OCNOS, Luis Cernuda
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LUIS CERNUDA, Ocnos, Huerga y Fierro, Madrid, 2002, 166 páginas.
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De este conjunto de prosas escrito por Cernuda "desde la nostalgia de su tierra", dice lo siguiente Francisco Brines en su Prólogo (pp. 9-16), donde rebosa un cálido lirismo próximo al de las páginas que lo suceden: "Es un libro de recobrado amor; un libro de resurrección, por la palabra, de la edad borrada, el tiempo mítico en el que tiempo del existir se transforma en espacio y la eternidad acostumbra a encarnar en el tiempo".
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EL MAESTRO
Lo fue mío en clase de retórica, y era bajo, rechoncho, con gafas idénticas a las que lleva Schubert en sus retratos, avanzando por los claustros a un paso corto y pausado, breviario en mano o descansada ésta en los bolsillos del manteo, el bonete derribado bien atrás sobre la cabeza grande, de pelo gris y fuerte. Casi siempre silencioso, o si emparejado con otro profesor acompasando la voz, que tenía un tanto recia y campanuda, las más de las veces solo en su celda, donde había algunos libros profanos mezclados a los religiosos, y desde la cual veía en primavera cubrirse de hoja verde y fruto oscuro un moral que escalaba la pared del patinillo lóbrego adonde abría su ventana.
Un día intentó en clase leernos unos versos, trasluciendo su voz el entusiasmo emocionado, y debió serle duro comprender las burlas, veladas primero, descubiertas y malignas después, de los alumnos —porque admiraba la poesía y su arte, con resabio académico como es natural. Fue él quien intentó hacerme recitar alguna vez, aunque un pudor más fuerte que mi complacencia enfriaba mi elocución; él quien me hizo escribir mis primeros versos, corrigiéndolos luego y dándome como precepto estético el que en mis temas literarios hubiera siempre un asidero plástico.
Me puso a la cabeza de la clase, distinción que ya tempranamente comencé a pagar con cierta impopularidad entre mis compañeros, y antes de los exámenes, como comprendiese mi timidez y desconfianza en mí mismo, me dijo: «Ve a la capilla y reza. Eso te dará valor».
Ya en la universidad, egoístamente, dejé de frecuentarlo. Una mañana de otoño áureo y hondo, en mi camino hacia la temprana clase primera, vi un pobre entierro solitario doblar la esquina, el muro de ladrillos rojos, por mí olvidado, del colegio: era el suyo. Fue el corazón quien sin aprenderlo de otros me lo dijo. Debió morir solo. No sé si pudo sostener en algo los últimos días de su vida.
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