FLORES DEL AÑO MIL Y PICO DE AVE, Álvaro Cunqueiro

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ÁLVARO CUNQUEIRO, Flores del año mil y pico de ave, Seix Barral, 1990, 242 páginas.
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Editado originalmente por Taber en 1968, contiene además de los Siete cuentos de otoño, otros microrrelatos.
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EL BARQUERO
       
   Felipe de Amancia, cuando yo lo conocí, pasaba ya de los sesenta. Tenía con él, para ayudarle en el oficio, a un nieto que no llegaba a los doce años, y se llamaba Joselín. Amancia, la madre de Felipe, había sido barquera, y se tiene como seguro que no sabía quién fuese el padre de su Felipe, aunque hemos de pensar que fue un señor, por las maneras y fantasías que quitó Felipe en su viaje por este mundo. Felipe, calvo y huesudo, tenía negros ojos, burladores. Todo él era reidor y campechano, aunque le gustase aparentar sequedad, y, por veces, melancolía. Quizás algún seminarista de Mondoñedo que por allí pasó de los de ropón corto y banda colorada, recordando un verso de Horacio le dijo aquello de Caronte melancólico, y como Felipe era muy dado a creer en imaginaciones, tomó ésta para componer su figura. Aún me parece verlo sentado en el padrón con los pies descalzos descansando en la popa de la chalana, liando cigarro y mirando sin ver para el río. Yo era muy rapaz y me tenía por su amigo.
   —¡Tarde llegas! —me decía—. Aún no hace una hora pasé en la barca al obispo de París, tuve que hacer dos viajes; uno para Su Señoría y su camarero, y otro para una sombrilla que traían, amarilla con vueltas coloradas.
   Lo creía todo. Un día vino a pintarle la barca un pintor de Lugo.
   —Pinto la lancha —me dijo— porque pasó hoy por aquí la infanta Catalina con seis caballeros negros, y cada uno de los caballeros me dio un carolus del rey, que es moneda que sólo corre entre reyes y príncipes. He de ir a cambiarlos por tres onzas a Compostela. La infanta llevaba en la mano un malvis cantador, y en el medio del río pare la barca para que ella tirara una rosa a las aguas, que es costumbre de la Casa Real saludar los ríos que pasan. Agradeció que yo estuviese al tanto de tal cortesía.
   Felipe de Amancia sonreía y me daba palmaditas en la espalda. Yo me ponía a caballo de la proa de la barca y allí me estaba viendo correr el agua, alanceándola con la pértiga.
   Felipe de Amancia amaneció muerto un día de San Froilán en el patio de la posada. Todos sus ahorros los tenía en oro, en una bolsa de seda carmesí, en la que había mandado bordar una barca con su barquero, navegando unas aguas azules. Debajo de las aguas, un letrero decía: «Oro secreto». Allí estarían el tornés del Delfín, los carolus de los caballeros de doña Catalina, el luis del obispo de París, la libra del príncipe de Gales y las monedas bizantinas de don Leonís. Y también la más hermosa moneda que poseyó nunca Felipe de Amancia: su fantasía, un florín de ley. Lo gastaba cada día.

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