TAM TAM, Tomás Borrás
0
TOMÁS BORRÁS, Tam Tam, Compañía Iberoamericana de Publicaciones, Madrid, 1931, 146 páginas. Ilustraciones de Rafael Barradas.
**********
EL PINTOR CUBISTA
El estudio del pintor cubista. Lienzos de tamaños irregulares, nunca rectángulos, ni óvalos, ni cuadrados, ni círculos como los lienzos de los pintores anticuados, sino pedazos de tela en su bastidor, cortados de modo ageométrico y caprichoso. Todos los lienzos ostentan pinturas cubistas indescifrables para el vulgo profano y son de colores enteros y brillantes. El laberinto de la línea no sigue más regla que la genial arbitrariedad. Ningún atisbo de forma humana, desde luego, ni de paisaje, ni de naturaleza inerte. Triángulos, eses, diagonales, vientres de curvas azul cobalto, punteados de blanco plata y de carmín, ziszás ocres y violetas. Una vibración lumínica indefinida, un maremagno calidoscópico y debajo letreros bien visibles: «Retrato de la Señora de Pérez», «El rebaño», «Puesta de sol».
En primer término se ve una escultura cubista. Es una masa de yeso de gran tamaño, formada por infinitos conos, esferas, cilindros, planos. Al pie, dice: «El sembrador».
Las sillas del estudio son cubos perfectos. Por la claraboya, medio oculta por una tela roja con rayas azules, entra el sol. Un plato de dodecaedros y pentaedros sobre una «silla». Un cartel de cierta Exposición de pintura en la técnica simultaneísta. La luz eléctrica está encerrada en lámparas de colorines y volúmenes absurdos. Un piano eléctrico de cola, echa al aire su faldón de frac, dejando el cordaje al descubierto.
La mujer del pintor comenta a solas la pintura de su marido. Está estupefacta. Es una mujer muy joven y muy bella. Viste sencillamente una túnica, a la griega. Los cabellos los lleva recogidos en moño sobre la nuca y partidos en dos alas. El gusto simple y depurado de su figura recuerda a madama Recamier. Descorre la cortina de la claraboya para que entre más sol. Coge algunos lienzos del esposo y los va examinando uno a uno con gestos de incomprensión y de tristeza desesperada. Suena en otro piano que no se ve, una canción emotiva, clara, con olor a aire libre, como La alegría del labrador, de Schumann.
Levántase para danzar, impulsada por un arrebato de su inspiración lírica, y lo hace ingrávida y suave como un soplo de aire en acción de caricia. Siguen sonando las tranquilas armonías campestres. Se abre violentamente la puerta y entra el pintor cubista, que arriba de la calle. Su traje es una exageración de norteamericanismo desde los zapatones hasta el hongo. Reprende a su mujer, violento, porque escucha y baila aquella música insubstancial y vieja. Despójase de abrigo y sombrero y, utilizando objetos del estudio, ejecuta un jazz-band estruendoso, burlándose antes de la cursilería de su mujer, que prefiere la melodía al ruido. Ahuyenta al músico vecino, cesando de sonar el piano. Corre la cortina de la claraboya y enciende la luz artificial, huyendo de la del sol. Admira la estatua con ademanes expresivos y desdeña a su mujer, que quiere abrazarle. Se abisma en la contemplación de «El sembrador». Su mujer llora afligida. Entra en las habitaciones interiores. El pintor cubista se pone a trabajar aplicando la pintura con los tubos.
Mientras trabaja acude la Musa a inspirarle. Es una rueda giratoria, quieta hasta entonces, que se mueve animada por ondas eléctricas. La rueda ilumina y obscurece segmentos de colores encendidos y enciende y apaga letras que no forman palabras. Todo lo cual procura reproducir el artista en su lienzo.
Entran Esnob y Esnobinilla. Son dos figuras rígidas. Tienen el rostro como los muñecos de madera, y con sólo dos expresiones: la de asombro, abriendo mucho los ojos y la boca, y la de indiferencia inmóvil. Las ejecutan como si para ello les tirasen de una cuerda. Esto y su rigidez les da una fuerte apariencia de mecanismos vivientes. Se paran delante de todos los cuadros, haciendo su admirativo ¡Ooooh! facial. Compran un lienzo, y él se lo pone debajo del brazo. La mujer del pintor, que ve la escena entre las cortinas, sin comprender cómo pueden comprar aquello, sale a tiempo de impedir al marido que bese la mano de Esnobinilla. Entre marido y mujer se desarrolla una escenita: celos por parte de ella, hastío por la de él. Es inútil que le muestre sus brazos desnudos. Y su ligero escote, que mueva con gracia la cabeza delicada, que exhiba el encanto de su cuerpo en movimientos de plástica lentitud. El pintor cubista, obsesionado por su estética intelectualizada, sólo hace gestos de estupor admirativo ante la escultura. Esnob y Esnobinilla aprueban y desdeñan a la rechazada esposa, que tiene el atrevimiento de ofrecer a su marido unas rosas que se ha puesto a la cintura, cuando él —como lo hace notar— sólo gusta de los dodecaedros, los cubos y las pirámides que sustituyen en el plato a las flores y a las frutas. La esposa se aflige nuevamente; luego se queda pensativa un instante, mientras se despiden del pintor Esnob y Esnobinilla. Por fin ella, con repentino júbilo, éntrase. Se le ha ocurrido una idea.
