CUENTOS DEL LIBRO DE LA NOCHE, José María Merino

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JOSÉ MARÍA MERINO, Cuentos del libro de la noche, Alfaguara, Madrid, 2005, 176 páginas.
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Una cita de Chuan Tzú (En el libro de la noche / nuestras páginas están en blanco.) abre este volumen que contiene 85 relatos entreverados por ilustraciones, la mayoría de las cuales son obra del propio Merino.
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REENCUENTRO

   Se encontraron de nuevo en un almuerzo de homenaje al profesor querido, veinte años después de haber terminado la carrera. Él recordaba lo mucho que aquella mujer le había atraído durante los tiempos estudiantiles y ciertas miradas de ella que entonces parecían expresar idéntica actitud. Sin embargo, sus grupos de amigos eran diferentes, y hasta la política los separaba. Pero en el almuerzo, reunidos en la misma mesa, la vieja barrera se deshizo y ambos descubrieron que seguía encendido en ellos el antiguo sentimiento de mutua atracción. No necesitaban hablar. En los postres, cuando comenzaban los discursos, se marcharon juntos. Un hotelito cercano los acogió y durante toda la tarde sus cuerpos dialogaron con pasión, ya sin reservas ni disimulos. Al atardecer ella dijo que tenía que irse y él la acompañó hasta el tren que la devolvía a su ciudad, a su marido y a sus hijos, antes de regresar a su casa, con su propia familia.
   A partir de entonces los días parecieron carecer de consistencia, como si la realidad, y su vida, hubieran perdido densidad. Una tarde se acercó a la plaza en que se encontraba el pequeño hotel que había cobijado sus abrazos, y contempló la ventana de aquella habitación, donde relumbraba la luz interior. Estuvo allí mucho tiempo, hasta que despertó en él la sospecha de que su unión de aquella tarde no había terminado, que todavía los cuerpos de los dos permanecían allí dentro, enzarzados en su amorosa entrega, que sus besos no habían concluido, ni las caricias profundas en que ambos se embelesaban. Los dos seguían allí, pensó, y todo lo demás era sólo sombra, un exterior borroso y sin volumen, una escenografía apenas esbozada, y él mismo un fantasma superfluo, el jirón de un pensamiento vago.
   Sigue yendo allí cada atardecer, para contemplar aquella habitación donde se mantiene la realidad de un encuentro inacabable, la verdad de sus cuerpos abrazándose sin cesar. Esta convicción le ayuda a sobrellevar la rutina de los días que pasan.

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