HISTORIAS DEL SR. TRANCE, Valerio Veneras

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VALERIO VENERAS, Historias del Sr. Trance, Casariego, Madrid, 2004, 150 páginas.
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SEPTIEMBRE

   Aquel día pudo olerlo. Fue sólo un momento pero era suficiente, algo había cambiado. Tan sólo fue un instante, a media mañana salió a la calle y lo percibió. Todo era diferente. Y se sintió solo. Nada se parecía a la semana pasada. No tenía nada que hacer por la mañana así que decidió darse una vuelta por el centro de la ciudad. Era un día oscuro, no hacía frío pero la gente aparentaba protegerse de él. En la ciudad parecía que todo el mundo iba con prisas y las cosas se mostraban más serias, más tristes, como si un manto oscuro hubiese robado la luz y la alegría de las calles. Una sensación extraña se apoderaba de él cuando paseaba por aquellas calles que tan bien conocía. Algo había cambiado.
   Anduvo por las calles principales del centro y más tarde se dirigió hacia el embarcadero. Contempló las banderas como solía hacer siempre que estaba allí. Era viento del oeste. Suave viento del oeste. No había mucha gente y siguió caminando hasta el final del muelle. Parecía que el agua estaba fría. Pasó al lado de las estatuas de los raqueros, dedicadas a los niños que hacía años buceaban por monedas que les echaban los señoritos y pudo ver algunos peces que luchaban por un trozo de pan en el agua estancada del muelle. En aquel momento empezó a recordar. A su memoria regresaron un montón de imágenes del verano. El olor y la luz de la playa cuando estaba cogiendo olas a primeras horas de la mañana y después los días de sol con sus amigos, las fiestas por la noche y todas aquellas conversaciones que ahora apenas eran borrosos recuerdos. Y sobre todo, ella. Ella, con sus grandes ojos y su pelo negro sonriendo e irradiando fuerza. Ella, con sus gestos delicados y sus palabras cálidas, dulces. Entonces recordó otra fiesta en la playa, otra de las muchas noches llenas de gente bebiendo, hablando, fumando, a la luz de la luna. Las olas se oían a lo lejos, era bajamar y las estrellas brillaban con fuerza. Él estaba sentado en unas rocas, hacía un minuto un amigo lo había abandonado en busca de una copa. Entonces apareció. Ya la había visto pero nunca encontraba el momento o las palabras para decirle algo. Se sentó a su lado y aquella noche hablaron de un montón de cosas. Todo era muy natural. A él le gustaban las chicas que se acercaban al límite, que estaban un poco locas, todas esas batallas literarias que siempre lo habían fascinado en los libros y en el cine. Ella era todo eso y además era consciente de ello. Todo eso que a él lo distanciaba del resto de las chicas y a ella de la mayoría de los chicos. Ella era muy atractiva y no le faltaban chicos rondándola día y noche pero, buscaba uno diferente, un chico, como decía uno de sus escritores favoritos que más ruido armase en silencio.
   Aquella noche estuvieron hablando hasta casi el amanecer. Películas, libros, escritores y sobre todo emociones. Tenían una manera de sentir muy parecida y aquella conversación fue una confesión. Una confesión mutua. No se atrevió a besarla, aunque por supuesto, se le pasó por la cabeza. Pero quizás ese beso podría haber sido una falta de respeto a todo lo que habían hablado, a algo que ahora parecía sagrado. Por eso se despidieron sin más aunque su última mirada valía por muchos besos. — Por una eternidad— pensó.
   Varios días más tarde estaba lloviendo. En un principio fue un día muy caluroso, pero hacia el final todo ese calor se transformó en lluvia, en una tormenta veraniega. Durante la tormenta él estaba conduciendo, sin ningún rumbo, sólo por darse una vuelta. Las gotas resbalaban lentamente por el cristal del coche, parecía que hacía frío pero el calor era el mismo. Sabía donde vivía ella y estaba cerca así que condujo hasta su casa, aparcó y la llamó por teléfono. Estuvo un rato esperando hasta que ella bajó y se metió en el coche. Estaba preciosa. No iba pintada ni demasiado arreglada,llevaba el pelo recogido y una chaqueta de lana. Era una belleza cálida, natural. Le dio un beso en la mejilla y entonces él arrancó el coche.
   Pasaron la tarde dentro del coche, conduciendo sin ningún rumbo y al final fueron a la misma playa en que se conocieron. La tormenta había terminado y la luna brillaba con fuerza. Pasearon largo rato por la orilla hasta que por fin la besó, le temblaban las manos pero aquello fue lo más dulce que había sentido hasta ahora.
   Inesperadamente el ruido de un barco lo sustrajo de sus pensamientos. El embarcadero seguía con su rutina como todas las mañanas. Se sorprendió a sí mismo solo, sentado en un poste al final del muelle. Había pasado casi una hora y no se había dado cuenta. El día seguía gris y con el mismo aspecto extraño con el que amaneció. Por la tarde se despediría de ella porque al día siguiente él dejaba la ciudad para irse al interior y empezar sus estudios en la universidad. Ya no quedaba mucho tiempo. Se había hecho un poco tarde y regresó a su casa para almorzar. El día continuaba extraño, sentía la misma sensación que unas horas antes. Parecía una despedida. Cuando llegó, encendió el televisor y un presentador lo anunció: era el final del verano.

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