PALABRAS LITERARIAS, Ricardo Guadalupe
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RICARDO GUADALUPE, Palabras literarias, Octaedro, Barcelona, 2010, 96 páginas.
JITANJÁFORAS: LA MÚSICA DE LAS PALABRAS
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Acierta Octaedro al publicar estas colaboraciones de Ricardo Guadalupe para el programa de la Radio del Círculo de Bellas Artes de Madrid. Palabras literarias constituye un ameno catálogo de figuras literarias, de interés tanto para el lector interesado como para el futuro escritor.
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JITANJÁFORAS: LA MÚSICA DE LAS PALABRAS
Vamos a hablar de la música de las palabras. Sí. Vamos a escucharlas y a darnos cuenta de que, aún sin entender su significado, son capaces de expresar y transmitir algo solamente con su sonido. Este tipo de palabras al que me refiero abarca desde los primeros fonemas que puede balbucir un bebé hasta las palabras que nos inventamos cantando en la ducha.
Y cuando hacemos esto, cuando utilizamos este tipo de palabras ininteligibles, esto tiene un nombre, estamos haciendo una jitanjáfora. El término fue acuñado por el escritor mexicano Alfonso Reyes en la primera mitad del siglo xx para denominar a las palabras o frases sin sentido pero con rima o ritmo.
Se pueden encontrar fácilmente ejemplos en la música, como la jitanjáfora de los Beatles: «Obla-dí, obla-dá». También los hay en la magia, como es el caso del famoso conjuro «abracadabra», O en el cine; Charlot en Tiempos Modernos, decía: «je le tu le tu le twaa» para darse aires franceses sin saber francés.
En literatura, la jitanjáfora tuvo un gran auge con los poetas del Creacionismo. Este movimiento, impulsado por el chileno Vicente Huidobro, recurrió a la jitanjáfora porque proporcionaba efectos nuevos y universales, ya que las jitanjáforas nacen con vocación de no variar de una lengua a otra. También Eugéne Ionesco, padre del teatro del absurdo, introdujo la jitanjáfora en varias de sus obras.
Pero, en realidad, su uso es incluso anterior a que Alfonso Reyes le encontrara nombre. Ya se utilizaba en algunas parodias del Siglo de Oro español. Recordemos los versos de Lope de Vega:
Y cuando hacemos esto, cuando utilizamos este tipo de palabras ininteligibles, esto tiene un nombre, estamos haciendo una jitanjáfora. El término fue acuñado por el escritor mexicano Alfonso Reyes en la primera mitad del siglo xx para denominar a las palabras o frases sin sentido pero con rima o ritmo.
Se pueden encontrar fácilmente ejemplos en la música, como la jitanjáfora de los Beatles: «Obla-dí, obla-dá». También los hay en la magia, como es el caso del famoso conjuro «abracadabra», O en el cine; Charlot en Tiempos Modernos, decía: «je le tu le tu le twaa» para darse aires franceses sin saber francés.
En literatura, la jitanjáfora tuvo un gran auge con los poetas del Creacionismo. Este movimiento, impulsado por el chileno Vicente Huidobro, recurrió a la jitanjáfora porque proporcionaba efectos nuevos y universales, ya que las jitanjáforas nacen con vocación de no variar de una lengua a otra. También Eugéne Ionesco, padre del teatro del absurdo, introdujo la jitanjáfora en varias de sus obras.
Pero, en realidad, su uso es incluso anterior a que Alfonso Reyes le encontrara nombre. Ya se utilizaba en algunas parodias del Siglo de Oro español. Recordemos los versos de Lope de Vega:
A la dana dina,
a la dina dana,
a la dana dina,
señora divina.
a la dina dana,
a la dana dina,
señora divina.
Actualmente, la jitanjáfora aparece sobre todo en la literatura infantil.
Y tratando la jitanjáfora, no puedo dejar de recordar a un mago en el manejo del sonido de las palabras: Julio Cortázar. Empleaba con maestría onomatopeyas, aliteraciones, diminutivos o aumentativos para marcar a su antojo el tono y el ritmo de sus textos.
La máxima expresión de esto la tenemos en el capítulo 68 de su novela Rayuela, donde para dar un tono íntimo y un ritmo propio al encuentro físico de los dos personajes protagonistas, crea un recurso literario extremo, un lenguaje codificado pero sugerente, al que llamará glíglico. Dicho capítulo comienza de la siguiente manera:
Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes.
La máxima expresión de esto la tenemos en el capítulo 68 de su novela Rayuela, donde para dar un tono íntimo y un ritmo propio al encuentro físico de los dos personajes protagonistas, crea un recurso literario extremo, un lenguaje codificado pero sugerente, al que llamará glíglico. Dicho capítulo comienza de la siguiente manera:
Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes.
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