CUENTOS DE MÚSICA
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Cuentos de música, Clan Editorial, Madrid, 2004, 220 páginas.
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Bécquer, Clarín o Azorín son algunos de los nombres presentes en esta selección de Pedro Ignacio López García, en la que se pretende demostrar cómo en los escritores de finales del siglo XIX y principios del XX "la música ha tenido un lugar importante en su corazón y, en consecuencia, también en su literatura". Las ilustraciones corresponden a Marina Arespacochaga.
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LA MUSICÓLOGA
Doña Blanca Puntillo de Vals era una señora particularísima. La música no era para ella, como lo es para los otros, "el ruido que menos incomoda". Era, por el contrario, el ruido más insoportable. Aborrecía a Wagner, odiaba a Rossini, sentía horror hacia Chueca y hasta solía faltar gravemente a la señora madre de Beethoven, considerando como verdaderos criminales a todos los músicos del orbe, desde el rey David hasta Guerrero.
Cuando tenía que buscar cuarto, lo que primero hacía era preguntar a las porteras:
—¿Hay algún piano en la casa? ¿Acostumbra usted a cantar mientras limpia la escalera? ¿Estudia el trombón alguna señorita de la vecindad? ¿Entra el sol por las ventanas?
Y si le daban contestación afirmativa, huía de allí como alma que lleva el diablo. Sobre todo rechazaba las casas que tenían gas, porque las fugas, recordándole las de Bach, le inspiraban horror.
No iba a más teatros que a los de verso, y en los entreactos escapaba de la sala, temerosa de que le sentara mal la cena por culpa del sexteto.
Una vez se vio comprometida para asistir a un funeral, y por poco no se derrumba sobre un capellán bizco en cuanto sonaron los primeros piporrazos, pudiendo aguantar la ceremonia gracias a que llevaba en el bolsillo dos caramelos de los Alpes y se los introdujo en ambos oídos a muerte o a vida.
Doña Blanca ha tenido pretendientes inmejorables. Pero los ha rechazado a todos, por no verse en la musical precisión de dar el sí. Y no parecía sino que la Providencia iba escogiéndolos para el caso entre los más musicales que andaban por el mundo.
A uno le despreció, porque se apellidaba Calderón. A otro, porque era de la escala de la reserva. A éste, porque era un señor de muchas campanillas. Al de más allá, porque era aficionado a las dulzainas.
Y de haber querido casarse, lo hubiera hecho inmediatamente. ¡Nada de compases de espera! Por descontado que ella y el favorecido no hubieran podido estar acordes jamás.
Prohibió a sus amigos periodistas que bajo ningún pretexto le tributasen alabanzas. ¡Bonita era ella para consentir que la diesen un bombo!
Despidió a varias criadas, ¿saben ustedes por qué? No por las trastadas que le hicieran, sino porque luego ante su presencia solían mostrarse con-fusas, y, sobre todo, porque al servir la mesa la presentaban los platillos.
Tuvo el valor de no rezar jamás por su difunta madre... ¿por qué dirán ustedes?... Porque se llamaba Tecla. Y se separó de sus hermanas, porque una tocaba el violón con frecuencia y otra era sorda y necesitaba que le hablasen con trompetilla.
Aunque las cosas del mundo le interesaban poco, se guardaba muy bien de decir que le importaban tres pitos.
Le trajeron de Italia dos monedas de las llamadas liras. ¡No tardaron cinco minutos en ir a parar al macho de la retreta!
Cierto día en que necesitaba comprar una mantilla, le recomendé el establecimiento de mi amigo Cabezón. ¡Nunca lo hubiera hecho! Al saber que el comerciante se llamaba Eustaquio, se acordó de la trompa y cayó desmayada, precisamente en la calle arrieta, teniendo unos guardias que llevarla con trabajo a su domicilio. (Por supuesto que si se entera de que la llevaban con-trabajo, vuelve a desmayarse.)
No se trató nunca con los parientes que tenía en Madrid, sólo porque unos habitaban en la travesía del Conservatorio y otros en el pasaje de Murga.
Vivió antimusicalmente buen número de años. Un día enfermó del estómago, por el disgusto que le dio su cocinera presentándola un timbal de macarrones; quedó muy delicaducha y, al considerar que estaba hecha una gaita y que su mal residía en un órgano, murió de pesadumbre.
Conocido todo esto, díganme ustedes si es digna de estudio o no es la tal doña Blanca Puntillo de Vals, de quien, dicho sea de paso, no se logró jamás que firmara con sus musicales nombres.
Después de su fallecimiento he sabido únicamente dos cosas: que el horror a la música tenía por causa lo mucho que su padre la había solfeado; y que, una vez muerta, los herederos se desquitaron haciéndola unos funerales de tres bemoles.
Juan Pérez Zúñiga
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