PENSAMIENTOS AL VUELO, Kenko Yoshida

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KENKO YOSHIDA, Pensamientos al vuelo, Errata Naturae, Madrid, 2019, 232 páginas.
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Justino Rodríguez traduce y edita los 243 fragmentos de Kenko Yoshida.
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   No hay nada tan triste como los días de duelo después de la muerte. Durante los cuarenta y nueve días de los funerales, los familiares se recogen en un templo de la montaña, o en un lugar semejante, con escasas comodidades, que suele ser estrecho para albergar a tanta gente, y pasan las jornadas ocupados en las preces y en la liturgia de los difuntos. Los días transcurren con rapidez. Al llegar el último día de los servicios, la gente, como si se hubiera olvidado de las consideraciones que había mostrado para con los demás, y con la seguridad del que obra sabiendo bien lo que tiene que hacer, recoge sus enseres y sale en desbandada. Será al llegar a sus casas cuando muchos de ellos sientan la tristeza y el desconsuelo. Hay quien dice: «No se debe decir esto o lo otro, porque es mal augurio. Para bien de la familia, mejor sería evitar esas palabras».
   Pero ¿cómo puede haber gente que se preocupe por semejantes chiquilladas en medio de tanto dolor? La insensatez del corazón es ciertamente desalentadora. No es que, con el transcurso del tiempo, nos olvidemos de los difuntos, pero, como suele decirse: «Con el paso del tiempo, la silueta de quienes caminan hacia la muerte se hace más borrosa y lejana».
   Y, sin embargo, quizás porque el dolor no sea tan agudo como en el momento de la muerte, nos reímos y soltamos comentarios socarrones. Los restos mortales se entierran en un lugar solitario de la montaña que se visita sólo en días determinados. Entre tanto la lápida se va cubriendo de musgo y de las hojas que caen de los árboles. Por fin, los únicos que se detienen a conversar con el son la tormenta del atardecer y la luna de la noche. Y mientras haya gente que se acuerde de uno, menos mal. Sólo que esas personas no tardarán en desaparecer también, y cuando sus hijos y nietos oigan su nombre, no sentirán el dolor de la separación.
   Las generaciones siguientes ni siquiera escucharán ese nombre, y nadie sabrá cómo se llamaba. La gente se fijará en la hierba que crece todos los años por primavera sobre la tumba, y el que tenga sentimientos se verá tocado por la lástima al contemplarla.
   Por último, crujirá el pino que la cubría con su sombra, dolorido bajo el viento de la tormenta y, sin tener la dicha de poder contar mil años, lo cortarán en trozos para hacer leña.
   Con la pala allanarán la tumba y el lugar se convertirá en un campo. ¡Qué angustioso es pensar que todo desaparecerá, hasta el túmulo!

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