AROMAS, Philippe Claudel
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PHILIPPE CLAUDEL, Aromas, Salamandra, Barcelona, 2013, 160 páginas.
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Claudel compone un sutil catálogo de sesenta y tres narraciones que indagan en la memoria desde el olfato: comienza el camino en Abeto y, lamentablemente, halla término en Viaje.
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AJO
Primero, el cuchillo trocea el diente. Un cuchillo afilado tantas veces que su hoja recuerda una luna creciente muy fina. El mismo cuchillo que mi abuela —apodada la Pulga, aunque sea bastante corpulenta— hunde ante mis ojos con un movimiento preciso, sin piedad, en el cuello de los conejos para que se desangren. Y0 nunca aparto la vista, porque prefiero esa muerte limpia a la hipocresía del palo que utilizan algunos para acabar con el animal. Mi padre lo hace del mismo modo: No me pierdo ninguna ejecución. Me gusta especialmente el momento en que, tras hacer pequeños cortes alrededor de las patas, vuelve la piel de un tirón, como si fuera un calcetín, y la separa del cuerpo de azulado marfil. En los dientes de ajo, que desnudos parecen caninos de animales salvajes, el arma del crimen talla minúsculos cubos nacarados y un poco pegajosos, a los que no les da tiempo a despedir su olor, porque mi abuela los echa enseguida a la negra y abollada sartén, sobre el bistec que ya chisporrotea en ella. Explosión. Humareda de fragua. Picor de ojos. La cocina de la pequeña casa del número 18 de la rue des Champs Fleury desaparece en una nube. Salivo. Olor a ajo, mantequilla que hierve y carne, cuya sangre y cuyos jugos se transforman en delicioso caldo al contacto con la grasa fundida. Espero sentado a la mesa. Con un vacío en el estómago. Con un cubierto en cada mano. Con un paño blanco anudado al cuello. Los pies aún no me llegan al suelo. Soy Pulgarcito, pero me he convertido en el ogro del cuento. Tengo toda una vida por delante. Mi abuela hace salir la humareda de figón por la ventana que da al corral y pone en mi plato de vieja porcelana, que me encanta, con sus desconchaduras y sus imágenes de caza, el bistec que esa misma mañana hemos comprado en la carnicería del Petit Maire, en la me Carnot. Los cubos de ajo se han apergaminado. Unos se han vuelto rojizos, otros han adquirido un color sepia y algunos un tono caramelo, pero, sorprendentemente, los hay que han conservado su blancura nívea. Juntos, obran sobre el caliente y dorado filete un sutil milagro. Mi abuela remata la faena cortando con sus tijeras negras de coser un poco de perejil muy fino, que cae sobre la carne, dándole un aroma de hierba fresca. Luego me mira sonriendo.
—¿Tú no comes? —le pregunto.
—Verte comer a ti me alimenta —responde. Murió cuando yo tenía ocho años.
Primero, el cuchillo trocea el diente. Un cuchillo afilado tantas veces que su hoja recuerda una luna creciente muy fina. El mismo cuchillo que mi abuela —apodada la Pulga, aunque sea bastante corpulenta— hunde ante mis ojos con un movimiento preciso, sin piedad, en el cuello de los conejos para que se desangren. Y0 nunca aparto la vista, porque prefiero esa muerte limpia a la hipocresía del palo que utilizan algunos para acabar con el animal. Mi padre lo hace del mismo modo: No me pierdo ninguna ejecución. Me gusta especialmente el momento en que, tras hacer pequeños cortes alrededor de las patas, vuelve la piel de un tirón, como si fuera un calcetín, y la separa del cuerpo de azulado marfil. En los dientes de ajo, que desnudos parecen caninos de animales salvajes, el arma del crimen talla minúsculos cubos nacarados y un poco pegajosos, a los que no les da tiempo a despedir su olor, porque mi abuela los echa enseguida a la negra y abollada sartén, sobre el bistec que ya chisporrotea en ella. Explosión. Humareda de fragua. Picor de ojos. La cocina de la pequeña casa del número 18 de la rue des Champs Fleury desaparece en una nube. Salivo. Olor a ajo, mantequilla que hierve y carne, cuya sangre y cuyos jugos se transforman en delicioso caldo al contacto con la grasa fundida. Espero sentado a la mesa. Con un vacío en el estómago. Con un cubierto en cada mano. Con un paño blanco anudado al cuello. Los pies aún no me llegan al suelo. Soy Pulgarcito, pero me he convertido en el ogro del cuento. Tengo toda una vida por delante. Mi abuela hace salir la humareda de figón por la ventana que da al corral y pone en mi plato de vieja porcelana, que me encanta, con sus desconchaduras y sus imágenes de caza, el bistec que esa misma mañana hemos comprado en la carnicería del Petit Maire, en la me Carnot. Los cubos de ajo se han apergaminado. Unos se han vuelto rojizos, otros han adquirido un color sepia y algunos un tono caramelo, pero, sorprendentemente, los hay que han conservado su blancura nívea. Juntos, obran sobre el caliente y dorado filete un sutil milagro. Mi abuela remata la faena cortando con sus tijeras negras de coser un poco de perejil muy fino, que cae sobre la carne, dándole un aroma de hierba fresca. Luego me mira sonriendo.
—¿Tú no comes? —le pregunto.
—Verte comer a ti me alimenta —responde. Murió cuando yo tenía ocho años.
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