LA CIUDAD SENTIDA, Manuel Longares
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MANUEL LONGARES, La ciudad sentida, Alfaguara, Madrid, 2007, 360 páginas.
CARTERISTAS
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La ciudad sentida, premio NH al mejor libro de relatos del año, consta de cincuenta y tres relatos en torno a la ciudad de Madrid. En este volumen se incluye también el primer libro de cuentos del autor: Extravíos.
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A Antonio Soler
En Madrid le robaron la bufanda a Tom, el teclado a Susi, la cantimplora a Junior, los billetes de avión a Tremp. Soy tan ordenada que guardo los detalles en mi ordenador: mientras Gloria visitaba el Guernica y Florence los servicios, los carteristas se llevaron las gafas de Gloria y la pomada de Florence. Aún fue más rápido lo de Bush y Powell: cuando terminaron de besarse, les faltaba el maletín con el látigo de Powell y las esposas de Bush. Esto sucedió en las Vistillas, donde Tony se quedó sin pitillera, Peter sin corbata y Charly sin pasaporte. A Deborah, que iba descalza en la procesión de Medinaceli, le quitaron los leotardos. En Las Ventas se apoderaron del abanico de Nancy y de la chequera de Jack. Entre dos estaciones de metro, Clinton sintió cosquillas, creyó que era pis, y salio del vagón en calzoncillos. Algo parecido a lo de Rita, que perdió el bañador mientras tomaba el sol en la piscina del hotel. Alega que estaba soñando.
¿Monipodio en Madrid? Me dicen que estos cacos son generosos y devuelven parte de lo que roban. Ni documentos ni dinero ni joyas. Pero entregan con un saluda la ropa íntima de mujer en un motel de la Casa de Campo. Hay que preguntar por uno que da masajes y rudimentos de cocina. A Winona le gustó que fuera partidario de la meditación trascendental y en el contacto perdió el anillo de casada. Afirma que limpiando el pescado, pero su marido tramita ya el divorcio.
Con estos antecedentes en mi ordenador portátil, vuelo a la patria de los bandoleros románticos. Llevo grabadora, móvil y preservativos para curarme en salud. No descansaré hasta encontrar el cuartel general de los ratas, desde Navacerrada hasta el Rastro los buscaré a pecho descubierto porque coleccionan sujetadores. Con la navaja en la boca y el corazón en la liga, vengaré a mis paisanos. Mi bisabuelo Frank, que luchó con las Brigadas Internacionales y se quedó sin piernas en el Campo del Moro, se enorgullecerá de mí. Madrid, te lo aviso, quiero tener en mi disco duro a quienes dejan a los japoneses sin Polaroid.
Decía mi madre, de confesión mormona, que lo importante no es abrir la boca, sino aprender a cerrarla. Llegué a Barajas y a nadie se le ocurrió atracarme con tanto taxi libre. Pero en la ciudad pasó de todo: en Cuchilleros me robaron la cartera de piel; en Preciados, el monedero de plástico; en Antón Martín, los pendientes de bisutería, y en Neptuno, una gorra del Atleti. Recordé lo que decía mi madre: siempre hay oportunidad de abrir la boca. Yo la tenía desencajada del pasmo, ni me había enterado de sus manejos conmigo. Decidí darme tiempo para pillarlos, y son tan galantes que no se hicieron esperar: a la puerta del Retiro me dejaron sin sortija, y en el estanque, sin reloj. Voceé en la grabadora: 'Dispongo de pruebas', y me quedé sin aliento cuando la vi desaparecer de mi mano. Enrabietada, agarré el móvil y al tercer número tecleaba al aire.
La mormona de mi madre decía a mi padre: en boca cerrada, no metes. Avisé a la comisaría desde el teléfono del hotel, que por ser armatoste es más difícil de desplazar. Dije que sabía de memoria la cara de mis ladrones. En ese instante la comunicación se cortó y abrieron mi puerta. El mismo que me afanó el móvil me lo restituía. Un detalle de atención al turista que no era gratuito: su jefe, el ilustre Luis Candelas, quería conocerme.
Ya dijo don Lucas Mallada que España es un presidio suelto. Soy más calculadora que una Canon, por lo que fui a la entrevista con el ordenador y los preservativos. Tardó nuestra limusina en cruzar la Castellana más que la diligencia desde Rota a Madrid. Para distraerme en los atascos de tráfico no abrí el ordenador, pero sí los preservativos. De modo que entré en el despacho de Luis Candelas como si saliera de la ducha.