El pintor, idos Esnob y Esnobinilla, cuenta con fruición los billetes de Banco que le han dado. Llaman a la puerta y, guardándose el dinero, corre a abrir. Entra el sastre. Su vestimenta es de telas de diversos colores unidos en la forma corriente del traje de americana. Ostenta en el cogote un letrero: «Sastrería futurista». Como el sastre le trae la ropa recién hecha, se pone el chaquetón inaudito. Enchufa el contacto y el piano eléctrico expele horripilante composición que eriza los nervios. Sastre y pintor, después de sabotear, admirativos, los primeros compases, se ponen a bailar de cabeza, enlazados por los pies: coreografía gimnástica y apayasada.
Después del baile el pintor, para obsequiar a su visita, éntrase y vuelve con bandejas de mermeladadas, quesos, galletitas, frutas, té... El sastre se le ríe, se le mofa. Aquel género de alimentos está proscrito por los avanzados. Mientras el pintor, deposita su carga de golosinas en la mesa cúbica, el sastre saca a la superficie del bolsillo que luce en una de las mangas, sendas jeringuillas. Las carga tomando el líquido de una ampolla carmesí, y ofrece al pintor, como quien ofrece un pitillo, el paraíso artificial encerrado en la columnilla cristalina. Con cierto temor el artista se aplica la dosis, después de vacilar y pensarlo mucho. El sastre también se clava el aguijón y hace gestos de relamerse de gusto. Por el contrario, el pintor sufre, se aprieta el lugar del pinchazo, se estremece, tirita, pero disimula y finge soñar con sublimidades y exquisiteces, como el sastre, que para ello se ha encaramado en un bastidor y desde allí pone los ojos en blanco.
Molesto el pintor, inclina el trebejo de madera y el sastre se da un grande porrazo que le espabila. Después de las excusas, se despide afectuosamente y tomando su caja de entregas —«Sastrería futurista»— sale del estudio.
El pintor no puede resistir más la comedia. Se quita la chaqueta de colorines en escuadras y paralelas y, arrojándola al suelo, la pisotea. Vístese la prenda que llevaba antes. Descorre la cortina que tapaba el sol. Apaga la luz eléctrica y arrincona la escultura cubista. De debajo de un lienzo saca una fotografía de su mujer y la contempla extasiado haciendo demostraciones de amor. Pónese gabán y sombrero y, abriendo la ventana, invita al músico que tocaba antes a repetir la canción de sabor a campo: vuelve a oírse, pura, noble, serena. Saborea el pintor las frutas, sorbe una taza de té, se deleita con un trozo de queso a caballo en un trocito de pan. Arroja por la ventana la jeringuilla tomándola con dos dedos, con infinito asco. Llama a su esposa, alegre al pensar en el día de placer que les espera. Detiene el girar de la Musa.
Y entra su mujer. Pero no es la joven perfecta y abrileña que tenía en su aspecto sencillo una seducción de morbideces y de finas sensualidades, sino un elevado montón de masas trabajadas geométricamente como la escultura cubista del estudio. Es un conjunto de rombos, planos oblicuos y verticales, conos y elipses que anda, llevando los guantes y la sombrilla al extremo de dos estrechos cilindros y el sombrero sobre un poliedro. El pintor cubista retrocede aterrado, huye cuando se le aproxima el irregular conjunto de volúmenes y al intentar éste abrazarle, cae al suelo desmayado.
Entonces la mujer que se disfrazó pensando que tal era el gusto de su marido, rompe a bailar encima de éste —triunfo de lo natural— el jazz band que tocó él, aún más ruidoso y desenfrenado.
