CUENTOS DE FLÂNEUR, Laura Ciancaglini
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LAURA CIANCAGLINI, Cuentos de flâneur, Bubok, Barcelona, 2009, 106 páginas.
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MISMA PLAZA, IGUAL SIEMPRE
En la plaza Rius i Taulet las terrazas rebozan. Los parroquianos apoyan su humanidad para ver lo que sucede siempre delante del reloj, y hasta podrían tasarse por lo que beben: la cerveza helada para rebajar una dura tarde que termina, y el café oportuno para una conversación más animada.
Pero dentro de los bares también se sientan los habitués solitarios, que a horas pico nunca hallan una mesa para leer el periódico y matar el tiempo.
Al entrar, los camareros me traen mi café sin preguntar. Tengo a mano dos diarios para comparar la creatividad o la chatura del armado cotidiano de mentiras. Y de repente, un conocido que entra a comprar tabaco me saluda y se sienta a mi mesa con confianza. Comentamos alguna noticia del día o hacemos una broma por pura cortesía. Nos hemos reconocido sin mayores entusiasmos, y no existen tampoco grandes agasajos ni sorpresas; formamos parte de un paisaje que acontece y se renueva sin mucha novedad. Somos una identidad portátil que se traslada en lo gregario, aunque en el fondo nadie sepa mucho del otro y la profundidad sea un espejismo o una graciosa conjetura.
Ignoro si se trata sólo de Gràcia, pero la Rius es un raro micropueblo fundido en un enorme anonimato. Sin embargo, reconocemos jetas de la vecindad y también a aquellos personajes pintorescos que repiten las escenas: el rumano del perrito blanco que toca la armónica, el viejo Eusebi y sus dibujitos por un euro, o aquel señor amable y discreto que ofrece pañuelos de papel, mesa por mesa.
En el verano, los niños arman tienditas contra la fuente del reloj, y comercian chucherías entre los camareros de Las Euras, que van equilibrando las bandejas de patatas bravas y boquerones en vinagre. A veces, según la disposición, me recuerda el cuadro Juego de niños, del viejo Brueghel.
Cada primavera y cada verano, la misma escena de patio se repite sin mayores variaciones. Imaginar, entonces, a otras personas de hace cuarenta años en esta misma plaza no es difícil. Secuencias iguales en las que todos pasan, van o regresan, entran o salen, cargan paquetes o se encuentran con los otros para beber sus cervezas y cafés.
El tiempo pone en el cordel lo vivido ayer. ¿Quién será aquella muchacha que corre llorosa al otro extremo de la plaza? Y esa señora que lleva un previsible paquete de pastas, ¿con qué amiga compartirá hoy su merienda, y a cuántos sacarán el cuero mientras sorben sus tazas de té indio edulcorado? Y ese adolescente crispado y con el sobaco lleno de libros, que apura impaciente el paso retrasado por los pelotazos de los niños, ¿dónde se dirige nuevamente y para qué todo ese esmero?
La plaza es el vínculo del aire que traspasa las siluetas. Hoy estoy aquí, mañana estaré en otro escorzo menos arduo, como cuando en el sueño vemos nuestro cuarto, colgados de un imposible vértice del techo.
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