuanto más crecía más gruesos se hacían los barrotes de su jaula. Al menos eso creía el joven león. En realidad, lo cambiaban de jaula mientras dormía.
A veces, venían unos hombres y le arrojaban polvo en los ojos; en otras ocasiones, le daban con el bastón en la cabeza. Él pensaba: «Son crueles y bestias, pero podrían serlo mucho más. Han matado a mi padre, han matado a mi madre, han matado a mis hermanos... Un día, seguramente, me matarán a mí, ¿a qué esperarán?».
Y él también esperaba. Pero no ocurría nada.
Un buen día hay novedades. Los muchachos de la casa de fieras colocan bancos delante de la jaula, entran unos visitantes y se instalan.
Curioso, el león los contempla...
Los visitantes están sentados y parecen esperar algo. En ese instante llega el revisor para ver si todos tienen su entrada. Un señor pequeño se ha sentado en la primera fila, pero no tiene la suya. Entonces el revisor lo echa dándole patadas en la barriga mientras todos los demás aplauden.
Al león le parece muy divertido y cree que los hombres se han vuelto más amables y que acuden a verlo de pasada.
«Hace ya diez minutos que están ahí —piensa— y nadie me ha hecho daño. Es excepcional, me vienen a visitar sin más, me gustaría hacer algo por ellos.»
Sin embargo, la puerta de la jaula se abre bruscamente y aparece un hombre gritando:
—¡Vamos, Sultán, salta, Sultán!
Y el león se ve embargado por una legítima inquietud porque nunca ha visto a un domador.
El domador tiene una silla en la mano, golpea con ella los barrotes de la jaula, la cabeza del león y un poco por todas partes; una pata de la silla se rompe, el hombre tira la silla y, tras sacar del bolsillo un gran revólver, se pone a disparar al aire.
Pero ¿qué es esto? dice el león por una vez que tengo visitas, aparece un loco, un energúmeno que entra sin llamar, rompe los muebles y dispara sobre mis invitados, ¡menuda falta de educación!
Y, saltando entonces sobre el domador, se dispone a devorarlo, más por deseo de poner un poco de orden que por pura gula.
Algunos espectadores se desmayan, la mayoría huye, el resto se precipita hacia la jaula y saca al domador por los pies, no se sabe muy bien por qué, pero el pánico es el pánico, ¿verdad?
El león no comprende nada, sus invitados lo golpean con los paraguas, hay un alboroto tremendo.
Solo un inglés permanece sentado en su rincón y repite:
—Lo había dicho, tenía que suceder, lo dije hace diez años...
Entonces todos los demás se vuelven contra él y gritan:
—¿Qué dice usted? ¡Todo lo que ocurre es por su culpa, sucio extranjero! A ver, ¿ha pagado su entrada?
Etcétera, etcétera.
Y el ingles también recibe golpes con los paraguas.
«¡Mal día también para él!», piensa el león.
Un joven león crecía en cautiverio, y cuanto más crecía más gruesos se hacían los barrotes de su jaula. Al menos eso creía el joven león. En realidad, lo cambiaban de jaula mientras dormía.
A veces, venían unos hombres y le arrojaban polvo en los ojos; en otras ocasiones, le daban con el bastón en la cabeza. Él pensaba: «Son crueles y bestias, pero podrían serlo mucho más. Han matado a mi padre, han matado a mi madre, han matado a mis hermanos... Un día, seguramente, me matarán a mí, ¿a qué esperarán?».
Y él también esperaba. Pero no ocurría nada.
Un buen día hay novedades. Los muchachos de la casa de fieras colocan bancos delante de la jaula, entran unos visitantes y se instalan.
Curioso, el león los contempla...
Los visitantes están sentados y parecen esperar algo. En ese instante llega el revisor para ver si todos tienen su entrada. Un señor pequeño se ha sentado en la primera fila, pero no tiene la suya. Entonces el revisor lo echa dándole patadas en la barriga mientras todos los demás aplauden.
Al león le parece muy divertido y cree que los hombres se han vuelto más amables y que acuden a verlo de pasada.
«Hace ya diez minutos que están ahí —piensa— y nadie me ha hecho daño. Es excepcional, me vienen a visitar sin más, me gustaría hacer algo por ellos.»
Sin embargo, la puerta de la jaula se abre bruscamente y aparece un hombre gritando:
—¡Vamos, Sultán, salta, Sultán!
Y el león se ve embargado por una legítima inquietud porque nunca ha visto a un domador.
El domador tiene una silla en la mano, golpea con ella los barrotes de la jaula, la cabeza del león y un poco por todas partes; una pata de la silla se rompe, el hombre tira la silla y, tras sacar del bolsillo un gran revólver, se pone a disparar al aire.
Pero ¿qué es esto? dice el león por una vez que tengo visitas, aparece un loco, un energúmeno que entra sin llamar, rompe los muebles y dispara sobre mis invitados, ¡menuda falta de educación!
Y, saltando entonces sobre el domador, se dispone a devorarlo, más por deseo de poner un poco de orden que por pura gula.
Algunos espectadores se desmayan, la mayoría huye, el resto se precipita hacia la jaula y saca al domador por los pies, no se sabe muy bien por qué, pero el pánico es el pánico, ¿verdad?
El león no comprende nada, sus invitados lo golpean con los paraguas, hay un alboroto tremendo.
Solo un inglés permanece sentado en su rincón y repite:
—Lo había dicho, tenía que suceder, lo dije hace diez años...
Entonces todos los demás se vuelven contra él y gritan:
—¿Qué dice usted? ¡Todo lo que ocurre es por su culpa, sucio extranjero! A ver, ¿ha pagado su entrada?
Etcétera, etcétera.
Y el ingles también recibe golpes con los paraguas.
«¡Mal día también para él!», piensa el león.
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