HISTORIAS CON TANGOS Y CORRIDOS, Pedro Orgambide

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PEDRO ORGAMBIDE, Historias con tangos y corridos, Casa de las Américas, La Habana, 1976, 184 páginas.
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FIESTA EN EL JARDÍN

   Juro que me gustaba trabajar con el señorito Julián, a quien he servido, creo, con justicia, en los muchos años que lleva en México. Me agradaba cuidar el jardín de su casa del pedregal, servir el desayuno en la veranda que da al parque, platicar con él sobre mi patria. Para él, que desde niño se aficiono a los toros, mi país era una inmensa plaza, llena de música y de sangre. Es posible que tuviera razón (el señorito Julián, debo decirlo, era muy inteligente) y nunca contradije sus convicciones. Para mí en cambio, la patria es como la madre muerta, alguien que ya no está y que, de pronto, vuelve en sueños. A casi cuarenta años de dejarla, he perdido su olor.
   Pero el señorito Julián insistía en nombrarla. Hablaba de los toros y yo veía los aviones, las bombas que estallaban en las calles, a mi madre corriendo con un crio en los brazos. ¿No es curioso? Me veía en brazos de mi madre y ya no era yo. Nadie es el mismo después de tanto tiempo.
   —¿En qué piensas? —decía mi patrón.
   —En el rosal —contestaba yo.
Juro que no mentía. Pensaba en el rosal, devorado por las hormigas, en la gente corriendo en 1936. Las hormigas. La gente.
   —Te estás volviendo tonto —me decía el señorito Julián.
   Y se reía.
   Siempre tuvo buen humor el señorito Julián. Esa es la verdad.
   Me sentía bien allí, cuidándolo, oyéndolo hablar en inglés con sus amigos mexicanos.
   —¡Ven, torero! —me decía y los amigos se reían y yo también porque lo hacían sin malicia.
   Ellos me embestían como toros (usted conoce a los jóvenes, les gusta divertirse) y yo, con el mantel, ensayaba una verónica. Las mujeres, las amigas del señorito Julián, aplaudían de alegría.
Pero esa noche tomaron más de la cuenta. Yo estaba en el cuarto de servicio, descansando, cuando ellos embistieron la puerta, cuando entraron, como toros furiosos, cuando comenzaron a golpearme.
   —¡Levántate, Hernán Cortés! —oí que ordenaba el señorito Julián.
   —¡Levántate, hijo de la chingada! —grito otro.
   Obedecí, lo mismo que aquella noche cuando llego la guardia civil, la noche que fusilaron a mi padre. Recuerdo que la luna estaba alta sobre los cerros. Iluminaba el jardín, los rosales, el muro de piedra volcánica que nos separaba de la fealdad del mundo. Me pareció ver una pistola en la mano del señorito Julián.
   Fue eso lo que me confundió. No recuerdo haber levantado la azada sobre las cabezas de aquellos jóvenes que solo querían divertirse. Juro que no lo recuerdo. Solo veo la luna, y el jardín como una inmensa plaza llena de música y de sangre.  

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