EL VIAJERO IMPERTINENTE, Percy Hopewell

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PERCY HOPEWELL, El viajero impertinente, Reino de Cordelia, Madrid, 2010, 168 páginas.

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Tomás Gracía Yerba recuerda la envidia que suscitó el encargo de Juan Fernado Dorrego a Hopewell de recorrer España para compartir su mirada foránea en El Semanal. Ilustra Anthony Garner.
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EL CARNAVAL DE LAZA

   Me habían hablado tanto del carnaval de Laza —«esos días el pueblo es un caos de periodistas, antropólogos, fumadores y curiosos»— que decidí acercarme a esta localidad orensana para ver lo que allí ocurría.
   Y lo primero que vi, nada más llegar, es que la gente bebe mucho y duerme poco, pero quitando este impulso, muy común a todos los festejos, lo que ocurre en Laza es distinto.
   Normalmente, en los carnavales, uno se divierte si participa. En Laza, aunque te sientes en una silla, no hay momento ni ocasión para el bostezo.
   La figura central, sobre la que rotan todas las miradas, es el peliqueiro. La vestimenta de este fantoche, compuesta por una máscara de gesto sarcástico, una mitra napoleónica, una piel en la nuca, unos pantalones abullonados y unos cencerros en la cintura, cuesta alrededor de las doscientas mil pesetas. De peliqueiro se puede vestir cualquiera siempre que sea de Laza (no es obligatorio, pero sí aconsejable) y tenga el dinero suficiente para hacerse el traje o alquilarlo.
   Este personaje es intocable. En sus manos lleva una fusta con la que flagela a los transeúntes que se meten con él (la gracia está en meterse con él), pero la gente no le puede responder con un empujón o un mamporro. Tampoco participa en las batallas callejeras de barro y hormigas. Él es un ser sagrado que corre y trota y cuyo comportamiento está perfectamente ritualizado.
   ¿Qué simboliza el peliqueiro? Cada lugareño sostiene una teoría diferente. Hay una historia muy bonita que lo asocia con los antiguos recaudadores de impuestos. El recaudador, para no ser reconocido, se ponía una careta y al que no quería pagar le propinaba una paliza. Esta hipótesis, sin embargo, ha sido descartada, pues hay antecedentes del disfraz y actitudes del personaje que se remontan a la noche de los tiempos.
   Así, en las Lupercales romanas ya había actores ataviados con pieles de animales que golpeaban con un látigo a la multitud. Y bastantes años más atrás, en Mesopotamia, aparecen máscaras con bichos dibujados a los que se otorga una variada gama de atributos.
   Si en vez de rastrear el ovillo del jeroglífico con eruditas divagaciones, uno observa con atención el comportamiento del peliqueiro, se llega a una serie de conclusiones. En primer lugar, la vistosidad, la pulcritud y lo costoso del traje están marcando las diferencias entre el señorito y la plebe. A todo el mundo le gusta ser jefe, aunque sólo sea por unos días, y el peliqueiro ofrece esa posibilidad. Por otro lado, ese protagonismo, acompañado del anonimato y unos cuantos tragos de vino, ayuda a ligar, deporte del que nadie se cansa.
   En Laza hay una regla de oro: está prohibido enfadarse. Advertencia importante para todos aquellos botarates y mosqueones que siempre encuentran disculpa para la camorra.
   El domingo, con las carreras de los peliqueiros y el reparto de la bica (una torta de dimensiones gigantescas), la fiesta transcurre por cauces más o menos pacíficos. El lunes, día de los maragatos, las calles viven una auténtica batalla campal. Luz verde para arrojarse de todo: trapos mojados, harina, agua sucia, barro apestoso y, sobre todo, un arma que no falta en ningún carnaval de Laza: las hormigas carniceras. Son rojas, con la cabeza muy grande, y se las rocía de vinagre para que se enfurezcan y muerdan con más ganas.
   Un grupo de jóvenes me tomó por intruso y, en un abrir y cerrar de ojos, me pusieron perdida la chaqueta de tweed y el sombrero de fieltro. Luego me arrojaron hormigas. Me dejé hacer. Les dije: «Más, por favor». Al instante cambiaron de actitud. Me obligaron a que les acompañara a un bar. Les invité a una ronda, ellos me invitaron a diez y acabamos abrazados, en un corro, cantando La Virgen de Guadalupe.
   Me contaron que hace veinte años salía por las calles una máscara zarrapastrosa que representaba al maragato y a la que se podía vejar, golpear e insultar sin descanso. Solía representarlo el hombre más fuerte del pueblo, pero la posibilidad, admitida por todos, de encerrarle y abandonarle en una cuadra a su suerte, dejó la plaza vacante.
   Otra figura que no falta a la cita es La Morena, una vaca loca y lujuriosa que arremete contra las mozas y les levanta las faldas. La Morena se compone de un individuo tapado con un saco —que hace de armazón—, una máscara con cuernos y una rama por rabo. El personaje intenta ser simpático, pero sus evoluciones resultan sosas y reiterativas. A mí me parece que el señor-armazón debe de acabar un poco harto de tanto hacer el ganso. Harto y, seguramente, con tortícolis.
   El carnaval muere con la quema del muñeco de paja —símbolo de estas fiestas—, que se pasea en un carro. Antes tiene lugar el Testamento del burro, donde se recitan coplas burlescas y satíricas que aluden a los acontecimientos o cotillerías de la localidad.
   Cuando se acaba el carnaval, Laza no parece un pueblo, parece el último reducto de una campaña militar, como si allí se hubiera encontrado el general Custer con un contingente de indios. No importa. Las manchas se quitan y la porquería se barre. El pueblo ha sido feliz y la diversión permanece en el recuerdo.

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