LAS PALABRAS DE MI VIDA, Bernard Pivot

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BERNARD PIVOT, Las palabras de mi vida, Confluencias, Almería, 2014, 272 páginas.

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Dice Pivot en Palabras de bienvenida (pp. 9-11): «Todas estas palabras no pretenden relatar una vida de la A a la Z, sino que hacer que surjan olores, sonidos y colores».
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CHOCOLATE (CHOCOLAT)

   ¿El chocolate es una droga? Seguro. Muchos tragones impenitentes están enganchados al chocolate como quien esnifa cocaína de forma empedernida. Con la diferencia de que las semillas de cacao son de comercio libre y que el chocolate desata en nosotros, ya sea en polvo, sólido o líquido, una glotonería autorizada por la República y por la Facultad.
   El que tiene mono de chocolate no abre una tableta de forma delicada. La agarra con impaciencia, desliza un dedo por debajo de la solapa del envoltorio, la arranca, rompe el papel de plata, deja al descubierto la tableta que ahora está prisionera de sus manos y sus ojos y pronto se someterá a su concupiscencia. Con la caja de bombones no tiene miramientos. Se tarda demasiado en deshacer el nudo. Si tiene unas tijeras, lo corta. Si no, tira de la cinta hasta que cede. O bien, si no está muy apretada, la desliza a lo largo del embalaje, cuyas solapas abre rápidamente a continuación. Arranca el papel fantasía de arriba y, mientras analiza los diferentes tipos de bombones que se le ofrecen, escoge el primera en lo que será una larga ascensión al paraíso de los aztecas.
   El hígado, por supuesto. ¡Ay, el hígado! ¿Cómo se presenta el hígado de un loco del chocolate? La imagen aparece alterada. Rojo oscuro. Color burdeos, cacao. Con el que se fabrica la bilis. Frédéric Dard se jactaba de haber llevado a cabo la «unión sagrada» de su hígado con el chocolate.
   Había conseguido educarlo e incluso adiestrarlo, pues «el hígado es, mucho antes que el caballo, la conquista más hermosa del hombre». (Prefacio del libro de Martine Jolly El chocolate, una pasión devoradora).
   Una vez domado el hígado, quedan los riñones, indomesticables e incluso nada influenciables. Dos cabezas de chorlito. Fabrican piedras. Y cuando esas piedras quieren abrirse paso por nuestros bajos fondas, ¡ay, ay, ay! Durante mi segunda crisis de cólico nefrítico, el cirujano me pidió que observara la cosita dura que había extraído de mis conductos íntimos y que sostenía entre el pulgar y el índice. «Se distinguen bien —me dijo— los estratos de chocolate. Desde arriba hacia abajo: La Maison du Chocolat, Bernachon, Valrhona, Côte d’Or, Lindt, aunque algunas marcas seguramente se me escapen. Yo no poseo la maestría que tiene usted...».
   Cuando los periodistas le preguntaban a Frédéric Dard, con aires de inspectores de hacienda, por qué vivía en Suiza, él respondía: «Porque me gusta el chocolate». Era más el chocolate con leche que el chocolace negro lo que, cuando las fronteras no eran convencionalismos, merecía una excursión por Ginebra. Vladimir Nabokov: «Es imposible recuperar el sabor del chocolate con leche suizo de 1910, ya no existe». (Aposthrophes, 30 de mayo de 1975).
   Creo que todos hemos degustado alguna vez un chocolate, crujiente entre los dientes o fundente en la lengua, que nos ha dejado un recuerdo tan exquisito que a lo largo de la vida nos ha hecho devorar montañas de chocolate para recuperar lo que sabemos que hemos perdido para siempre. Pues lo que ya no existe no es aquel chocolate, sino nosotros, tal como éramos cuando tanto nos gustó.

Por cierto... 

   Ser chocolate: en francés significa estar engañado, como mínimo frustrado. No haber obtenido lo que se esperaba. Que te han timado. Antiguamente había dos payasos en el Circo de París que se llamaban Footit y Chocolate. Este último era la víctima del otro. Al final de cada escena, Footit se burlaba de su compañero diciendo: «Él es Chocolate», a lo que el otro contestaba mientras fingía consternación: «Yo soy Chocolate». El éxito que tuvo el número propició la expansión de la expresión francesa ser chocolate.

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