VIDAS IMAGINARIAS, Marcel Schwob

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MARCEL SCHWOB, Vidas imaginarias, Instituto del libro, La Habana, 1970, 132 páginas. Traducción: Hugo Acevedo.
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CRATES.CÍNICO

   Nació en Tebas, fue discípulo de Diógenes y conoció, también, a Alejandro. Ascondas, su padre, era rico y le dejó doscientos talentos. Un día en que había ido a ver una tragedia de Euripides se sintió inspirado ante la aparición de Télefo, rey de Misia, vestido con harapos de mendigo y llevando en la mano una cesta. Se puso puso de pie en mitad de la función y con fuerte voz anunció que distribuiría entre quienes los quisieran los doscientos talentos de su herencia, y que en adelante le bastaría con las vestimentas de Télefo. Los tebanos se echaron a reír y se atropellaron ante su casa; sin embargo, él reía más que ellos. Les arrojó su dinero y sus muebles por las ventanas, tomó un manto de tela y una alforja, y luego se fue.
   Llegado a Atenas, erró por las calles; apoyaba su espalda contra las murallas, entre los excrementos. Puso en práctica todo lo que aconsejaba Diógenes. El tonel le pareció superfluo: En opinión de Crates, el hombre no era un caracol ni un erizo. Desnudo permaneció entre la basura, recogiendo cortezas de pan, aceitunas podridas y espinas de pescado para llenar su alforja. Decía que su alforja era una ciudad espaciosa y opulenta la que no se hallaban parásitos ni cortesanas, y que producía para su rey bastante tomillo, ajo, higos y pan. Así, Crates llevaba a babuchas su patria y se nutría de ella.
   No se mezclaba en los asuntos públicos, ni aun para ridiculizarlos, y no afectaba insultar a los reyes. No aprobó aquella pulla de Diógenes, quien, habiendo gritado un día: «¡Hombres, acercáos!», golpeó con su bastón a los que acudieron, diciéndoles: «A hombres he llamado, no a excrementos». Crates fue tierno con los hombres. Nada lo preocupaba. Las llagas le resultaban familiares. Su gran pena, consistía en no tener el cuerpo lo bastante flexible para poder lamérselas, como hacen los perros. También deploraba la necesidad de tener que valerse de alimentos sólidos y de beber agua. Pensaba que el hombre debía bastarse a sí mismo, sin ayuda exterior alguna. Al menos, no salía en busca de agua para lavarse. Conformábase, cuando la mugre lo incomodaba, con frotarse el cuerpo contra las murallas, pues había observado que los asnos no proceden de otro modo. Rara vez hablaba de los dioses, y éstos no lo inquietaban: poco le importaba que los hubiera o no, y bien que sabía que nada podían hacerle. Por lo demás, reprochábales que adrede hubiesen hecho desventurados a los hombres al hacerles volver el rostro hacia el cielo y privarlos de la facultad que poseen la mayoría de los animales, que andan en cuatro patas. Pensaba Crates que puesto que los dioses han decidido que hay que comer para vivir, más bien debían haber vuelto el rostro de ios hombres hacia la tierra, donde crecen las raíces: nadie puede mantenerse con aire o con estrellas.
   La vida no fue generosa con él. A fuerza de exponer sus ojos al acre polvo del Ática, contrajo la legaña. Una desconocida enfermedad de la piel lo cubrió de tumores. Se rascó, y observó que de ello sacaba un doble provecho, pues usaba sus uñas, que nunca recortaba, y al mismo tiempo experimentaba un alivio. Sus largos cabellos se volvieron semejantes a los del fieltro espeso, y se los acomodó de manera de protegerse de la lluvia y el sol.
