GAVILLA DE FÁBULAS SIN AMOR, Camilo José Cela
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CAMILO JOSÉ CELA, Gavilla de fábulas sin amor, Acanto, Madrid, 1991, 214 páginas.
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Organizado en dos trancos, Razón d'amor y La historia Troyana, contiene veinticuatro narraciones felizmente acompañadas por treinta y dos dibujos de Pablo Picasso.
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LA LAVANDERA
Eurídice IX (léase nona; no novena ni nueve), esposa del violinista y tañedor de lira Orfeo y nuera, por tanto, de Apolo y de la musa Calíope, murió de mordedura de sierpe cuando, al aire los rosados cueros, la trenza suelta (desnuda en una queça, / lavando a la fontana, / estava la niña loçana, / las manos sobre la treça), lavaba pañuelos en las trágicas y sonoras y frescas aguas del río Hebro, antesala de las calderas de Plutón. Orfeo la rescató de las llamas [Peruzzi. Orfeo y Eurídice. Farnesina Roma] pero, contra lo pactado con Perséfone, reina de las sombras, la miró, inflamado de amor, antes de que saliera de la oscuridad, y la sumió (ya para siempre jamás) en las procelosas tinieblas de Hades, donde aún sigue.
Orfeo, con el recuerdo de Eurídice IX, la imposible, atenazándole los sentidos, olvidó los deleites y el suave tacto de pescado fresco de la carne femenina, y las mujeres tracias (¡qué malas bestias!), al verse desairadas por el poeta, se vengaron de él descuartizándolo en una juerga y arrojando sus despojos al río, para que los olvidara la corriente.
Eurídice IX tiene los blondos cabelos cortos sobr’ell oreja, peinados y despeinados con primor; la fruente blanca e loçana, de nácar; la saludable mejilla y la cara toda, fresca como maçana; los ojos negros (quizá azul oscuro) e ridientes; la nariz bien dibujada egual e dreira los dientes blancos; la boca amorosa y a razón (siempre a razón d’amor), y los labros que besó Orfeo, vermejos non muy delgados (por verdat bien mesurados).
Eurídice IX, con su nombre de yegua inglesa y la larva de la desgracia habitándole (como un huevo del mínimo pájaro que dicen lavanderita) el corazón, fue requerida a amores por el pastor Aristeo proclamado corsario de mozas campesinas e insaciable galán de las praderas de Tracia.
—Dejad a ese poeta a quien habéis prometido amor, Eurídice IX, porque él os herirá de fantasía y os matará de hambre. Las tetas de mis cabras os brindan la leche y el queso, el requesón y el Oloroso y dulce quesillo. Todo lo que tengo es vuestro y los dioses verán con benévolos ojos nuestra compañía. Decidme Eurídice IX, la palabra que espero.
Eurídice IX, recatadamente clavó la mirada sobre la yerba.
—Olvidad vuestro amor, Aristeo, enterradlo en la más honda sima de la montaña os lo suplico. Amo al hombre a quien prometí amar y preferiría verme muerta a imaginarme infiel. Nada me importan las calamidades que, a su lado, puedan esperarme, y todo, os lo aseguro, absolutamente todo, lo doy por un solo minuto de su presencia.
El pastor Aristeo, mientras su cómplice el empavorecido lobo gris del monte detuvo, tan sólo unos instantes, su trotecillo cruel, sujetó con ambas manos y ambos pies a Eurídice y la besó en la boca tan prolongadamente que el sol alumbró la escena más de mil veces. Euridice, cuando se vio libre, huyó —veloz como una corza—aguas arriba del Hebro, para que el limpio aire le lavase la suciedad del pecado ajeno.
Fue entonces cuando, mientras se detuvo a lavar su pañuelo, la sierpe le picó en el pie y Proserpina, aprovechándose de que Eurídice IX estaba como muerta, la arrastró hasta el horno en eternas llamas de Hades, el dios del mundo invisible. El enamorado Orfeo bajó tras la huella del amor (actitud que fue muy criticada por Fedro, el dialéctico, que amaba el amor por el amor y que no había hecho el amor jamás) y rescató a Eurídice IX del fuego eterno. (Su mismo amor, en forma de impaciencia le acarreó la desgracia: ese cuervo que se viste de sombra para seguir al elegido.)
cabelos cortos sobr’ell oreja,
fruente blanca e loçana,
cara fresca como maçana;
nariz egual e dreita,
nunca viestes tan bien feita,
ojos negros e ridientes,
boca a razón e blancos dientes,
labros vermejos non muy delgados,
por verdat bien mesurados;
por la centura delgada,
bien estant e mesurada.