Es un entresuelo de trescientos metros cuadrados en la Puerta del Sol. Me había figurado a Luis Candelas con capa y antifaz, pero viste de tuno y canta como Armando Manzanero. Ante el jefe de los ladrones me quejé del trato dado a mis compatriotas, leí en el ordenador los nombres de las víctimas y expuse mi caso: en mi primer día de turista, ocho robos. Vencida por el llanto, saqué el móvil:
—Mr. Candelas —murmuré—, voy a denunciarlo.
Con urgencia me facilitó los teléfonos de todas las policías nacionales, municipales y autonómicas. No le movía la arrogancia, sino el afán de ser reconocido. Y expresaba su frustración en un bolero dedicado a las fuerzas del orden: “Mírame, mírame mucho —decía el estribillo—. Ya no sé qué hacer para que me mires”.
¿Monipodio en Madrid? Me dicen que estos cacos son generosos y devuelven parte de lo que roban. Ni documentos ni dinero ni joyas. Pero entregan con un saluda la ropa íntima de mujer en un motel de la Casa de Campo. Hay que preguntar por uno que da masajes y rudimentos de cocina. A Winona le gustó que fuera partidario de la meditación trascendental y en el contacto perdió el anillo de casada. Afirma que limpiando el pescado, pero su marido tramita ya el divorcio.
Con estos antecedentes en mi ordenador portátil, vuelo a la patria de los bandoleros románticos. Llevo grabadora, móvil y preservativos para curarme en salud. No descansaré hasta encontrar el cuartel general de los ratas, desde Navacerrada hasta el Rastro los buscaré a pecho descubierto porque coleccionan sujetadores. Con la navaja en la boca y el corazón en la liga, vengaré a mis paisanos. Mi bisabuelo Frank, que luchó con las Brigadas Internacionales y se quedó sin piernas en el Campo del Moro, se enorgullecerá de mí. Madrid, te lo aviso, quiero tener en mi disco duro a quienes dejan a los japoneses sin Polaroid.
Decía mi madre, de confesión mormona, que lo importante no es abrir la boca, sino aprender a cerrarla. Llegué a Barajas y a nadie se le ocurrió atracarme con tanto taxi libre. Pero en la ciudad pasó de todo: en Cuchilleros me robaron la cartera de piel; en Preciados, el monedero de plástico; en Antón Martín, los pendientes de bisutería, y en Neptuno, una gorra del Atleti. Recordé lo que decía mi madre: siempre hay oportunidad de abrir la boca. Yo la tenía desencajada del pasmo, ni me había enterado de sus manejos conmigo. Decidí darme tiempo para pillarlos, y son tan galantes que no se hicieron esperar: a la puerta del Retiro me dejaron sin sortija, y en el estanque, sin reloj. Voceé en la grabadora: 'Dispongo de pruebas', y me quedé sin aliento cuando la vi desaparecer de mi mano. Enrabietada, agarré el móvil y al tercer número tecleaba al aire.
La mormona de mi madre decía a mi padre: en boca cerrada, no metes. Avisé a la comisaría desde el teléfono del hotel, que por ser armatoste es más difícil de desplazar. Dije que sabía de memoria la cara de mis ladrones. En ese instante la comunicación se cortó y abrieron mi puerta. El mismo que me afanó el móvil me lo restituía. Un detalle de atención al turista que no era gratuito: su jefe, el ilustre Luis Candelas, quería conocerme.
Ya dijo don Lucas Mallada que España es un presidio suelto. Soy más calculadora que una Canon, por lo que fui a la entrevista con el ordenador y los preservativos. Tardó nuestra limusina en cruzar la Castellana más que la diligencia desde Rota a Madrid. Para distraerme en los atascos de tráfico no abrí el ordenador, pero sí los preservativos. De modo que entré en el despacho de Luis Candelas como si saliera de la ducha.
Es un entresuelo de trescientos metros cuadrados en la Puerta del Sol. Me había figurado a Luis Candelas con capa y antifaz, pero viste de tuno y canta como Armando Manzanero. Ante el jefe de los ladrones me quejé del trato dado a mis compatriotas, leí en el ordenador los nombres de las víctimas y expuse mi caso: en mi primer día de turista, ocho robos. Vencida por el llanto, saqué el móvil:
—Mr. Candelas —murmuré—, voy a denunciarlo.
Con urgencia me facilitó los teléfonos de todas las policías nacionales, municipales y autonómicas. No le movía la arrogancia, sino el afán de ser reconocido. Y expresaba su frustración en un bolero dedicado a las fuerzas del orden: “Mírame, mírame mucho —decía el estribillo—. Ya no sé qué hacer para que me mires”.
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