   Cuando Alejandro fue a verlo, él no le dirigió palabras punzantes, sino que lo consideró uno más entre los espectadores, sin hacer ninguna diferencia entre el rey y la multitud. Crates no tenía opinión acerca de los grandes. Le importaban tan poco como los dioses. Sólo los hombres le preocupaban, así como la manera de pasar la existencia con la mayor sencillez posible. Las censuras de Diógenes le causaban risa, no menos que sus pretensiones de reformar las costumbres. Crates se consideraba infinitamente por encirma de tan vulgares desvelos. Transformaba la máxima inscrita en el frontis del templo de Delfos, y decía: «Vive tú mismo». La idea de cualquier conocimiento le parecía absurda. Sólo estudiaba las relaciones de su cuerpo con lo que éste necesitaba, procurando reducirlas lo más posible. Diógenes mordía como los perros, pero Crates vivía como los perros.
   Tuvo un discípulo llamado Métrocles. Era un rico joven de Maronea. Su hermana Hiparquia, bella y noble, se enamoró de Crates. Hay constancias de su pasión por él y de que salió en su busca. Parece imposible, pero es cierto. Nada pudo desanimarla: ni la suciedad del cínico, ni su absoluta pobreza, ni el horror de su vida pública. Él le previno que vivía a la manera de los perros, en las calles, y que buscaba huesos en los montones de basura. Le advirtió que nada de su vida en común permanecería oculto y que habría de poseerla públicamente si así le venía en ganas, como los perros hacen con las perras. Hiparquia se avino a todo. Sus padres intentaron disuadirla: ella los amenazó con matarse. Tuvieron piedad de ella. Entonces Hiparquia abandonó el burgo de Maronea, desnuda, con los cabellos sueltos, cubierta sólo con una vieja tela, y se fue a vivir con Crates, vestida casi como él. Se dice que tuvieron un hijo, Pásicles; pero a este respecto nada seguro hay.
   Hiparquia fue, al parecer, buena con los pobres, y compasiva. Acariciaba a los enfermos; sin la menor repugnancia lamía las heridas sangrantes de aquellos que sufrían, convencida de que, eran para ella lo que las ovejas son para las ovejas, lo que los perros son para los perros. Si hacía frío, Crates e Hiparquia se acostaban muy juntos contra los pobres y procuraban darles, con sus cuerpos, un poco de calor. Les prestaban la silenciosa ayuda que los animales se prestan unos a otros. No sentían preferencia alguna por ninguno de los que se acercaban a ellos. Les bastaba con que fuesen hombres.
   Eso es todo cuanto ha llegado a nosotros con respecto a la mujer de Crates; no sabemos cuándo murió ni cómo. Su hermano Métrocles admiraba a Crates, y lo imitó. Pero no tenía tranquilidad. Su salud se veía perturbada por continuas flatulencias, que no podía contener. Desesperado, resolvió morir. Crates supo de su desgracia y quiso consolarlo. Ingirió una buena porción de alcamuces y se fue a ver a Métrocles. Le preguntó si era la vergüenza de su enfermedad lo que lo afligía a tal punto. Métrocles confesó que no podía soportar su desgracia. Entonces Crates, hinchado por los alcamuces, soltó unos cuantos vientos en presencia de su discípulo y le afirmó que la naturaleza sometía a todos los hombres al mismo mal. Enseguida le reprochó que sintiera vergüenza de los demás y le propuso su propio ejemplo. Luego soltó unos cuantos vientos más, tomó a Métrocles de la mano y se lo llevó.
   Ambos anduvieron largo tiempo juntos por las calles de Atenas, sin duda con Hiparquia. Se hablaban apenas. No sentían vergüenza de cosa alguna. Aun cuando hurgaban en los mismos montones de basura, los perros parecían respetarlos. Puede sospecharse que, de haber sido asaltados por la hambruna, se habrían acometido unos a otros a dentelladas. Pero los biógrafos no han informado nada por el estilo. Sabemos que Crates murió viejo, que terminó por quedarse en un mismo sitio, echado bajo el colgadizo de un almacén del Pireo donde los marinos resguardaban sus bultos, que dejó de vagar en busca de algo que roer, que ya no quiso siquiera extender el brazo y que un día lo hallaron consumido por el hambre.

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