100 SOPAS, Varios Autores

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VARIOS AUTORES, 100 sopas, Anaya, Madrid, 2004, 56 páginas.

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Corresponde al director de la colección Sopa de Libros, Antonio Ventura, presentar  en el Prólogo (pp.7-9) este volumen conmemorativo que recoge trabajos de los mejores narradores e ilustradores del sello: Gustavo Martín Garzo, Agustín Fernández Paz, Vicente Muñoz Puelles...; y Noemí Villamuza, Emilio Urberuaga, Miguelanxo Prado...
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EL PRÍNCIPE QUE APRENDIÓ A LEER
                  
   Un día el Rey llamó a sus dos hijos y les dijo:
   —Mirad, en todos los reinos del mundo el heredero del rey es el primogénito, pero yo quiero que mi sucesor sea aquel de vosotros que antes pueda leer este papiro. Así que tenéis que aplicaros y aprended bien a leer, pues solo quien sepa descifrar sus signos podrá reinar.
   Por la noche, antes de dormirse, los niños recordaron las palabras de su padre. El mayor pensó: «Por mucha prisa que se de mi hermano no aprenderá a leer antes que yo, pues le llevo un año de adelanto. Así que puedo dormir tranquilo».
   El pequeño, en cambio, se dijo: «Si quiero ser rey tengo que recuperar el tiempo perdido y aprovechar para estudiar día y noche. Así que debo comenzar ahora mismo». Se levanto, desperto a sus maestros y les dijo:
   —Uno será mi maestro de día y el otro, de noche.
   —¿Y tú, cuando dormirás? preguntaron ellos.
   —Los reyes no duermen respondió el niño.
   Durante todo el año el hermano pequeño estudió con ahinco y pronto fue capaz de leer como su hermano. El día fijado les llamó el padre, les puso el papiro sobre la mesa y les dijo: «Leed».
   El mayor comenzó: «Si quieres ser un verdadero Rey...». Pero no pudo continuar, pues el resto estaba escrito en otro idioma.
   Cuando tocó el turno al pequeño hizo como que no sabía absolutamente nada y leyó balbuciendo.
   —Ninguno de los dos está aún preparado —sentenció el Rey. Y les dio otro año para aprender.
   El hermano mayor pensó: «Puedo estar tranquilo pues antes de entender el idioma extranjero, mi hermano tiene que aprender el nuestro, así que por mucho que aligere no me alcanzará».
   Aquel ano, mientras el mayor malgastaba el tiempo, el pequeño pidió a sus maestros que le enseñasen aquel idioma extrano en el que estaba escrito la segunda parte del enigma. Pero los maestros le dijeron que no podían ayudarlo, pues ignoraban en qué lengua estaba escrito aquel papiro que solo los príncipes podían leer. El niño entonces dibujó algunos de los signos que recordaba, y el maestro de día, al verlo, exclamó:
   —¡Pero si es griego, la lengua de mi madre, la que yo mismo hablé en mi infancia!
   —Entonces, enseñádmela —dijo el príncipe.
   —Con mucho gusto, majestad —aceptó el maestro.
   Mientras tanto, llegó el día en que el Rey, su padre, volvió a llamarles, los sentó ante la gran mesa de mármol y puso el papiro ante ellos.
   El mayor lo tomó y leyó otra vez los signos de su propia lengua, pero de nuevo se detuvo ante la lengua extraña.
   —Eso, padre mío, lo he dejado para el próximo año—se excusó.
    Entonces el padre llamó al pequeño. Todos lo miraban con comprensión, pero sin confianza. El pequeño tomó el papiro entre las manos, miró a todos los presentes con gran parsimonia leyó: «Si quieres ser un verdadero Rey... tienes que entender las lenguas de tus súbditos, escucharlos y comprenderlos. Solo así podrás ser justo como corresponde al Hijo del Sol.
    Por un momento permanecieron aturdidos, pensando que pretendía engañarlos, pero el Rey se acercó a él y abrazándolo, dijo:
    —Hijo mío, has leído fielmente, tú serás el rey, porque puedes comunicarte con todos los hombres de tu reino.
    Y así fue como el esfuerzo y la sabiduría hicieron que un niño fuese un rey. Y hubo muchas fiestas y todo el mundo se sintió feliz al saber que su rey podría entenderlos.
   Y cuando ocupó el trono mandó tallar una piedra negra de basalto en honor de su padre, y en recuerdo de aquel suceso memorable hizo que su mensaje fuese escrito en las tres lenguas de su reino. Y la colocó en el gran templo del Sol. Y allí permaneció durante siglos hasta que la arena del desierto y el polvo de las horas terminaron por ocultarla y hacerla olvidar para siempre... bueno... no para siempre, pues un día de 1799 un oficial frances de las tropas de Napoleón, llamado Bouchard, al excavar una fortificación, tropezó de nuevo con aquella piedra negra, en Rashid, una ciudad junto al Nilo que también llamaban Rosetta. Pero esa es otra historia que tal vez alguien quiera contarte.

                                  ELIACER CANSINO


ILUSTRACIÓN: Federico Delicado

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