RELATOS REALES, Javier Cercas
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JAVIER CERCAS, Relatos reales, Acantilado, Barcelona, 2000, 216 páginas.
UNA CANTIDAD INFINITA DE ESPERANZA
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Puede leerse como un dietario. Eso dice Cercas de este libro que «reúne un puñado de crónicas». Con ellas demuestra que el periodismo no es un género menor.
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¿Qué piensa un hombre antes de quitarse la vida? Hay una cantidad infinita de esperanza, dice Kafka, sólo que no para nosotros. Nada nos impide imaginar a Walter Benjamin, a quien tanto gustaba esa frase, recordándola el 26 de septiembre de 1940, en una habitación del hotel França, en Portbou, horas después de que en la aduana le anunciaran que iban a repatriarlo y justo antes de administrarse la dosis de morfina que le ahorraría la desdicha de regresar a la Francia ocupada por los nazis. Huyendo de ella, Benjamin había llegado el día anterior a Banyuls, desde donde, guiado por Lisa Fittko y en compañía de Henny Gurland y del hijo de ésta, cruzó a pie la frontera y entró en España tras nueve horas de penalidades, enfermo y aferrado a una maleta que contenía las Tesis sobre la filosofía de la historia y que, aunque se perdió a su muerte, conocemos gracias a que Georges Bataille conservó una copia. «Había nacido con mala suerte», dijo de él Lisa Fittko.
En Portbou todo el mundo conoce esa historia, o al menos esa es la impresión que tuve hace unos días cuando fui a visitar la tumba de Benjamín en compañía de mi hijo y de mi amigo Enrique. El cementerio está enclavado en la ladera de una montaña que domina el pueblo. Frente a la fachada se halla el monumento a Benjamin, obra de Dani Karavan. una construcción de metal excavada en la roca, al fondo de la cual, tras un cristal, puede verse un mar transparente lamiendo los arrecifes; en el cristal se lee una frase de Benjamin: «Es tarea más ardua honrar la memoria de los seres anónimos que la de las personas célebres. La construcción histórica está consagrada a la memoria de los que no tienen nombre.» Entramos en el cementerio. Aunque Benjamin fue enterrado en el nicho n.° 563, en 1945 sus restos fueron trasladados a una fosa común. Allí siguen, prestigiados por una lápida en la que están grabadas otras palabras de Benjamin: «No hay documento de la cultura que no lo sea también de la barbarie.» Mientras persigo a mi hijo por el cementerio, Enrique me cuenta riéndose que, cuando se inauguró el monumento, la frase de la lápida, elegida al parecer por Jordi Llovet, no les gustó un pelo ni al embajador de Israel ni al representante del Gobierno alemán, pero la risa se le congela en la cara cuando ve que mi hijo se ha parado muy serio delante de un nicho donde figura un nombre exactamente igual al suyo. Salimos sin correr del cementerio, bajamos a Portbou y localizamos el hotel França. Es un edificio de paredes leprosas, con un porrón de madera y un patio rodeado por una verja verde; está abandonado. Mientras miro el portón que Benjamin cruzó hace casi cincuenta años sabiendo que toda la infinita esperanza del mundo ya no era para él, Enrique charla con dos señoras de la familia González, que fue la que administró el hotel hasta que cerró. Aseguran que todo está más o menos igual que hace cincuenta años; también que, cuando iban a cerrar el hotel, el alcalde les dijo: «No lo hagáis. Es una institución en Portbou.»
Caminando en busca de un bar, Enrique me cuenta que el alcalde, que se llama Paco Martínez y fue interior izquierdo del Barca, compró no hace mucho el antiguo edificio de la aduana, el mismo que pisó Benjamin, el mismo que se ve, al otro lado de la bahía, desde la terraza del bar Riky, donde nos sentamos mientras mi hijo juega a tirar piedras al agua y nosotros seguimos hablando de Benjamin hasta que una camarera nos interrumpe y, mientras le hacemos el pedido, nos cuenta que gracias al suicidio del escritor no sólo se salvaron Henny Gurlana y su hijo, sino también muchos otros fugitivos, a quienes la red que Lisa Fittko y su marido organizaron a raíz de la muerte de Benjamin permitió huir de la Europa nazi; luego la camarera concluye: «De todos modos, habiendo tanto vivo de qué preocuparse, no sé por qué nos preocupamos tanto de los muertos.» El comentario nos corta en seco la conversación, así que nos bebemos la cerveza y pagamos y nos vamos en silencio, viendo cómo cae la noche sobre la bahía, pensando que la camarera, que quizá ha leído a Benjamín, tiene razón y que es más difícil honrar a las personas que no tienen nombre que a las personas célebres, pensando en Henny Gurland y en su hijo y en todos los prófugos que nacieron con más suerte que Benjamin y salvaron la vida, y pensando también, como quien formula un deseo, mientras nos alejamos de Portbou y mi hijo se me ha dormido en el regazo, que hay una cantidad infinita de esperanza y que después de todo quizá una parte mínima sí sea para nosotros. Para alguno de nosotros.
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