LOS OBJETOS NOS LLAMAN, Juan José Millás
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JUAN JOSÉ MILLÁS, Los objetos nos llaman, Seix Barral, Barcelona, 2008, 248 páginas.
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EL BRAZO DERECHO DE MI PADRE
Mi padre no se dio cuenta de que apenas me había abrazado hasta que perdió el brazo derecho en un accidente laboral por el que estuvo cuarenta días hospitalizado. Cada vez que iba a verlo, yo le miraba el brazo que no tenía como si fuera más visible que el izquierdo. Pero la ausencia, claro, carecía de volumen. Era un brazo de aire. Aquel empeño en observar lo inexistente no me facilitó ninguna conclusión, pero sí una cantidad de extrañeza que por la noche, en la cama, intentaba digerir inútilmente. Quería preguntar a mi madre qué habían hecho con el brazo amputado de papá, pero una especie de instinto me decía que se trataba de una pregunta indecorosa.
Cuando mi padre volvió a casa, el vacío de su brazo quedó cubierto por la manga de sus camisas o de sus chaquetas, que a veces se movían como si tuvieran vida propia. Yo no podía dejar de mirarlas porque me atraían fatalmente, igual que las cortinas que se ondulan por el paso del aire sugiriendo la existencia de alguien agazapado detrás de ellas. Mi madre me dijo en un aparte que debía controlar aquella forma de mirar porque a mi padre le hacía daño. Mi padre era diestro, por lo que tuvo que aprender a hacerlo todo de nuevo con el brazo izquierdo. Asistí, turbado, a su proceso de aprendizaje. Llevarse una cucharada de sopa a la boca le suponía un esfuerzo humillante y brutal. Durante esa época decidí ser ambidextro y me pasaba los días practicando con el brazo izquierdo para no padecer las penalidades de mi padre en el caso de que sufriera una desgracia como la de él.
Lo que mi padre llevaba peor era el recuerdo de que apenas me había abrazado mientras había podido hacerlo. No sé en qué momento ni por qué cayó en la cuenta de que tenía esta deuda conmigo, pero se convirtió en una obsesión. Cuando estábamos solos, me pedía que me acercara a él, me rodeaba el cuerpo con el brazo izquierdo y colocaba la manga derecha de la chaqueta de tal modo que pareciera que tenía un brazo dentro.
—Me arrepiento tanto de no haberte abrazado...—me decía al oído, mientras yo intentaba librarme de él.
Pero no podía, no me era posible liberarme porque me sujetaba fuerte, fuerte, y no con el brazo izquierdo, como cabría suponer, sino con el que le faltaba, el derecho. Por ese brazo inexistente me sentía yo atrapado. Todavía lo estoy.
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