DIBUJOS A LÁPIZ, Agustín Cadena
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AGUSTÍN CADENA, Dibujos a lápiz, FOECAH, Pachuca de Soto, 2015, 90 páginas.
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PLAYA COLORADA
Aunque desde temprano había habido señales de lluvia, Ocampo quiso ir a la playa a mirar el atardecer. Pero llegó demasiado temprano y el sol estaba alto todavía. Y con todo y que la mayoría de los turistas ya se había retirado, quedaban algunos niños, una pareja que se mecía entre las olas, una anciana de piel enrojecida. Ocampo sintió que no soportaba la arena caliente en los pies descalzos y bajó a la orilla de la playa, a la franja de humedad que el oleaje había sembrado de sargazos. Echó a andar sobre esa línea, siguiendo la suave curva de la bahía. Las olas llegaban a refrescarle los pies; de vez en cuando, alguna se le trepaba hasta los tobillos. Atrás de él se oían risas y gritos; adelante, a lo lejos, se veía un contorno de palmeras, hoteles modestos y sencillas casas de verano, algunas convertidas en bares.
En algún momento, sintió una presencia cerca de él, caminando a su lado: unos pies descalzos que levantaban sin ninguún sufrimiento la arena caliente. Se volvió. Era una niña como de diez años, nativa. Sí, no podía ser más que nativa a juzgar por el tono de chocolate de su piel, y porque no parecía interesada en el mar ni andaba en traje de baño sino que llevaba un vestido largo de mezclilla. El sol, que ahora sí comenzaba a bajar, hizo brillar un instante su pelo negro y luego desapareció tras unas nubes grises.
Ocampo no miró más a la niña. Se sintió incómodo con esa compañía no solicitada. Siguió caminando, un poco más rápido. Se preguntó si le daría tiempo de llegar hasta el final de la playa antes de que empezara a llover.
La niña emparejó su paso con el suyo. Marchaba sin despegar la vista de él. ¿Qué quería? ¿Iba a pedirle dinero? ¿Trataba de venderle algo? Ocampo pensó que si la ignoraba completamente, desistiría y lo dejaría en paz. Sin embargo, no fue así.
Cuando se cansó de esperar alguna amabilidad de su parte, la niña tomó la iniciativa:
—Hola —le dijo.
Ocampo se sintió forzado a responderle, pero también aliviado: por fin le diría ella lo que tenía que decirle, le pediría lo que tenía que pedirle y lo dejaría en paz.
—Hola.
La niña le sonrió de tal modo que Ocampo se relajó y ya no tuvo tanta urgencia porque se fuera.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó ella, con un fuerte acento local que a él le pareció gracioso. Era muy bonita: tenía unos ojos grandes, oscurísimos, y una mirada llena de inocencia.
—Roberto Ocampo, ¿y tú? —Esmeralda.
—Ah —dijo él, nada más.
Siempre le había costado trabajo empezar una conversación con una mujer, no importaba de qué edad fuera.
—¿Hasta dónde vas? —le ayudó la niña.
—No sé. A ver si llego al final de la playa. ¿Y tú?
—Yo voy hasta donde llegue ese señor.
—¿Cuál?
—Aquel que va allá adelante. ¿No alcanzas a verlo? El que lleva una hielera roja.
Ocampo distinguió una silueta a doscientos metros o más, delante de ellos. Era un hombre delgado con una gorra de beisbol.
—Es mi papá —le explicó la niña—. Vende helados.
—Ah —Ocampo se alejó de ella. Le dio desconfianza que el padre fuera a verlo cerca de su hija y pensara que era un pervertido o un robaniños y luego hiciera un escándalo o le echara a la policía. Pero el hombre se volvió en algún momento, tal vez buscando a la niña, y los vio juntos y no dijo nada. Ocampo volvió a relajarse.
—Pero ya no hay mucha gente en la playa y además va a llover.
—No.
—¿No qué?
—No va a llover, Roberto —parecía totalmente convencida—. Mi mamá le pidió a Dios que no lloviera hasta que mi papá terminara de vender todos los helados.
—Ah, ¿y estás segura de que Dios escucha a tu madre? —en cuanto dijo esto se arrepintió: le pareció abusivo ponerse cínico con una niña. Pero a ella no le afectó.
—Sí. Siempre la escucha. Va a mandar la lluvia a las montañas para que mi papá termine de vender los helados.
Ocampo prefirió hablar de otra cosa: no quería poner su amargura en evidencia. Le preguntó a Esmeralda por la escuela: iba en segundo año. Le preguntó quién hacía los helados que vendía su padre: la niña le dijo que toda la familia.
—¿Y cuántos son?
—Somos nosotros tres: mi mamá, mi papá y yo.
Finalmente, Esmeralda se aburrió de esa conversación. Fue al grano:
—Si no me das todo el dinero que traes en tu cartera, voy a gritar que me estabas diciendo cochinadas.
Ocampo la miró incapaz de comprender. Como que su mente negaba lo que Esmeralda le estaba diciendo. Es que de repente era otra. Sus ojos eran otros: ya no era una niña.
—La gente vendría a defenderme —insistió—. Mi papá se encargaría de armar el alboroto y te llevarían a la cárcel.
El hombre reaccionó por fin. Sacó su cartera y le dio todo lo que llevaba, sin decir nada. Ella le arrebató los billetes y echó a correr en dirección a su padre, quien a pesar de ir cargando la hielera andaba rápido.
Ocampo se volvió hacia el mar. Del sol no quedaba más que una delgada uña anaranjada. Pero toda el agua se hallaba incendiada por ella. No había nubes: se habían amontonado a lo lejos, sobre las montañas.
Ocampo sonrió.
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