EL ELEFANTE, Sławomir Mrożek

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SŁAWOMIR MROŻEK, El elefante, Seix Barral, Barcelona, 1962, 210 páginas.

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Seix Barral encargó a Margarita Fontseré la primera traducción al español de una obra de Mrozek que cuenta con ilustraciones de Daniel Mroz.
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POR EL CAMINO

   Inmediatamente después de salir de N., atravesamos unos prados inundados en los que algunos rastrojos brillaban como cabezas rapadas de jóvenes reclutas. A pesar de los baches y del barro, el coche avanzaba con alegre traqueteo. Lejos, a la altura de las orejas de los caballos, se extendía una franja de bosque. A nuestro alrededor reinaba la soledad, como siempre en esa época. Hasta al cabo de un rato no me di cuenta de que, frente a nosotros, tanto más destacada cuanto más nos acercábamos, se divisaba la figura de un hombre. Vestía uniforme de cartero y su cara no tenía nada que llamara la atención. Estaba inmóvil junto al camino y cuando pasamos por su lado nos dirigió una mirada indiferente. Apenas le había perdido de vista, cuando apareció otro vestido con uniforme parecido; también este permanecía inmóvil. Le observé atentamente, pero pronto descubrí a un tercero y luego a un cuarto. Todos estaban de cara a la carretera, miraban al frente con apatía y llevaban un uniforme raído. Asombrado me incorporé en mi asiento para poder ver mejor el camino detrás de la espalda del cochero. En efecto, a lo lejos vi aparecer la figura siguiente. Después de pasar junto a dos mas, me entró una curiosidad incontenible. Estaban colocados a distancias relativamente considerables, de manera que no se podían ver unos a otros. Todos se mantenían en la misma actitud y no demostraban sentir por el coche mayor interés que el que puedan sentir los postes de telégrafo por los viajeros. Me restregué los ojos, pero en cuanto dejábamos atrás a uno de aquellos hombres, ya aparecía el otro. Me disponía a abrir la boca para preguntar al cochero que significaba aquello, cuando éste, señalando con el látigo a uno de ellos, dijo sin volverse:
   —Estan de servicio.
   Y volvió a aparecer ante nosotros una figura inmóvil, indiferente y con la vista fija hacia adelante.
   —¿Qué pasa? —pregunté.
   —¿Cómo, qué pasa? Están de servicio. ¡Arre, Castaño, arre!
   El cochero no parecía tener ganas de dar más explicaciones, o lo consideraba superfluo. De vez en cuando, animaba a los caballos, haciendo chasquear mecánicamente el látigo. Zarzas, capillas junto al camino, prados solitarios, venían a nuestro encuentro y desaparecían luego detrás de nosotros; y entre ellos fui descubriendo una tras otra de aquellas figuras, ahora ya familiares.
   —¿Qué servicio prestan? —pregunté.
   —¿Cual habría de ser? Servicio del Estado. Línea de telégrafos.
   —¿Cómo? —exclamé yo—. Para el telégrafo se necesitan cables y postes.
   El cochero me miró, se encogió de hombros y me explicó:
   —Se ve que no es usted de aquí. Todo el mundo sabe que para un telégrafo normal se necesitan cables y postes. Pero éste es un telégrafo sin hilos. En el plan se había previsto uno con cables, pero robaron los postes y ya no se puede obtener cable.
   —¿Cómo que no se puede obtener?
   —Pues por lo de siempre: porque no lo hay. ¡Arre, Castaño!
   Me callé asombrado, pero no estaba dispuesto a dejarlo así.
   —Pero ¿qué quiere decir sin hilos?
   —Pues muy fácil. El primero grita al segundo lo necesario, éste al tercero, éste al cuarto y así sucesivamente hasta que el telegrama llega a su destino. Ahora no dan ninguna noticia, pero si la hubiera, usted mismo la podría oír.
   —¿Y esta clase de telégrafo funciona?
   —¿Por qué no había de funcionar? Claro que funciona. Sólo que a veces equivocan el contenido de de los telegramas. Lo peor es cuando uno de ellos tiene una idea propia. Entonces se complace en añadir cosas de su propia cosecha y la noticia se va dando tal como él la dejó. Pero, por lo demás, incluso es mejor que un telégrafo normal. Ya se comprende, los hombres vivos siempre son más inteligentes. Las tempestades no afectan a este teIégrafo. Se ahorra madera, que no es poco, porque aquí en Polonia, los bosques están ya muy diezmados. Sólo en inviernos, a veces, los lobos ocasionan algunas averías. ¡Arre!
   —Y, ¿esta gente está contenta? ——pregunté yo asombrado.
   —¿Por qué no lo había de estar? No es un trabajo pesado. Sólo hay que saber palabras extranjeras. Ahora nuestro cartero incluso ha ido a Varsovia a perfeccionarse. Dicen que les darán unos cañutos modernos, para que no tengan que gastarse los pulmones gritando. ¡Arre!
   —Y  ¿si uno es sordo?
   —A los sordos no se les da este empleo. A los remellados tampoco. Una vez se coló un tartamudo que tenía influencia, pero pronto le despidieron, porque bloqueaba toda la línea. Dicen que en el poste quilométrico veinte hay uno que estudió en la escuela dramática y que es el que tiene una dicción más clara.
   Aturdido por estos argumentos, me callé. Dejé de fijarme en los que había junto al camino. El coche saltaba por encima de los baches en dirección al bosque.
   —Pero ¿no preferirían ustedes tener un telégrafo nuevo con postes y cables? —pregunté con prudencia.
   —¡Dios nos libre! —el cochero se estremeció—. Gracias al telégrafo, ahora es muy fácil conseguir trabajo, en nuestro distrito. Además, siempre puede ganarse algún dinero suplementario. Porque cuando alguien quiere que un telegrama llegue íntegro a su destino, toma el coche y se acerca al quilómetro diez, al quince, etc., y va dando algo a cada uno. Un telégrafo sin hilos siempre es otra cosa que uno con cable. Es mas avanzado. ¡Arre!
   Entre el ruido de las ruedas llegó hasta nosotros algo así como un tenue grito. No era el silbar del viento ni un gemido lejano. Sonaba. algo así como:
   —Aaaeeuuueoeiiiioooieeeoooee.
   El cochero se irguió en el pescante y aguzó el oído.
   —Ahora comunican —dijo—. Parémonos y lo oiremos mejor. ¡So!
   Cuando cesó el ruido monótono del coche, se produjo un gran silencio y pudimos oír mas claramente los sonidos que parecían gritos de grullas. El hombre-poste que había más cerca de notros se llevó la mano a la oreja.
    —Enseguida llegará aquí —murmuró el cochero.
   Y efectivamente, apenas se extinguió el último "eee" oímos un grito prolongado procedente de la arboleda que acabábamos de cruzar:
   —Paadre muueerto, entiiieerrooo miércooolees.
   —Dios le tenga en su gloria —murmuró el cochero tiró de las riendas. Al poco rato penetramos en el bosque.

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