DESEO, Liam O'Flaherty
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LIAM O'FLAHERTY, Deseo, Nórdica, Madrid, 2012, 188 páginas.
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Antonio Rivero Taravillo, quien traduce estos relatos directamente del gaélico, destaca el "espacio singular" que ocupan dentro de la trayectoria del autor, puesto que el libro que los recoge, testimonio de "una Irlanda áspera y salvaje", es el único que O'Flaherty publicó en su lengua materna.
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LA CAZA
Había una gran roca que se extendía junto al mar, y estrechos valles tapizados de hierba que serpeaban aquí y allá entre las peñas, desde lo alto del acantilado. Un perro color canela llegó a la roca. Se quedó parado sobre tres patas, con el rabo tieso. Había olido un conejo. Dio una vehemente carrera valle arriba, con el hocico pegado al suelo. Y volvió a erguirse —todo agitado— con las orejas alzadas.
Después se dio la vuelta en medio de las matas, saltando de un lado para otro, girando con energía una y otra vez, husmeando el rastro caliente que habían dejado sobre las resbaladizas losas grises las patas del conejo. Finalmente se detuvo de improviso frente a dos piedras que estaban pegadas la una a la otra, solo separadas por un estrecho agujero. Vio a un conejo sentado en el agujero. El lomo pardusco del conejo no estaba a más de dos palmos de su hocico. Estiró el cuerpo y dejó caer las orejas que antes había tenido erguidas.
Se produjo un ruido rápido e inesperado, como el de una tela muy seca que se desgarrase de súbito, cuando el conejo salió abandonando su refugio entre las piedras. Saltó sobre la roca que se interponía entre él y el valle. Giró con el costado casi tocando el suelo, como una barca abandonada que escorase bajo el fuerte viento.
El perro soltó un ladrido y un susurro. Se levantó de la roca. Con la fuerza de su cuerpo y la furia de su brinco arrancó lascas de la roca con sus patas traseras. Yendo por el aire con las patas separadas, dio otro ladrido. Alcanzó el suelo del valle. Cayó de bruces, pero su creciente avidez le hizo olvidar el batacazo. Pero otra vez se levantó, en menos que canta un gallo. Siguió corriendo valle arriba en pos del conejo, con el rabo tieso, tocando con su panza la hierba, y con un reguero de blanca espuma, producida por la rabia, corriéndole por las fauces.
Había un montículo herboso que atravesaba la roca de cerca a cerca, de unos cien metros de ancho. El conejo tenía que atravesar el montículo para llegar a su madriguera, junto a un seto que cerraba el pedregal, lejos en el borde marino. Cuando el conejo regresó del valle, justo enfrente del montículo, el perro estaba a solo diez metros de su rabo.
El perro aceleró el paso. Dio un gran brinco. Había apuntado a la espalda del conejo. Este se dio media vuelta, con lo que el perro se quedó delante. El conejo se metió de improviso bajo la panza del perro, y estuvieron dándose vueltas el uno al otro durante un tiempo, girando tan rápidamente que no se podía distinguir la piel amarillenta del can de la piel parda del conejo. Otra vez el conejo marchó arriba. Y arriba que se fue el perro tras él. Su hocico lo tocó en el aire. El conejo se golpeó con un poste en la entrada de su madriguera. El perro cayó sobre él. El conejo emitió un chillido lastimero, y un ladrido de dicha el perro. Se había consumado la carnicería.
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