**********
Irene Andrés-Suárez incluye en la bibliografía de El microrrelato español. Una estética de la elipsis este libro de Tomás Borrás cuyo título completo es Tam Tam. Pantomimas. Bailetes. Cuentos coreográficos. Mimodramas. Ya advierte la autora que no estamos ante un libro compuesto en su totalidad por microrrelatos. El ejemplar del que extraemos esta deliciosa narración procede de la biblioteca personal de Wenceslao Fernández Flórez. Esta rareza de Tomás Borrás, a quien podemos considerar un precursor del microrrelato, está magníficamente conservada en la sede de la Fundación Wenceslao Fernández Flórez: Villa Florentina. **********
EL PINTOR CUBISTA
El estudio del pintor cubista. Lienzos de tamaños irregulares, nunca rectángulos, ni óvalos, ni cuadrados, ni círculos como los lienzos de los pintores anticuados, sino pedazos de tela en su bastidor, cortados de modo ageométrico y caprichoso. Todos los lienzos ostentan pinturas cubistas indescifrables para el vulgo profano y son de colores enteros y brillantes. El laberinto de la línea no sigue más regla que la genial arbitrariedad. Ningún atisbo de forma humana, desde luego, ni de paisaje, ni de naturaleza inerte. Triángulos, eses, diagonales, vientres de curvas azul cobalto, punteados de blanco plata y de carmín, ziszás ocres y violetas. Una vibración lumínica indefinida, un maremagno calidoscópico y debajo letreros bien visibles: «Retrato de la Señora de Pérez», «El rebaño», «Puesta de sol».
En primer término se ve una escultura cubista. Es una masa de yeso de gran tamaño, formada por infinitos conos, esferas, cilindros, planos. Al pie, dice: «El sembrador».
Las sillas del estudio son cubos perfectos. Por la claraboya, medio oculta por una tela roja con rayas azules, entra el sol. Un plato de dodecaedros y pentaedros sobre una «silla». Un cartel de cierta Exposición de pintura en la técnica simultaneísta. La luz eléctrica está encerrada en lámparas de colorines y volúmenes absurdos. Un piano eléctrico de cola, echa al aire su faldón de frac, dejando el cordaje al descubierto.
La mujer del pintor comenta a solas la pintura de su marido. Está estupefacta. Es una mujer muy joven y muy bella. Viste sencillamente una túnica, a la griega. Los cabellos los lleva recogidos en moño sobre la nuca y partidos en dos alas. El gusto simple y depurado de su figura recuerda a madama Recamier. Descorre la cortina de la claraboya para que entre más sol. Coge algunos lienzos del esposo y los va examinando uno a uno con gestos de incomprensión y de tristeza desesperada. Suena en otro piano que no se ve, una canción emotiva, clara, con olor a aire libre, como La alegría del labrador, de Schumann.
Levántase para danzar, impulsada por un arrebato de su inspiración lírica, y lo hace ingrávida y suave como un soplo de aire en acción de caricia. Siguen sonando las tranquilas armonías campestres. Se abre violentamente la puerta y entra el pintor cubista, que arriba de la calle. Su traje es una exageración de norteamericanismo desde los zapatones hasta el hongo. Reprende a su mujer, violento, porque escucha y baila aquella música insubstancial y vieja. Despójase de abrigo y sombrero y, utilizando objetos del estudio, ejecuta un jazz-band estruendoso, burlándose antes de la cursilería de su mujer, que prefiere la melodía al ruido. Ahuyenta al músico vecino, cesando de sonar el piano. Corre la cortina de la claraboya y enciende la luz artificial, huyendo de la del sol. Admira la estatua con ademanes expresivos y desdeña a su mujer, que quiere abrazarle. Se abisma en la contemplación de «El sembrador». Su mujer llora afligida. Entra en las habitaciones interiores. El pintor cubista se pone a trabajar aplicando la pintura con los tubos.
Mientras trabaja acude la Musa a inspirarle. Es una rueda giratoria, quieta hasta entonces, que se mueve animada por ondas eléctricas. La rueda ilumina y obscurece segmentos de colores encendidos y enciende y apaga letras que no forman palabras. Todo lo cual procura reproducir el artista en su lienzo.
