VIDA DE PERRAS, Teresa Calderón
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De los veinticuatro relatos de la autora chilena, algunos encajan en la categoría de narraciones breves.
**********HORA CERO
Mi primer intento suicida fue involuntario y lo desbarató en el acto la pericia del médico cuando asistió mi nacimiento y se encontró con que esta hija del Señor traía el cordón umbilical enrollado en el cuello. No pudiendo lograr mis fines, produje un bloqueo en la tráquea, de manera que no era posible alimentarme. Ni agua ni leche ni nada.
Mi padre me habló en la cuna, me pidió que viviera, que probara. Tal vez valiera la pena.
No pude resistirme a sus peticiones, pero el deseo de la nada era mayor y a la edad de quince días, desarrollé una alergia generalizada ala piel que se me abría a la menor provocación, hasta que me convertí en una llaga sangrante.
Así, en carne viva, sangrando y llorando, sin una piel protectora, me llenaron de vitaminas en un tratamiento de schok. Obligada a vivir con el gran argumento de que la vida pide la vida, me instalé en el único cuerpo que me dieron, para vivir lo que tenía que ser.
El segundo intento es éste. Ya no tengo nada que perder. Grito, lanzo patadas donde caigan; rasguño y muerdo. Sobre todo grito, grito y grito hasta vaciarme. La dignidad se me ha olvidado en un cajón desesperado de la mente. Abro la puerta de mi garganta estragada y dejo salir, por fin el vómito negro acumulado por años y años de humillaciones y dolor. Respondo por mí y por todas las mujeres humilladas y maltratadas del mundo; por todas las ofendidas y deshonradas. Ya no soy yo en este momento. Somos todas dejando paso al odio en su estado más puro y absoluto. Plenas la furia y el deseo de venganza saliendo ronco desde las profundidades, desde tiempos remotos, desde las vísceras, el grito, desde lo más antiguo del dolor y del horror. Ya no tengo nada que perder.
El odio como un río caudaloso y turbulento arrastraba consigo todo lo que encontró a su paso. El mal giró sobre sus talones y subió a su guarida de pócimas para ser feliz.
Me escondí en la cocina, mi refugio de ollas, mi escenario.
—¡Abreme la puerta, puta de mierda! ¡Te va a salir peor! —chillaba, dándole patadas y golpes de puño a la puerta que retumbaba y llegaba a doblarse, pero no cedía; firme conmigo la puerta, no me iba a entregar así tan fácilmente. Ya no.
—Te va a salir peor —gritaba.
Nada podría salirme peor que esto. Nada sería peor que haberme equivocado y haber vivido equivocada. Lo único que podría ocurrir era una muerte. Y no iba a ser la mía. Había descubierto el poder del grito, el dolor esencial, un arma hasta ahora desconocida.
Pero la puerta cedió y pudo entrar el mal. Me tomó del pelo y me lanzó al piso. Bloqueó mis manos y piernas con su cuerpo contra el mío en el suelo.
Inmovilizada y en silencio lo miré a los ojos; dos fieras auscultándose, calculando las fuerzas, midiéndose en un claro de la selva, porque esta pelea pararía en muerte.
Afuera golpeaban los ángeles. Intentaban entrar por la fuerza en la casa. Quedé tendida en el piso y el mal se detuvo por un instante. Aprovechando su descuido busqué con qué defenderme. En la cocina nos enfrentamos. Cuando levantó el puño, lo miré fijamente, sin miedo, sin angustia; lo miré con calma y lo apunté con el cuchillo de cocina.
—Si te acercas, te lo entierro —le dije. Y se lo hundí en el estómago para darle una pequeña prueba.
Se echó hacia atrás. Yo estaba dispuesta a todo. Y leyó en mis ojos, por primera vez, que, en efecto, así sería.
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