ALMA, Javier Moreno
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JAVIER MORENO, Alma, Lengua de Trapo, Madrid, 2011, 141 páginas.
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Encuadrados en el lienzo donde el narrador, a modo impresionista, va reflejando con maestría las luces y sombras de su alma, se encuentran María y Eduardo, dos personajes que, como satélites solitarios, giran alrededor de una existencia análoga sin que por ello sus destinos dejen de ser caprichosamente irreconciliables. Además de los perfiles y grupos que comparten en las redes sociales, el vínculo pervive a través de los correos electrónicos que María envía a su lista de contactos. En cada ocasión, la estructura se repite: una vieja foto respaldada por la historia que ella misma fabula, pero que podría haber sucedido o realmente sucedió barajando otros rostros, tiempos y lugares. La pequeña colección de microvivencias trepa con igual intensidad por la bandeja de entrada de Eduardo y los ojos cómplices de un lector que, como reflejo inevitable de las palabras que con tenaz brillo rezuma cada línea de la novela, siente poco a poco su alma desnudándose en silencio.
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Rosa tiene diecisiete años y se hizo esta fotografía. Con esta ya son tres, a añadir a la de su primera comunión y a otra en la que aparece junto a sus primas Manolita y Paquita (las segundas generaciones siempre se atribuyen el diminutivo), durante la boda de su tía Enriqueta. En las otras se le bien la cara. Pero ahora es distinto. Tenía las encías enfermas y los dientes le bailaban como si fueran las teclas de un viejo órgano. El médico le dijo que tenía que arrancárselos. Todos los de arriba. Por eso se hizo la fotografía, antes de ir al dentista, para poder mirarlos cuando ya no los tuviera. Ella podría llorar por el novio que se ha ido a la guerra (le tocó irse con los nacionales como podía haberse ido con los otros, porque como afirma el dicho, «hecho el amigo, hecho el enemigo»), pero prefiere llorar por los dientes perdidos. Aunque la verdad es que no le hace falta. Los dientes postizos le han quedado estupendos. Mucho mejor que los naturales. Además, ya no le duelen las encías. Ahora Rosa mira la fotografía y le parece una tontería echar de menos esos dientes podridos que no le dejaban ni comer. De hecho, no se la piensa enseñar a nadie. Mucho menos a ese chico que acude ahora a rondarla y al que descubrió su nueva sonrisa la primera vez que se cruzaron en la plaza.
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