ALGO SE NOS HA ESCAPADO, Katya Adaui

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KATYA ADAUI SICHERI, Algo se nos ha escapado, Borrador, Lima, 2011, 164 páginas.

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LA CALLE ES AHORA MÁS CORTA 

   Había que sacar a los chicos. Los cuentos se agotan, las historias se repiten. Son como los perros los niños, ¿sabe? Cánsalos de día, dormirán de corrido toda la noche.
   Mariana de ratona, Gabo de elefante. Los disfraces de las actuaciones del colegio, maleables por el uso, durarían años. ¿A quién no emocionan los niños imitando? Es tan difícil perder a la madre. Esto del Halloween lo hacían con Ana. Yo no sirvo para andar por ahí jodiendo con el timbre, molestando ancianos, vecinos en bata. Soy también un vecino en bata, un anciano. Me sentía el chofer, entrenado para llevarlos de ida y vuelta, solo ida, solo vuelta, al silencio. Yo tampoco hablaba evitando mentir: “Algún día comprenderán todo”.
   Mis hijos perdían amigos (a su edad todavía es fácil hacerlos), regresaban con moretones, les enseñé a defenderse: “Si te empujan, tú empujas”. Los familiares de sus compañeros me ofrecen ayuda en caso necesite cualquier cosa. Nunca tengo claro a qué se refieren. Mariana y Gabo dejaron de ser “la mayor” y “el menor”. ¿Con quién podría llamarlos así? Ana me dejó solo tratando de hacer cualquier cosa lo mejor posible. Con lo del seguro fue previsora, mucho más que yo. Tengo el dinero de un par de años. Mi prioridad, Mariana y Gabo. Complacer. Distraer. Llevo la cuenta, un mes sin “¿qué hacemos para que vuelva mamá?”.
   Ana no resucitará, aprendí. Maldito Halloween. Por estas fechas aumentan los secuestros de niños, dicen. Te volteas y ya no están. Te volteas y tienen otra familia. Uno se refugia en la enorme habitación vacía sosteniendo una foto, un recuerdo sin testigos: “Este era...”. ¿Cómo privarme de ver a mis hijos transformados en seres sin preguntas? Nos queda el presente.
   Mariana muestra un trozo de queso en la mano orgullosa. Gabo hunde un dedo en la hinchada barriga de espuma, el ruido gris de una burbuja reventando (este recuerdo: los elefantes huérfanos sobreviven si se les amarra una colcha alrededor del lomo, es el ondulante peso de la trompa materna amparando... la misma colcha elegida una y otra vez). ¿Debo pintarme bigotes, rugir alto? Mudar la bata por camisa y pantalón. Verme azorado, respetable, dudoso. Un padre. Que los vecinos admitan: conseguirán mirar lo que está vivo. Ana lo hacía tan bien. Antes de salir advierto: “Solo tocaremos los timbres de las casas, olvídense de los edificios”.
   –¿Por qué, papá?
   –Si se perdieran por los pasillos, ¿qué sería de ustedes sin mí? Lo que callo: ¿Qué sería de mí sin ellos?
   Despliegan las bolsas. Delante de las puertas ensayan ejercicios de paciencia enumerando sin equivocarse: Escucho algo, dice Mariana. ¡Ya vienen!, dice Gabo. Ojos febriles. Animales enjaulados creyendo que todo es comestible. Todo alimenta.
   Siento un pavor hondo: ¿y qué puedo hacer? Soy alguien que espera. Un amado muere, uno llora la propia muerte. Observo agazapado. A las puertas, a los niños.
   Mis hijos ríen y la noche, ríen y la vida.
   Su alegría es una opción. Tocamos todos los timbres. Despertamos resistencias, nuestras bolsas insisten: “seremos escuchados”. Con agilidad de tortuga recojo del suelo caramelos esquivantes, uno por uno caen granizando, me digo: la tranquilidad, autorizándome un tiempo de piñatas, las manos infinitas abarcando todo. Debajo de las ventanas gritamos a la sombra de luces brillantes adivinando miradas altísimas, canciones escapándose de un circo. Irresistibles, deseantes. Son mis hijos.
   Después sabrán que soy, por ahora, uno de ellos.

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