ANÓNIMO, Razón d’amor.
Eurídice IX (léase nona; no novena ni nueve), esposa del violinista y tañedor de lira Orfeo y nuera, por tanto, de Apolo y de la musa Calíope, murió de mordedura de sierpe cuando, al aire los rosados cueros, la trenza suelta (desnuda en una queça, / lavando a la fontana, / estava la niña loçana, / las manos sobre la treça), lavaba pañuelos en las trágicas y sonoras y frescas aguas del río Hebro, antesala de las calderas de Plutón. Orfeo la rescató de las llamas [Peruzzi. Orfeo y Eurídice. Farnesina Roma] pero, contra lo pactado con Perséfone, reina de las sombras, la miró, inflamado de amor, antes de que saliera de la oscuridad, y la sumió (ya para siempre jamás) en las procelosas tinieblas de Hades, donde aún sigue.
Orfeo, con el recuerdo de Eurídice IX, la imposible, atenazándole los sentidos, olvidó los deleites y el suave tacto de pescado fresco de la carne femenina, y las mujeres tracias (¡qué malas bestias!), al verse desairadas por el poeta, se vengaron de él descuartizándolo en una juerga y arrojando sus despojos al río, para que los olvidara la corriente.
Eurídice IX tiene los blondos cabelos cortos sobr’ell oreja, peinados y despeinados con primor; la fruente blanca e loçana, de nácar; la saludable mejilla y la cara toda, fresca como maçana; los ojos negros (quizá azul oscuro) e ridientes; la nariz bien dibujada egual e dreira los dientes blancos; la boca amorosa y a razón (siempre a razón d’amor), y los labros que besó Orfeo, vermejos non muy delgados (por verdat bien mesurados).
Eurídice IX, con su nombre de yegua inglesa y la larva de la desgracia habitándole (como un huevo del mínimo pájaro que dicen lavanderita) el corazón, fue requerida a amores por el pastor Aristeo proclamado corsario de mozas campesinas e insaciable galán de las praderas de Tracia.
—Dejad a ese poeta a quien habéis prometido amor, Eurídice IX, porque él os herirá de fantasía y os matará de hambre. Las tetas de mis cabras os brindan la leche y el queso, el requesón y el Oloroso y dulce quesillo. Todo lo que tengo es vuestro y los dioses verán con benévolos ojos nuestra compañía. Decidme Eurídice IX, la palabra que espero.
Eurídice IX, recatadamente clavó la mirada sobre la yerba.
—Olvidad vuestro amor, Aristeo, enterradlo en la más honda sima de la montaña os lo suplico. Amo al hombre a quien prometí amar y preferiría verme muerta a imaginarme infiel. Nada me importan las calamidades que, a su lado, puedan esperarme, y todo, os lo aseguro, absolutamente todo, lo doy por un solo minuto de su presencia.
El pastor Aristeo, mientras su cómplice el empavorecido lobo gris del monte detuvo, tan sólo unos instantes, su trotecillo cruel, sujetó con ambas manos y ambos pies a Eurídice y la besó en la boca tan prolongadamente que el sol alumbró la escena más de mil veces. Euridice, cuando se vio libre, huyó —veloz como una corza—aguas arriba del Hebro, para que el limpio aire le lavase la suciedad del pecado ajeno.
Fue entonces cuando, mientras se detuvo a lavar su pañuelo, la sierpe le picó en el pie y Proserpina, aprovechándose de que Eurídice IX estaba como muerta, la arrastró hasta el horno en eternas llamas de Hades, el dios del mundo invisible. El enamorado Orfeo bajó tras la huella del amor (actitud que fue muy criticada por Fedro, el dialéctico, que amaba el amor por el amor y que no había hecho el amor jamás) y rescató a Eurídice IX del fuego eterno. (Su mismo amor, en forma de impaciencia le acarreó la desgracia: ese cuervo que se viste de sombra para seguir al elegido.)
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