MIRADAS NUEVAS POR AGUJEROS VIEJOS, José María Pérez Zúñiga

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JOSÉ MARÍA PÉREZ ZÚÑIGAMiradas nuevas por agujeros viejos, Páginas de Espuma, Madrid, 2014, 160 páginas.
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150 cuentos, poemas, aforismos o microensayos se disfrazan de entradas de diccionario para acoger, de la A a la Z, un viejo intento de renovar la mirada del mundo.

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   agonía. Llevaba semanas preparándose para las vacaciones, sufriendo y adelgazando, hasta que llegó la huelga de transportistas. Decían que podría durar mucho tiempo, que los alimentos escasearían. Ana no se lo pensó dos veces. Entre el régimen y su escaso sueldo –agotado casi siempre antes de llegar a fin de mes entre ropa, revistas de moda y cosméticos– no podía almacenar grandes provisiones, pero algo, pensaba, había que hacer. Se lio una manta a la cabeza y acudió al banco para sacar sus escasos ahorros. Después fue al hipermercado. Tres carros fueron suficientes: dos para la comida, otro para cremas y revistas, que consideró que estaban bien de precio y contribuirían a paliar tanto sacrificio. Se las vio y se las deseó para meter la comida en el apartamento, pequeño pero acogedor, como correspondía a una chica ordenada y mileurista. Pero después de un par de horas todo quedó en su sitio. Había dedicado una tarde entera a ser previsora, y eso le hizo sentir bien. Así que por la noche se regaló una ración doble de lechuga y otra de máscara facial antes de acostarse.
   El exceso de lechuga suele ser funesto. Ana lo descubrió durante la madrugada, cuando tuvo que levantarse para ir al baño una y otra vez. Pero también había otra cosa: la satisfacción había desaparecido, acaso ahora se trataba de angustia, de un presentimiento. Cuando a las siete se metió en el cuarto de baño después de no haber pegado ojo y encendió la radio, lo comprendió todo: esa misma madrugada, sindicatos, patronal y gobierno habían llegado a un acuerdo. ¡La huelga se había desconvocado! Ana apenas pudo reprimir las lágrimas. Y no aliviaron su congoja la ración doble de crema hidratante y magdalenas, que era lo que solía desayunar. La bollería y los dulces sólo se los permitía muy de mañana –tenía todo el día por delante para quemar el azúcar–, pero añadió media tableta de chocolate, tal era la angustia que sentía. Trató de concentrarse en su trabajo, en no volver a pensar en toda la comida que tenía en casa, rebosando los armarios, las estanterías, la nevera. Se le ocurrió que, por lo menos, esa noche podría hacer de cena algo especial. Desempolvar el libro de recetas que le regaló su madre cuando se independizó, con estas palabras: «Toma, hija. Te aseguro que en algunos momentos de mi vida ha sido el único consuelo».
   Ana se había reído entonces, pensando en los kilos de más de su madre y en el cabrón de su padre, al que nunca había conocido, pero esa noche una sonrisa especial se dibujó en su cara. Cenó solomillo a la pimienta con patatas fritas, croquetas de pollo, los regó con media botella de Rioja, terminó con una tarta de chocolate. Ni siquiera se acordó Ana esa noche de la mascarilla facial, y durmió profundamente, sin sobresaltos ni pesadillas. No hay que decir que a partir de ese día su vida cambió. Tal era su agradecimiento a los transportistas, que se afilió por solidaridad a su sindicato, y al poco tiempo se enamoró de un camionero. Dicen que pronto volverán a subir los precios de los carburantes, pero cuando ellos escuchan la palabra huelga, un pellizco sacude sus corazones. Ana luce ahora rolliza y con un cutis limpio y sonriente.

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