MEDITACIONES EN TIEMPOS DE CRISIS, John Donne
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JOHN DONNE, Meditaciones en tiempos de crisis, Ariel, Barcelona, 2012, 112 páginas.
DECIMOSÉPTIMA MEDITACIÓN
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En John Donne, «Antes muerto que mudado» (pp. 7-19) Vicente Campos anota: «Las imágenes de Donne son intensas y perdurables, no iluminan fugazmente, como fuegos artificiales, sino que persisten como bengalas sobre un campo de una batalla que todos sabemos perdida de antemano».
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Nunc lento sonitu dicunt, morieris
Ahora, esas campanas que doblan despacio por otro me dicen: «Debes morir»
DECIMOSÉPTIMA MEDITACIÓN
Quizá, aquél por el que doblan esas campanas está tan enfermo que no sabe que doblan por él; y quizá creo que me encuentro mucho mejor de lo que estoy, de manera que los que me rodean y ven mi estado han hecho que doblen por mí, y yo no lo sé. La Iglesia es católica, universal, así son todas sus acciones; todo lo que hace es de todos. Cuando bautiza a un niño, esa acción me concierne, pues ese niño se une entonces a esa cabeza que es también mi cabeza y se implanta en ese cuerpo del que soy miembro. Y cuando entierra a un hombre, esa acción me concierne: toda la humanidad es de un mismo autor y está en un mismo volumen. Cuando un hombre muere, no se arranca ese capítulo del libro, sino que se traduce a un lenguaje mejor; y cada capítulo debe traducirse así; Dios utiliza varios traductores; determinados fragmentos los traduce la vejez, y otros la enfermedad, algunos la guerra, otros la justicia; pero la mano de Dios está en cada traducción; y su mano ensamblará de nuevo todas nuestras hojas sueltas, en esa biblioteca en la que todos los libros estarán abiertos unos al
lado de otros. Así, igual que las campanas que tocan a plegaría no llaman solamente al sacerdote sino a toda la congregación, también esas campanas nos llaman a todos, pero más a mí, a quien esta enfermedad conduce tan cerca de la puerta. Hubo un contencioso que llegó a ser proceso judicial (en el que tanto la piedad como el honor, tanto la religión como la opinión se mezclaron): saber qué orden religiosa debía tocar primero las oraciones del alba, y se decidió que tocarían primero las campanas de aquellos que se levantasen más temprano. Si entendemos bien la dignidad de esas campanas que tocan para nuestras oraciones vespertinas, seremos felices al hacerlas nuestras levantándonos temprano, con la esperanza de que sean tan nuestras como de aquél a quien en realidad pertenecen. Las campanas doblan verdaderamente por aquel que piensa que lo hacen por él, y a pesar de que se vuelvan a detener, desde el instante en que este hecho tiene un efecto sobre él, queda unido a Dios. ¿Quién no eleva los ojos al sol cuando se levanta? Pero ¿quién aparta la mirada de un cometa cuando aparece?
¿Quién no presta oídos a unas campanas que doblan por cualquier acontecimiento? Pero ¿quién puede apartarlos de las campanas que hacen que se vaya una parte de sí mismo fuera de este mundo?
Ningún hombre es una isla, completa en sí misma; cada hombre es un pedazo del continente, una parte del todo; si el mar se lleva un trozo de tierra, Europa mengua, como si fuese un promontorio, como si fuese la casa solariega de tus amigos o la tuya. La muerte de cualquier hombre me disminuye, pues soy parte de la humanidad. Y, por lo tanto, nunca mandes a nadie preguntar por quién doblan las campanas, pues doblan por ti. Y no podemos llamarle a eso mendigar miseria o pedir miseria prestada, como si no fuésemos bastante miserables por nosotros mismos, y debiéramos tomar más de la casa de al lado, apropiándonos de la miseria de nuestros vecinos. En realidad, sería una codicia excusable si lo hiciéramos, pues la aflicción es un tesoro, y no hay hombre que tenga bastante. Ningún hombre tiene suficiente aflicción si no ha madurado y se ha perfeccionado gracias a ella, y preparado para Dios mediante esta aflicción. Si un hombre lleva un tesoro en lingotes o en monedas, pero no lo ha acuñado en moneda de uso corriente, su tesoro no le servirá durante sus viajes: la tribulación es un tesoro por su naturaleza, pero no es moneda de uso corriente que se pueda utilizar, solamente cuando por ella nos acercamos mucho a nuestro domicilio, el paraíso. Otro hombre puede estar también enfermo, y enfermo de muerte, y esta aflicción puede enterrarse en sus entrañas, como el oro en la mina, y no serle de ninguna utilidad; pero esas campanas que me hablan de su aflicción desentierran ese oro y me lo transmiten; considerando el peligro de otro, logro contemplar el mío, y así me protejo recurriendo a mi Dios, que es nuestra única protección.
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