SOPA DE KAFKA, Mark Crick

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MARK CRICK, Sopa de Kafka, Edaf, Madrid, 2006, 98 páginas.

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Mark Crick escribe e ilustra Un recorrido por la literatura universal en 14 recetas.
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ESTOFADO DE CORDERO CON SALSA DE ENELDO
[a tenor de las averiguaciones de Raymond Chandler]

1 pierna de cordero limpia, de 1 kilo, cortada en trozos grandes
1 cebolla en rodajas 
1 zanahoria, cortada en juliana
1 cucharada sopera de semillas de eneldo machacadas, o tres o cuatro ramitas de eneldo fresco 
1 hoja de laurel
12 granos de pimienta 
½ cucharadita de sal 
850 ml de caldo de ave 
50 g de mantequilla 
1 cucharada sopera de harina 
La yema de un huevo
3 cucharadas soperas de nata lícfuida 
2 cucharadas de zumo de limón 
Pimienta negra recién molida.

   Eché un trago de whishy, sin pensarlo, apagué el cigarrillo en la tabla de cortar, mientras no le quitaba el ojo de encima a un insecto que se arrastraba por el fregadero. Lo que me vendría al pelo sería disponer de una mesa resecada en Maxim's, cien pavos y la compañía de una rubia despampanante, en cambio, solo tenía a mano una pierna de cordero y ni una sola pista. La agarré por el tendón, que estaba frió y húmedo como la mano de un coronel. Saqué un cuchillo y descuarticé la carne de cordero. Como ya tenía aquel instrumento cortante en las manos, partí una cebolla en como ya tenía rodajas y, sin pensármelo dos veces, hice lo propio con una zanahoria. Ninguno rechistó. Puse todo en una cacerola con un ramillete de eneldo, una hoja de laurel, unos cuantos granos de pimienta y una pizca de sal. Cuando me pareció que estaba a punto de caramelo, lo cubrí con caldo de ave y subí el fuego. Quería que se hiciese lentamente, lo suficiente como para que entrase en ebullición. Una hora y media después, y con media pinta más de bourbon en el cuerpo, los ingredientes ya no parecían estar tan duros, lo mismo que yo. Separé la carne de las verduras y la rocié con un poco de caldo para mantenerla jugosa. A pesar de que todavía llevaba el cuchillo en la mano, no se oía ninguna sirena.
   En esta ciudad la escoria siempre acaba por salir a flote. De modo que pasé el caldo por un colador y retiré la grasa. Eché un poco más de agua y dejé que la cosa se calentase de nuevo. Ahora tenía que vérmelas con la mantequilla y la harina; las mezclé hasta hacer una pasta que añadí al caldo. Como no encontré unas varillas, eché mano de la porra y acabé a golpes con los grumos hasta conseguir una salsa tersa. Comenzó a hervir de nuevo a fuego lento, y así la dejé durante un par de minutos.
   Le arreé a la yema de huevo y la mezclé con la nata y un poco de aquella salsa caliente, antes de volver a echarlo todo a la cacerola. Exprimí un limón hasta que le saqué todo el jugo. No me costó demasiado. Pero no podía pasar por alto que, si la salsa hervía, la yema se cuajaba. Cuando estaba a punto de rociar la carne con aquella salsa para llevarla a la mesa, caí en la cuenta de que se me había pasado el hambre. Ni rastro de la rubia. Así que me fui a dar una vuelta para seguir envenenándome a fuerza de cigarrillos y whisky.

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