TEJIDOS Y NOVEDADES, Cristina Grande
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CRISTINA GRANDE, Tejidos y novedades, Xordica, Zaragoza, 2011, 184 páginas.
NAVIDAD
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A los relatos de La novia parapente y Dirección noche se añaden siete cuentos inéditos.
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NAVIDAD
Sabina se fue de casa dando un portazo. En el piso no quedaba nadie. Su padre había muerto tres meses antes, el dos de noviembre, y en todo el invierno no había dejado de llover. El día del entierro, llovía como en los entierros de las películas, en concreto Sabina pensaba en la Condesa Descalza y en Humphrey Bogart, que no llevaba paraguas y al final de la película estaba calado hasta los huesos.
A Sabina tampoco le importaba mojarse. En realidad, solo le importaba su dolor, tan magnífico y resplandeciente que era lo único real de aquella escena. Los siguientes cuarenta y tantos días no pudo dejar de llorar porque solo cuando lloraba se sentía a la altura de las circunstancias. Y a la larga tanto llanto resultó beneficioso, pues se le curó una conjuntivitis crónica que arrastraba desde hacia años.
Las navidades fueron horribles, tal como se esperaban. Sus abuelos maternos se empeñaron en que Sabina las pasase con ellos en el pueblo, junto al fuego del hogar, con villancicos y turrones, pero ella mi quería que su duelo dejara de ser inabarcable y a la mínima de cambio se echaba a llorar delante de todo el mundo.
A veces se encerraba en el cuarto de baño y se miraba al espejo mientras lloraba. Veía su cara hinchada y enrojecida y no se reconocía, como aquella vez que se comió un tripi y se asustó tanto, con la diferencia de que ahora le gustaba verse así. Le gustaba hasta el punto en que llegó a sacarse polaroids en plena llantina, y así luego, en los momentos de sosiego, las fotos volvían a provocarle las lágrimas. Pensaba que las lágrimas excavarían surcos en su cara, tal como creen recordar que le había pasado a san Pedro o a san Pablo o a san Mateo cuando habían negado a Jesús.
El cometa Halley iba a ser visible esa Navidad. Sabina y su abuela pensaban que era un fenómeno muy importante. La abuela ya había tenido la oportunidad de verlo cuando pasó en 1909 y tenía tres años, pero Sabina no confiaba en llegar a los noventa y cuatro para tener una segunda oportunidad. Lo verían juntas después de la cena de Nochebuena. En la tele habían hablado del cometa sin parar y era de agradecer que en unas fechas tan señaladas alguien se ocupara de temas tan alejados de lo humano.
Sabina y su abuela salieron al corral después de dar las doce por segunda vez en el reloj de la escalera. Las previsiones meteorológicas anunciaban nubes y claros esa noche, pero en plenos Monegros lo lógico era pensar más en claros que en nublos, por eso se llevaron un chasco al ver el suelo del corral convertido en una una ciénaga de barro y cagadas de gallina, y el cielo completamente negro.
Sabina se rió con ganas cuando vio sus zapatos de tacón hundidos en la mierda aquella, mientras su abuela increpaba al cielo por no estar despejado en una tierra en la que se habían pasado la vida rogando por la lluvia. La risa le pilló tan de sorpresa que no pudo evitar mearse panty abajo, y su abuela tuvo que ayudarla a salir del barro y conducirla con cuidado hasta el interior de la cuadra, por donde se accede a la casa —dejándola allí sola, mientras iba a buscar zapatos limpios— a merced de las cucarachas que acudían por la noche al olor de las sobras que se medio comían los gatos.
La risa de Sabina se convirtió en una leve sonrisa que se fue aflojando hasta que sus ojos quedaron clavados en el suelo mugriento de la cuadra y en sus zapatos echados a perder. Su abuela volvió al momento y antes de de verle la cara dijo: «¿ya estás otra vez llorando, niña?».
A Sabina tampoco le importaba mojarse. En realidad, solo le importaba su dolor, tan magnífico y resplandeciente que era lo único real de aquella escena. Los siguientes cuarenta y tantos días no pudo dejar de llorar porque solo cuando lloraba se sentía a la altura de las circunstancias. Y a la larga tanto llanto resultó beneficioso, pues se le curó una conjuntivitis crónica que arrastraba desde hacia años.
Las navidades fueron horribles, tal como se esperaban. Sus abuelos maternos se empeñaron en que Sabina las pasase con ellos en el pueblo, junto al fuego del hogar, con villancicos y turrones, pero ella mi quería que su duelo dejara de ser inabarcable y a la mínima de cambio se echaba a llorar delante de todo el mundo.
A veces se encerraba en el cuarto de baño y se miraba al espejo mientras lloraba. Veía su cara hinchada y enrojecida y no se reconocía, como aquella vez que se comió un tripi y se asustó tanto, con la diferencia de que ahora le gustaba verse así. Le gustaba hasta el punto en que llegó a sacarse polaroids en plena llantina, y así luego, en los momentos de sosiego, las fotos volvían a provocarle las lágrimas. Pensaba que las lágrimas excavarían surcos en su cara, tal como creen recordar que le había pasado a san Pedro o a san Pablo o a san Mateo cuando habían negado a Jesús.
El cometa Halley iba a ser visible esa Navidad. Sabina y su abuela pensaban que era un fenómeno muy importante. La abuela ya había tenido la oportunidad de verlo cuando pasó en 1909 y tenía tres años, pero Sabina no confiaba en llegar a los noventa y cuatro para tener una segunda oportunidad. Lo verían juntas después de la cena de Nochebuena. En la tele habían hablado del cometa sin parar y era de agradecer que en unas fechas tan señaladas alguien se ocupara de temas tan alejados de lo humano.
Sabina y su abuela salieron al corral después de dar las doce por segunda vez en el reloj de la escalera. Las previsiones meteorológicas anunciaban nubes y claros esa noche, pero en plenos Monegros lo lógico era pensar más en claros que en nublos, por eso se llevaron un chasco al ver el suelo del corral convertido en una una ciénaga de barro y cagadas de gallina, y el cielo completamente negro.
Sabina se rió con ganas cuando vio sus zapatos de tacón hundidos en la mierda aquella, mientras su abuela increpaba al cielo por no estar despejado en una tierra en la que se habían pasado la vida rogando por la lluvia. La risa le pilló tan de sorpresa que no pudo evitar mearse panty abajo, y su abuela tuvo que ayudarla a salir del barro y conducirla con cuidado hasta el interior de la cuadra, por donde se accede a la casa —dejándola allí sola, mientras iba a buscar zapatos limpios— a merced de las cucarachas que acudían por la noche al olor de las sobras que se medio comían los gatos.
La risa de Sabina se convirtió en una leve sonrisa que se fue aflojando hasta que sus ojos quedaron clavados en el suelo mugriento de la cuadra y en sus zapatos echados a perder. Su abuela volvió al momento y antes de de verle la cara dijo: «¿ya estás otra vez llorando, niña?».
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