Entran Esnob y Esnobinilla. Son dos figuras rígidas. Tienen el rostro como los muñecos de madera, y con sólo dos expresiones: la de asombro, abriendo mucho los ojos y la boca, y la de indiferencia inmóvil. Las ejecutan como si para ello les tirasen de una cuerda. Esto y su rigidez les da una fuerte apariencia de mecanismos vivientes. Se paran delante de todos los cuadros, haciendo su admirativo ¡Ooooh! facial. Compran un lienzo, y él se lo pone debajo del brazo. La mujer del pintor, que ve la escena entre las cortinas, sin comprender cómo pueden comprar aquello, sale a tiempo de impedir al marido que bese la mano de Esnobinilla. Entre marido y mujer se desarrolla una escenita: celos por parte de ella, hastío por la de él. Es inútil que le muestre sus brazos desnudos. Y su ligero escote, que mueva con gracia la cabeza delicada, que exhiba el encanto de su cuerpo en movimientos de plástica lentitud. El pintor cubista, obsesionado por su estética intelectualizada, sólo hace gestos de estupor admirativo ante la escultura. Esnob y Esnobinilla aprueban y desdeñan a la rechazada esposa, que tiene el atrevimiento de ofrecer a su marido unas rosas que se ha puesto a la cintura, cuando él —como lo hace notar— sólo gusta de los dodecaedros, los cubos y las pirámides que sustituyen en el plato a las flores y a las frutas. La esposa se aflige nuevamente; luego se queda pensativa un instante, mientras se despiden del pintor Esnob y Esnobinilla. Por fin ella, con repentino júbilo, éntrase. Se le ha ocurrido una idea.
El pintor, idos Esnob y Esnobinilla, cuenta con fruición los billetes de Banco que le han dado. Llaman a la puerta y, guardándose el dinero, corre a abrir. Entra el sastre. Su vestimenta es de telas de diversos colores unidos en la forma corriente del traje de americana. Ostenta en el cogote un letrero: «Sastrería futurista». Como el sastre le trae la ropa recién hecha, se pone el chaquetón inaudito. Enchufa el contacto y el piano eléctrico expele horripilante composición que eriza los nervios. Sastre y pintor, después de sabotear, admirativos, los primeros compases, se ponen a bailar de cabeza, enlazados por los pies: coreografía gimnástica y apayasada.
Después del baile el pintor, para obsequiar a su visita, éntrase y vuelve con bandejas de mermeladadas, quesos, galletitas, frutas, té... El sastre se le ríe, se le mofa. Aquel género de alimentos está proscrito por los avanzados. Mientras el pintor, deposita su carga de golosinas en la mesa cúbica, el sastre saca a la superficie del bolsillo que luce en una de las mangas, sendas jeringuillas. Las carga tomando el líquido de una ampolla carmesí, y ofrece al pintor, como quien ofrece un pitillo, el paraíso artificial encerrado en la columnilla cristalina. Con cierto temor el artista se aplica la dosis, después de vacilar y pensarlo mucho. El sastre también se clava el aguijón y hace gestos de relamerse de gusto. Por el contrario, el pintor sufre, se aprieta el lugar del pinchazo, se estremece, tirita, pero disimula y finge soñar con sublimidades y exquisiteces, como el sastre, que para ello se ha encaramado en un bastidor y desde allí pone los ojos en blanco.
Molesto el pintor, inclina el trebejo de madera y el sastre se da un grande porrazo que le espabila. Después de las excusas, se despide afectuosamente y tomando su caja de entregas —«Sastrería futurista»— sale del estudio.
El pintor no puede resistir más la comedia. Se quita la chaqueta de colorines en escuadras y paralelas y, arrojándola al suelo, la pisotea. Vístese la prenda que llevaba antes. Descorre la cortina que tapaba el sol. Apaga la luz eléctrica y arrincona la escultura cubista. De debajo de un lienzo saca una fotografía de su mujer y la contempla extasiado haciendo demostraciones de amor. Pónese gabán y sombrero y, abriendo la ventana, invita al músico que tocaba antes a repetir la canción de sabor a campo: vuelve a oírse, pura, noble, serena. Saborea el pintor las frutas, sorbe una taza de té, se deleita con un trozo de queso a caballo en un trocito de pan. Arroja por la ventana la jeringuilla tomándola con dos dedos, con infinito asco. Llama a su esposa, alegre al pensar en el día de placer que les espera. Detiene el girar de la Musa.
Y entra su mujer. Pero no es la joven perfecta y abrileña que tenía en su aspecto sencillo una seducción de morbideces y de finas sensualidades, sino un elevado montón de masas trabajadas geométricamente como la escultura cubista del estudio. Es un conjunto de rombos, planos oblicuos y verticales, conos y elipses que anda, llevando los guantes y la sombrilla al extremo de dos estrechos cilindros y el sombrero sobre un poliedro. El pintor cubista retrocede aterrado, huye cuando se le aproxima el irregular conjunto de volúmenes y al intentar éste abrazarle, cae al suelo desmayado.
Entonces la mujer que se disfrazó pensando que tal era el gusto de su marido, rompe a bailar encima de éste —triunfo de lo natural— el jazz band que tocó él, aún más ruidoso y desenfrenado.
0 comentarios en "TAM TAM, Tomás Borrás"
Publicar un comentario