EL CUADERNO DE LAS PESADILLAS, Ricardo Chávez Castañeda
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RICARDO CHÁVEZ CASTAÑEDA, El cuaderno de las pesadillas, FCE, México, 2012, 75 páginas.
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Fondo de Cultura Económica edita estas quince pesadillas subyugantes, bellamente ilustradas por Israel Barrón.
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EL BUEN CIELO
Cuando el cielo empezó a llevarse a los padres, los hijos se asustaron. Mamás y papás iban hacia arriba como globos, empequeñeciéndose en las azuladas alturas hasta desaparecer.
Nunca volvían.
Los niños empezaron a meter objetos pesados en los bolsillos de sus padres y en los abrigos de sus madres, pero aquello sólo sirvió para hacer más lenta la subida.
—¡Ayúdenme! ¡Ayúdenme! —bajaban los gritos, mientras mamás y papás eran arrastrados hacia arriba. Los hijos se quedaban en la tierra con los brazos en alto; con las manos abiertas igual que arañas. La última imagen que permanecía grabada en sus llorosos ojos eran siempre las sucias suelas de zapatos y zapatillas sumergiéndose entre las nubes.
Un niño todavía con padres inventó lo de las anclas: ayudarlos como si fueran barcos para detenerlos en la tierra. Las anclas eran pesas de metal, cadenas y un bello collar.
Se las pusieron mientras dormían.
Las pesas de metal crujieron y las cadenas se tensaron sin romperse, pero no mantuvieron a los padres en el suelo.
Lentamente, mamás y papás empezaron a ser jalados por el cielo a pesar de sus collares; pero al menos se consiguió que ya no atravesaran las nubes.
Padres y madres se quedaron entonces a la vista de sus hijos, con sus cabellos ondulando cual medusas en el aire.
Vistos a lo lejos, con sus piernas entreabiertas apuntando al cielo y sus brazos extendidos apuntando al suelo, los papás y las mamás flotan de cabeza como espantapájaros meciéndose por encima de las casas.
Así que en días soleados y de viento, los niños sin padres suben por las tensas cadenas que se extienden hacia el buen cielo para darles un beso y decirles que los quieren, aunque ellos ya nunca contesten.
Cuando el cielo empezó a llevarse a los padres, los hijos se asustaron. Mamás y papás iban hacia arriba como globos, empequeñeciéndose en las azuladas alturas hasta desaparecer.
Nunca volvían.
Los niños empezaron a meter objetos pesados en los bolsillos de sus padres y en los abrigos de sus madres, pero aquello sólo sirvió para hacer más lenta la subida.
—¡Ayúdenme! ¡Ayúdenme! —bajaban los gritos, mientras mamás y papás eran arrastrados hacia arriba. Los hijos se quedaban en la tierra con los brazos en alto; con las manos abiertas igual que arañas. La última imagen que permanecía grabada en sus llorosos ojos eran siempre las sucias suelas de zapatos y zapatillas sumergiéndose entre las nubes.
Un niño todavía con padres inventó lo de las anclas: ayudarlos como si fueran barcos para detenerlos en la tierra. Las anclas eran pesas de metal, cadenas y un bello collar.
Se las pusieron mientras dormían.
Las pesas de metal crujieron y las cadenas se tensaron sin romperse, pero no mantuvieron a los padres en el suelo.
Lentamente, mamás y papás empezaron a ser jalados por el cielo a pesar de sus collares; pero al menos se consiguió que ya no atravesaran las nubes.
Padres y madres se quedaron entonces a la vista de sus hijos, con sus cabellos ondulando cual medusas en el aire.
Vistos a lo lejos, con sus piernas entreabiertas apuntando al cielo y sus brazos extendidos apuntando al suelo, los papás y las mamás flotan de cabeza como espantapájaros meciéndose por encima de las casas.
Así que en días soleados y de viento, los niños sin padres suben por las tensas cadenas que se extienden hacia el buen cielo para darles un beso y decirles que los quieren, aunque ellos ya nunca contesten.
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