SIETE, Alberto Chimal
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ALBERTO CHIMAL, Siete, Salto de Página, Madrid, 2012, 304 páginas.
LAS FLORES
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Salto de Página publica esta antología que da a conocer en España al mexicano Alberto Chimal. Subtitulada Los mejores relatos de Alberto Chimal, contiene un erudito y extenso prólogo del editor del volumen, Antonio Jiménez Morato, Tusitala (pp. 5-26) en el que se lee: "Los relatos aquí recogidos son un muestrario inapelable de que el relato clásico, construido sobre unos parámetros sólidos y reconocibles (historias entretenidas, paradojas sugerentes, diálogos vivaces y verosímiles y, sobre todo, intención de comunicar y de hacer sentir emociones al lector), sigue siendo válido cuando está trabajado con honestidad". De los 26 relatos, sólo 4 pueden considerarse microficciones.
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LAS FLORES
Los llevaron con un juez, que allá en esa ciudad son todos muy imparciales y sensatos, y ante el juez repitieron su historia:
Que la mujer, a quien todos sabían una loca sin hogar ni provecho, se había metido, sin permiso, en los prados alrededor de la finca del hombre, un comerciante rico y respetado; que allí se había complacido en oler las flores y observar la belleza de los pétalos, que como todos ustedes saben son de colores y texturas innumerables; que hallada por el rico, cuya finca, por cierto, es propiedad suya y no está abierta sino a quien él decide, escuchó, la mujer, el justo reclamo del hombre, quien le exigió que se retirara o que pagara por el privilegio de hacer lo que hacía...
Que gritos, que forcejeos, que el rico insiste en el pago y la loca se niega, que él trata de sacarla a viva fuerza y que llegan los demás, y todos discuten y se enredan y de allí al juez, pues quiero lo justo, dice el rico, y ayúdela, señor, dicen por la loca, que, amables oyentes, se limitaba por su parte a hablar de los lindos pétalos, de los olores, de las corolas abiertas al sol como, decía, grandes caras sonrientes.
Una señora humilde que la conocía, y que procuraba defenderla, repetía en cambio que no se puede tocar el aroma ni la belleza de las flores, no se puede llevar y traer, no se puede ocultar a quien está ante ellas ni venderlo por ningún precio, y esta pobre mujer, decía, no arrancó una hoja, no tronchó ni el tallo más frágil. ¿Cómo pagar por ver y por oler? Y el rico decía que no, que las flores eran de su propiedad, y todo en ellas, hasta el aroma y la belleza, y si esa loca se empeñaba en tomar la propiedad del rico debía compensarlo debidamente o purgar en la cárcel su atrevimiento y su pobreza.
El juez, señoras y señores, lo piensa un poco.
Y al fin saca de su propia bolsa una moneda de oro, redonda, bien pulida, brillante. Y no dice palabra. Y el rico, después de un tiempo, pues el juez sigue sin hablar, se pregunta si el magistrado no estará loco también, y por qué no habla, y si acaso será capaz de pagar de su propio peculio, y en beneficio de la loca, tan en todos sentidos despreciable, la justa retribución exigida.
—¿Cómo puedes ser tan bruto? —exclama el juez de pronto—. ¡Esto ya ha pasado, en el juicio famoso de una fábula...! ¡La visión de la moneda es tu pago, señor, igual de intangible que el aroma y la belleza!
Y así fue, pero el corazón del rico se llenó de rencor, y la loca ni se enteró del veredicto que la favorecía con tanta elegancia, pues seguía, en su delirio, gozando el recuerdo de las flores.
Que la mujer, a quien todos sabían una loca sin hogar ni provecho, se había metido, sin permiso, en los prados alrededor de la finca del hombre, un comerciante rico y respetado; que allí se había complacido en oler las flores y observar la belleza de los pétalos, que como todos ustedes saben son de colores y texturas innumerables; que hallada por el rico, cuya finca, por cierto, es propiedad suya y no está abierta sino a quien él decide, escuchó, la mujer, el justo reclamo del hombre, quien le exigió que se retirara o que pagara por el privilegio de hacer lo que hacía...
Que gritos, que forcejeos, que el rico insiste en el pago y la loca se niega, que él trata de sacarla a viva fuerza y que llegan los demás, y todos discuten y se enredan y de allí al juez, pues quiero lo justo, dice el rico, y ayúdela, señor, dicen por la loca, que, amables oyentes, se limitaba por su parte a hablar de los lindos pétalos, de los olores, de las corolas abiertas al sol como, decía, grandes caras sonrientes.
Una señora humilde que la conocía, y que procuraba defenderla, repetía en cambio que no se puede tocar el aroma ni la belleza de las flores, no se puede llevar y traer, no se puede ocultar a quien está ante ellas ni venderlo por ningún precio, y esta pobre mujer, decía, no arrancó una hoja, no tronchó ni el tallo más frágil. ¿Cómo pagar por ver y por oler? Y el rico decía que no, que las flores eran de su propiedad, y todo en ellas, hasta el aroma y la belleza, y si esa loca se empeñaba en tomar la propiedad del rico debía compensarlo debidamente o purgar en la cárcel su atrevimiento y su pobreza.
El juez, señoras y señores, lo piensa un poco.
Y al fin saca de su propia bolsa una moneda de oro, redonda, bien pulida, brillante. Y no dice palabra. Y el rico, después de un tiempo, pues el juez sigue sin hablar, se pregunta si el magistrado no estará loco también, y por qué no habla, y si acaso será capaz de pagar de su propio peculio, y en beneficio de la loca, tan en todos sentidos despreciable, la justa retribución exigida.
—¿Cómo puedes ser tan bruto? —exclama el juez de pronto—. ¡Esto ya ha pasado, en el juicio famoso de una fábula...! ¡La visión de la moneda es tu pago, señor, igual de intangible que el aroma y la belleza!
Y así fue, pero el corazón del rico se llenó de rencor, y la loca ni se enteró del veredicto que la favorecía con tanta elegancia, pues seguía, en su delirio, gozando el recuerdo de las flores.
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