EN LAS TRINCHERAS, Gaziel

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GAZIEL, En las trincheras, Diéresis, Barcelona, 2014, 404 páginas.

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En Un periodista atípico (pp. 5-19) Manuel Llanas detalla la peripecia vital que desencadenó la conversión del doctor en Filosofía y Letras Agustí Clavet en el periodista Gaziel. En La cita imposible (pp. 399-404) Plàcid Garcia-Planas cifra "la inmensidad de Gaziel": "describir como nadie esa sensación indigna y secreta, esa tensión profunda e insana, tremenda, que sólo se produce —y reproduce— en el interior voyeur de los reporteros...
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LOS DESERTORES

   10.50 h.
   Interrumpiendo súbitamente la conversación, el capitán ha exclamado, señalando a lo lejos: «¡Allí van prisioneros alemanes! ¡He aquí un lance que no estaba previsto en el programa de nuestra excursión! Quizá les interese a ustedes».
   Hemos mirado, todos a una, hacia el lugar que el oficial indicaba. Por el fondo del camino, medio borradas entre la niebla, divisamos las siluetas de dos soldados franceses, con el fusil al hombro, marchando despacio y vueltos de espaldas a nosotros. Entre ellos iban caminando a compás dos prisioneros alemanes, que denotaban serlo por sus uniformes y el redondo casquete grisáceo que llevaban puesto sobre sus cabezas. Estaban desarmados, sin mochila ni zurrón, y como único equipaje uno de ellos sostenía, colgado de su diestra, un hatillo ligero.
   Les alcanzamos en seguida, y el capitán manda parar los coches. Al vernos apear, los caminantes se detienen y apartan a un lado de la carretera. Los soldados presentan armas al capitán, y los prisioneros se yerguen y cuadran, arrimándose uno contra otro, como si desearan instintivamente protegerse ante el temor de un peligro.
   El capitán interroga primero a los dos soldados franceses. Los dos prisioneros son desertores que acaban de entregarse en las avanzadas. Salieron de las posiciones enemigas al amanecer. arrastrándose para no ser descubiertos, y fueron acercándose a la línea extrema francesa que estaba separada de la alemana no más de cien metros. Cuando llegaron al borde de la zanja se pusieron de pie, levantando los brazos al aire en signo de rendición (para que los centinelas no dispararan contra ellos), y se dejaron caer al fondo de la trinchera francesa donde, a poco, eran detenidos. Ahora se les conducía a Suippes y, una vez interrogados en la comandancia del sector, iba a internárseles en seguida.
   Luego el capitán se dirige a los prisioneros. Son dos mozalbetes flacuchos y rubios, muy jóvenes, de rostro aniñado pero vivo y malicioso, con cierta expresión de truhanería ingénita. A las claras se adivina su origen humilde o más bien miserable, y que sus pocos años se han pasado entre aventuras de pícaro y placeres de arroyo. Al ver que les miramos, se mantienen rígidos, con los brazos pegados al cuerpo, y nos miran a su vez fijamente, no con audacia, sino con la secreta preocupación de adivinar quiénes somos, qué suerte les espera y qué intención es la nuestra. Sus labios entreabiertos, secos, tiemblan de hambre o de miedo.
   «¿De dónde eres?», pregunta el capitán a uno de ellos, en lengua alemana. El muchacho contesta según la costumbre militar de su país, indicando el nombre de la patria chica: «De Sajonia». «¿Qué edad tienes?» «Veinte años». «Y tú, ¿de dónde eres?», pregunta el capitán al otro. «De Prusia». «¿Cuántos años tienes?» «Diecinueve». Entonces el capitán les mira largo rato, de la cabeza a los pies. Los prisioneros soportan el silencioso escudriñamiento con rostro imperturbable. «¿Por qué habéis desertado?», interroga el capitán con voz dura. Los dos muchachos permanecen mudos. «Digo que ¿por qué habéis desertado?», repite el oficial. Nada; los prisioneros no contestan. Pero sus rostros pálidos se vuelven rojos de vergüenza, y poco a poco sus miradas se abaten hasta clavarse en el suelo.
   El capitán sonríe sin añadir palabra, y nos hace signo de partir. Volvemos a los coches. Los soldados franceses y sus prisioneros se disponen también a proseguir su camino. Y en el momento de marcharnos, al dirigir una última mirada a los dos prisioneros, sorprendemos entre ellos un guiño y un gesto que suplen con imponderable elocuencia la confesión que en vano intentó arrancarles el capitán. Los prisioneros se lanzaban una mirada por el rabillo del ojo y se tentaban mutuamente los codos, como diciéndose:
   «¡Ya estamos listos! Eso va a pedir de boca. Dos o tres interrogatorios más, por el estilo, y allá nos veremos alimentados, vestidos, fuera de todo peligro».
   Y los dos pequeños egoístas se regocijaban en secreto, como si acabaran de realizar la más ingeniosa y fructífera hazaña de su vida.

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